Cuánta virtualidad podemos soportar

Tadeusz Kantor explicó muy precisamente cómo y por qué alteramos el tempo en la acción dramática. A principios de los años cuarenta escribía en sus ensayos sobre Teatro Independiente (llamado también Teatro Clandestino):

Deformación de la acción

En artes plásticas la deformación incluye la exageración de formas, que adquieren así dinamismo y movimiento. Su equivalente en el teatro es la exageración de acciones en un mismo tiempo, lo que se consigue disminuyendo o aumentando el tempo; en el campo psicológico, la deformación se adquiere concediendo a los momentos triviales una importancia insólita o “monitorizando” los movimientos, pensamientos y reflexiones, así como prolongando los procesos hasta el aborrecimiento y el cansancio. [Kantor, 2010, p. 19].

La observación me parece clara: en las artes escénicas, deformar líneas y objetos tal como permiten los lenguajes plásticos tiene su traducción más fiel en la deformación del tempo. Es su equivalente en cuanto a la deformación que sufre el soporte mismo de esa disciplina artística. Y cabe añadir que ello funciona bien en el teatro, el cine o la televisión.

Fijémonos en esta escena de la tercera temporada de Twin Peaks. No pasa absolutamente nada en 2 minutos. La cámara, fija y estática, capta a un empleado barriendo el suelo de un pub sin que eso añada nada a la acción. Puede resultar cansino, gratuito, inquietante u anómalo, pero recoge aquel elemento característico de las propuestas escénicas más obtusas donde ubicamos, por ejemplo, Esperando a Godot de Beckett.

La puesta en escena se mueve en una dimensión intermedia entre lo trascendentalmente significativo por un lado y lo ridículo y jocoso por otro. Es casi una tomadura de pelo. Y lo más interesante es que transmite todo ello precisamente porque ese no es el tempo normal de la serie. Esperamos pacientes a que el transcurso de los segundos tenga su sentido e introduzca algo pertinente a la trama (plot), pero no sucede nada. Un efecto parecido al chiste cuya ocurrencia no motiva nuestra risa, pero esperamos ese resorte que desencadene la carcajada. Dudamos entre estar seguros de no habernos perdido nada o juzgar que tal chascarrillo no tiene gracia. Esos momentos equivalen a un brochazo desproporcionado.

Y es que si a un objeto le corresponden unos atributos, poco puede admitirse juntar en uno los que son de varios o, dicho de otro modo, los que en principio no son suyos. El resultado acostumbrará a ser o bien absurdo o bien la comicidad. Más aún cuando tal desajuste se aplica a otras estrategias, como las representaciones plásticas del hombre o del animal. Según Horacio:

A cabeza humana si un pintor cerviz equina unir
quisiera e incluir variando plumaje, allegando
miembros de todas partes, como para rematar
feamente en negro pez mujer hermosa por arriba
ante tal espectáculo contendríais la risa, amigos? [Baudelaire, 1988, p. 5]

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El punto de vista de Horacio nos sitúa ante el disparate. Esa categoría artística que define la composición hecha a partir de elementos profundamente distintos e incongruentes entre sí. La que navega, con Goya como estandarte, entre la risa y el espanto. Un ejercicio relacionado con lo frívolo y caprichoso -el “capricho”, otra categoría goyesca-. Y es que el error, lo anómalo, tal como lo apreciamos en el punto de vista que ofrece Horacio, es capaz de activar una situación cómica. Y preferentemente lo hace cuando sostiene un gesto.

Cuánta más implicación gestual haya en el error -en aquello que no debería haber existido-, más relación tendrá con el humor. Hay un mar de ejemplos: caer, tropezar, farfullar. Pero no sólo acciones fortuitas: sirve para todo aquello que forma un ademán, una manera de estar. Así, también resulta gracioso un modo concreto de andar, de sentarse o bailar.

Hay, por último, todo tipo de distorsiones que afectan al gesto tan específicamente que reconocemos a las figuras que los ejemplifican precisamente por eso, por ser su concreción. Es el caso de los conocidos freaks, que desde largo tiempo han servido como objetos de entretenimiento circense por su poder simultáneo de atracción y repulsión. Así la mujer barbuda, gigantes y enanos, el hombre elefante, están a medio camino entre el la imagen patética que causa risa, la pena y el terror.

Pero el gesto no sólo tiene que ver con un rasgo físico. Lo que ilustran todos esos ejemplos citados hasta ahora es que un gesto o una situación dramática cualquiera pueden tener atributos parecidos y además expresarlos de manera equivalente. Tan disparatado puede ser un caso u otro. Por ejemplo, un exceso logístico: un desfase inimaginable entre una intención y el resultado de la acción que dicha intención motiva. Y es ahí precisamente donde quiero poner el foco, en la dupla error / humor, porque la brecha entre lo esperado y lo que acontece trae a colación un elemento que puede ser indispensable para pensar lo cómico: lo virtual.

