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¿Es jovial el arte?

Theodor W. Adorno


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El prólogo al Wallenstein de Schiller concluye con el verso «Grave es la vida, jovial es el arte».1 Es la paráfrasis de las Tristes de Ovidio: «Vita verecunda est, Musa jocosa mihi»2. Cabría imputar una in­tención al encantadoramente pícaro escritor antiguo Él, cuya vida era tan jovial que se antojó intolerable al establishment augustiniano, qui­zá hacía un guiño a sus mecenas trasponiendo su alacridad a la lite­raria del Ars amandi y dando a entender con contrición que su acti­tud personal era la de llevar una vida grave. Para él se trataba de ser perdonado3. El poeta oficial del idealismo alemán nada quería sa­ber de tales zorrerías latinas. Su sentencia eleva el índice sin fin alguno. Con ello se hace totalmente ideológica, se incorpora al acervo bur­gués, pronta a la cita cuando la ocasión lo requiera. Pues afirma la es­tablecida y popular división entre trabajo y tiempo libre. Lo que se basa en el tormento del trabajo prosaicamente no libre y en la por lo demás en absoluto injustificada aversión a él, ha de ser una ley eter­na de dos esferas nítidamente separadas. Ninguna debe mezclarse con la otra. Precisamente por su edificante futilidad, se integra y somete el arte en la vida burguesa como su. complemento contradictorio con ella. Ya se ve la organización del tiempo libre que de ello resulta. Es el jardín del Elíseo, donde crecen las rosas celestes que las mujeres han de trenzar en la vida terrena, tan abominable. Al idealista se le ocul­ta la posibilidad de que un día pueda realmente cambiar. Lo que en­tonces tiene en mente son los efectos del arte. Pese a toda la nobleza del gesto, anticipa secretamente aquella situación que en la industria cultural prescribe el arte como inyección de vitaminas para hombres de negocios fatigados. Hegel fue el primero, en el apogeo del idealis­mo, que protestó tanto contra la estética del efecto, que se remonta­ba hasta el siglo XVIII, Kant incluido, como contra esa visión del arte con la frase de que éste no es ningún juguete mecánico agradable o útil, como decía Horacio4.

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Sin embargo, la trivialidad de la jovialidad del arte contiene algo de verdad. Si, por más que mediada, no fuera para los hombres una fuente de placer, no habría podido subsistir en la mera existencia a la que contradice y se resiste. Pero esto no es nada externo, sino parte de su propia determinación. Aunque no nombra a la sociedad, a eso es a lo que se refiere la fórmula kantiana de la conformidad a fin sin finalidad. La ausencia de finalidad en el arte consiste en haber esca­pado a las exigencias de la autoconservación. Encarna algo así como la libertad en medio de la ausencia de libertad. El hecho de que por su mera existencia se zafe de la condena vigente lo asocia con una pro­mesa de felicidad que de alguna manera expresa aun con la expresión de la desesperación. Incluso en las obras de Beckett el telón se levan­ta como en la habitación decorada para celebrar la Navidad. En su empeño por desembarazarse de lo que en él hay de ilusorio, el arte se afana en vano por deshacerse de ese resto de lo beatífico en el cual él se huele una traición en favor de la condescendencia. No obstante, la tesis de la jovialidad del arte se ha de tomar al pie de la letra. Vale para el arte como un todo, no para las obras aisladas. Éstas pueden carecer totalmente de jovialidad, según lo espantosa que sea la realidad. Lo jovial del arte es, si se quiere, lo contrario de aquello por lo que fácilmente se toma, no su contenido sino procedimiento, lo absurdo del hecho de que sea arte en general, de que se abra a aquello de cuya violencia al mismo tiempo da testimonio. Esto confirma la idea del Schiller filósofo, que reconocía la jovialidad del arte en su esencia lúdica y no en lo que, incluso más allá del idealismo, expresa de espiritual. A priori, antes de sus obras, el arte es crítica de la gravedad bovina que la realidad impone a los hombres. Nombrándola cree mi­tigar la fatalidad. Eso es lo que tiene de jovial; por supuesto, en cuan­to alteración de la consciencia en cada momento imperante, lo que tiene de grave.