Lo virtual es aquello posible. Lo que puede desarrollarse sin necesidad que exista. “Que tiene virtud para producir un efecto, aunque no lo produce de presente”. ¿Qué sucede, pero, cuando de entre todas las posibilidades existentes, deviene real aquella que era la menos previsible? Es entonces cuando aparece el error y con él, muy especialmente, el humor.

Encontrar gracioso un chiste -o incluso simplemente entenderlo-, encontrar proporcionada y adecuada a la trama de la escena de Lynch citada más arriba - o simplemente aguantar todo lo que dura para ver hacia dónde conduce-, así como percatarse que uno está ante un comentario irónico; son cuestiones que dependen del grado de virtualidad que podemos soportar.

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Desbaratar lo que virtualmente -en su abstracción- se espera de la realidad es la clave de lo cómico. Ahí queda recogido el efecto que produce tanto el tropiezo, como el freak, como la escena de Twin Peaks: una extraña sensación de anomalía, “esto no debería haber sucedido así”. Kierkegaard intuyó esta relación entre humor y virtualidad en su análisis de la ironía socrática (Su tesis doctoral, Sobre el concepto de ironía, leída en la Universidad de Copenhague en 1942), y especialmente en su comentario acerca de Aristófanes y Las Nubes.

Kierkegaard enseña hasta dónde alcanzan las diferencia entre la mayéutica, el método de genealogía del conocimiento socrático, y la ironía moderna, especialmente en Fichte, Schlegel y la oposición de Hegel a esta última. La ironía es el despliegue de esa virtualidad de la que hablamos, especialmente en el círculo romántico de Jena, donde el sujeto de conocimiento, armado con una serie de categorías ya definidas por Kant, es capaz de abordar el mundo y darle forma según ellas.

La posición estratégica que juega aquí la ironía la conecta directamente con lo cómico. Su nombre no hace referencia a esa forma -a veces humorística- de expresión por mera casualidad. Simplificando: en la modernidad filosófica es el Sujeto (Yo) quien pone el objeto (el mundo, No-Yo), como campo de acción necesario para oponerse a él. Con ello logra dos cosas: en primer lugar el sujeto se reconoce a él mismo, y posteriormente puede así actuar, finalidad primordial de la conciencia según el Romanticismo. Pero aquí cabe no perderse un detalle importante: si la ironía en sentido coloquial refiere a “decir lo contrario de lo que se quiere dar a entender”, para el ironista el mundo es construido como lo contrario (No-Yo) de lo que realmente es (Yo).

Pero esta concepción de la realidad fue desacreditada tanto en la modernidad como en la clásica comedia griega:

Las nubes designan magníficamente el curso del pensamiento por completo inconsistente que, en constante ondulación, sin hacer pie en ninguna parte y sin ley alguna inmanente al movimiento, se configura de modos diversos según la misma anárquica capacidad de transformación con el que las nubes emulan a veces una mujer mortal, a veces a un centauro, a veces a una pantera, a un lobo, a un toro, etc… Con la aclaración de que aquéllas, puesto que no son otra cosa que bruma o la oscura y agitada posibilidad infinita de devenir lo que fuere sin lograr que nada tome consistencia. [Kierkegaard, 2000, p. 182]

Lo importante de ese idealismo transcendental que estamos describiendo es hasta qué punto lo virtual cobra importancia. El Yo crea el mundo, y es en cierto modo su imagen en el espejo, en tanto en cuanto es un reflejo de ese Yo. La cuestión es que ese proceder, mediante el cual las representaciones del mundo nacen del Yo, convierte la creación de lo exterior al Yo no en un fin en sí mismo, sino en un método de conocimiento (Wissenchaftslehre) “negativo”. Importa esa forma creativa de hacer mundo, no el contenido.

No constituyen la posibilidad que, dotada de un alcance infinito, alberga, por así decirlo, el mundo entero dentro de sí, sino que carecen de todo contenido. Pueden asumirlo todo pero nada pueden retener. […] Lo que los intérpretes, según me parece, han pasado por alto hasta ahora, es que esta correspondencia entre las nubes y el mundo al que pertenecen es expresada de manera aun más precisa cuando se dice: se convierten en todo lo que quieren [Kierkegaard, 2000, p. 183].

¿Cuál es el problema? Las nubes son el reflejo de la hueca interioridad del sujeto irónico. Éste no es otra cosa que la “bruma o la oscura y agitada posibilidad infinita de devenir lo que fuere”. Para Aristófanes, la ironía socrática representa eso. Para Kierkegaard, lo representa el Idealismo alemán. Al ser lo exterior al sujeto un mero fruto de ese movimiento reflexivo, constata cómo la naturaleza es ello mismo ironía, pues sujeto y objeto son lo mismo, aunque para darse hayan partido de un principio de oposición Yo vs. No-Yo.

Pues por más que lo caracterice como un poder soberano de las nubes, y por más que Sócrates mismo observe que asumen tales formas con el fin de burlarse, cabe también entenderlo como una deficiencia, y la ironía de Aristófanes consiste, sin duda, en la deficiencia recíproca: la del sujeto que, queriendo alcanzar lo objetivo, consigue solamente su propio símil; u la de las nubes, que ofrecen meramente el símil del sujeto, pero que sólo lo producen mientras ven los objetos. Nadie negará que ésta es una magnífica caracterización de la dialéctica meramente negativa, dialéctica que permanece siempre en sí misma sin exteriorizarse en las determinaciones de la vida o de la idea, y que por eso goza ciertamente de una libertad que se despoja de las cadenas que la continuidad impone. [Kierkegaard, 2000, p. 183-184].

He aquí cómo Kierkegaard formula una definición de lo virtual: es la “dialéctica que permanece siempre en sí misma sin exteriorizarse en las determinaciones de la vida o de la idea”. El sujeto y sus representaciones -es decir, el mundo, que ya hemos dicho que no es otra cosa que el Yo mismo- se plantea el conocimiento como aquél plan logístico que anhela llevar a cabo sus intenciones, que todo apriorismo tenga su correlato en la realidad. La realidad es un gigantesco plan logístico.

Y como todo plan, puede desbordarse o fallar. Lo cómico permanece a la sombra de esas posibilidades, de ahí que un muy manido recurso del humor sea todo aquello que se desarrolla de manera inesperada o “rocambolesca” (“extraordinario, exagerado o inverosímil). Y que, en cierta medida, son variantes de lo anómalo a lo que nos referíamos anteriormente.

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¿Por qué le hemos dedicado tanto espacio a la ironía? En primer lugar hemos visto de qué manera opera la virtualidad de la que tanto hablábamos. Lo cómico reside en la manera de abordar y romper esa virtualidad. Pero atención: antes también advertimos que, de algún modo, el grado de sentido del humor que tengamos depende de cuánta virtualidad podemos soportar.

En efecto: lo cómico, afirmamos aquí y ahora, es también un elemento negativo que, como las nubes de Aristófanes, debe tener elasticidad suficiente como para comprender ese fallo de la representación - o del plan-, pero como parte de la representación misma. Cabe incorporar la anomalía, del mismo modo que la “bruma nebulosa” adopta todas las formas posibles. El error sigue ahí, activando los resortes de la comicidad. Como un elemento intruso, pero no ajeno completamente.

Quien tenga esa elasticidad, esa capacidad; y quien no, se situará a uno y otro lado de la alternativa entre socorrer a quien ha caído fortuitamente o reírse ante tan anómala situación. Algo que Kierkegaard no explicita pero que implícitamente intuye cuando, muy acertadamente, comenta: “El humor, ante esas situaciones que están entre la compasión y la risa, no es tanto una falta de sensibilidad, desprovista de las más tiernas emociones del alma, sino aspereza”.

-De ahí que tenga todo el sentido del mundo ese tópico según el cual todos los grandes humoristas son, en su vida privada, gente de lo más áspera, terca y sin gracia especial alguna-.

Baudelaire, acercándose incluso a la jerga especulativa, lo expone así

La risa que provoca el resbalón en la acera cobra, en este sentido, una perspectiva diferente: el otro del que antes me reía soy, ahora, yo mismo. Lo cómico siempre incluye al otro, aunque el otro sea uno mismo. Ahora bien, ese no es desdoblamiento reflexivo, sino una acción que, a su vez, un tercero contempla. Y el público se ríe precisamente por la inconsciencia grotesca, incapaz de ver que es uno y otro. [Baudelaire, 1988, p. 59]

Esto nos lleva al otro punto esencial para entender lo cómico. A saber, la relación también señalada más arriba que une la pura virtualidad con la “naturaleza”. El idealismo puede dar cuenta de ello, pues asume sin problemas que la naturaleza, el objeto, el No-Yo, sólo es un instrumento virtual para que el sujeto actúe. Por lo tanto, siguiendo de nuevo a Kierkegaard: si las nubes son reflejo del sujeto socrático -parodiado y menospreciado por Aristófanes- también lo son de lo monstruoso y arbitrario que habita en él: la naturaleza.

No es azaroso entonces que el naturalismo fuera un corpus estético que sucediera de las ruinas del pensamiento idealista. Y que surgiera, así como las ciencias positivas, en oposición a él. Ya la aparición de la “Estética de lo feo” de un discípulo de Hegel, Karl Rosenkranz, atestigua ese legado y su posterior influencia. Lo monstruoso, lo defectuoso, lo siniestro del gesto, y por lo tanto, de lo natural, pasa por lo cómico. Recuerden la definición de Freud/Schelling de lo “siniestro”: aquello que, debiendo no aparecer, no obstante se ha manifestado. Pero si lo observamos desde la lectura que Kierkegaard hace de la ironía, ello también significa que toda naturaleza es monstruosa y arbitraria. O al menos, no humana. Como las nubes.

En la deshumanización radica una gran parte de los recursos cómicos que conocemos. Y no debe extrañarnos. Lo cómico es la naturaleza misma. Ya Aristófanes animaliza algunos de sus personajes humanos. Ese gusto por la deformación hace comprensible que en Hegel haya un rechazo absoluto por la ironía. Y además también explica que él cure a toda su estética de ese peligro ensalzando, tal como también hará Goethe contra Diderot, la belleza ideal, artística, por encima de lo bello natural.

Otro de los finos observadores de ese gusto por la deformación es, de nuevo, Baudelaire, quien expone la relación estrecha entre lo cómico, lo grotesco y la naturaleza:

Lo cómico significativo se mide con las costumbres de los otros hombres, mientras que lo grotesco se mide con la naturaleza, a la que se aproxima en su inocencia y alegría absolutas.[…] Lo grotesco produce vértigo y atrae sin que podamos resistirnos. En lo grotesco se descoyunta la razonable normalidad de la apariencia y en dicho descoyuntarse asoma la naturaleza, nuestra naturaleza […] es lo insoportable de la naturaleza que somos.- [Baudelaire, 1988, p. 58]

Y, como alguien en sintonía con la atracción por lo deforme que sentían todos los naturalistas, no deja de acudir al gesto como elemento en degeneración que lleva lo grotesco más allá de lo material:

De ahí que la pantomima sea la forma suprema de lo grotesco. En ella parece que el vértigo se ha convertido en fundamento de la acción y que, paradójicamente, él mismo se ha mutilado de aquello que normalmente le permite ser otro: el lenguaje. Sin palabras ha de objetivarse, entonces, con gestos y movimientos, extremos que con el lenguaje serían innecesarios. […] Un “lenguaje del cuerpo”, como si hubiera vuelto a una eventual edad primitiva, que suscita la risa como respuesta. : la risa de quienes, ante el mimo, son conscientes de que él mismo ignora la naturaleza que sin embargo exhibe ( y que hace esfuerzo por exhibir). [Baudelaire, 1988, p. 59]

Antes hemos calificado lo cómico como un elemento negativo, relacionado con el grado de virtualidad que podemos soportar. En ningún momento queríamos presentar todas las características que le hemos dado como si compusieran una definición. Lo cómico, sea lo que sea, es demasiado escurridizo si seguimos planteándolo como un elemento trascendental encargado de explicar qué provoca risa o qué resulta gracioso y qué no.

En todo caso, aunque hayamos preferido en nuestra aproximación buscar en el ámbito de la abstracción especulativa, esta caracterización no debería forzarnos, no obstante, a abordar lo cómico sólo desde esa posición. Más aún, y al hilo de lo que ya nos contaba Baudelaire, lo cómico  tiene una base “gestual” innegable. Lo comentábamos al inicio: “Cuánta más implicación gestual haya en el error -en aquello que no debería haber existido-, más relación tendrá con el humor”. Poco hay que sea más virtual que el gesto, entendido como unidad formal, no necesariamente ligada al cuerpo.

Bien, perdón, sí lo hay. El ademán. El “hacer como que” convertido en gesto. Un gesto que no se ha ejecutado. Pura virtualidad. “Hizo ademán de sacar algo del bolsillo”. Lo cómico es al humor lo que el ademán al gesto. Casi un esquema previo. “De la naturaleza que sin embargo exhibe”.

Barcelona, 2 de octubre de 2017

 

Bibliografía

Baudelaire, Charles; Lo cómico y la caricatura., Edición de Valeriano Bozal, Visor, Madrid 1988
Kantor, Tadeusz; Teatro de la muerte y otros ensayos, 1944-1986. Edición de Luis Magrinyà. Barcelona, 2010
Kierkegaard, Sören; De los papeles de alguien que todavía vive, Sobre el concepto de ironía. Edición y traducción de Darío González, Begonya Saez y Rafael Larrañeta. Trotta, Madrid, 2000