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Pero el arte, que como el conocimiento recibe todo su material y, en último término, sus formas de la realidad y, ciertamente de la social, a fin de transformarlas, está por tanto enredado en sus irreconciliables contradicciones. Su profundidad se mide por lo adecuada­mente que, mediante la reconciliación que su ley formal les prepara, mediante la irreconciliabilidad real de las contradicciones. La contra­dicción vibra en sus mediaciones más remotas lo mismo que el estruendo de lo espantoso en el pianissimo más extremo de la música. Allí donde la fe en la cultura celebra fatuamente su armonía, como en Mozart, ésta proclama la disonancia con lo disonante y tiene a esto como su sustancia. Esa es la tristeza de Mozart. Sólo mediante la transformación de lo de todos modos conservado como negativo, lo contradictorio, cumple el arte lo que se calumnia en cuanto se lo trans­figura en un ser más allá de lo que es, independiente de su contrario. A pesar de que los intentos de definir lo kitsch suelen fracasar, no sería el peor el que hiciera el criterio de lo kitsch del hecho de si un pro­ducto artístico, aunque fuera subrayando la oposición a la realidad, plasma la consciencia de la contradicción o hace trampas sobre ella. Bajo tal aspecto hay que exigir a toda obra de arte que sea grave. El arte oscila entre la gravedad y la jovialidad en cuanto algo que ha escapado a la realidad y, sin embargo, permeado por ésta. Únicamente tal reunión constituye el arte.

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Lo que pasa con el movimiento contradictorio de la jovialidad y la gravedad en el arte —su dialéctica—podrían sencillamente aclararlo dos dísticos de Hölderlin que el poeta, sin duda intencionadamente, dis­puso muy próximos. El primero, titulado «Sófocles», dice: «Muchos in­tentaron en vano decir alegremente lo más alegre. / Aquí por fin me habla, en la tristeza». La jovialidad del trágico no habrá que buscarla en el contenido mítico de sus obras, quizá ni siquiera en la reconcilia­ción que otorga a los mitos, sino en el hecho de que dice que habla; ambas expresiones se emplean con énfasis en los versos de Hölderlin. La felicidad está en el lenguaje, que va más allá de lo que meramente es. — El segundo dístico lleva por título «Los bromistas»: «¿Siempre es­táis jugando y bromeando? ¡Deberíais! ¡Oh, amigos! Eso me llega / al alma, pues sólo los desesperados tienen que hacerlo». Cuando el arre quiere ser jovial por sí y por tanto se adecúa a ese uso que según Höl­derlín nada tiene ya por sagrado, se rebaja al nivel de la necesidad de los hombres y traiciona su contenido de verdad. Su alacridad por de­creto se adapta al mecanismo. Anima a los hombres a seguir aguan­tándolo, a colaborar. Ésa es la figura de la desesperación objetiva. Si uno se toma el dístico con la suficiente seriedad, condena roda la esencia afirmativa del arte. Desde ese momento, bajo el dictado de la industria cultural, ha evolucionado hasta convertirse en omnipresente, la broma en la caricatura socarrona de la publicidad pura y simple.

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Pues la relación entre lo grave y lo jovial en el arte está sujeta a una dinámica histórica. Cualquier cosa que en él se pueda llamar jovial es algo surgido, impensable en obras arcaicas o cuyo lugar sea estrictamente Teológico. Lo jovial en las obras de arre presupone algo así como la li­bertad urbana, no sólo en la burguesía temprana, como en Boccaccio, Chaucer, Rabelais, Don Quijote, sino ya como lo que en épocas pos­teriores se llamó clásico se separa de lo arcaico. Lo que permite al arte desprenderse del mito sombrío-aporético es esencialmente un proceso, no una elección, basada en un fundamento inmutable, entre lo grave y lo jovial. En lo jovial del arte la subjetividad se conoce y hace consciente de sí misma. Mediante la jovialidad se retira de lo enredado a sí misma. Lo jovial tiene algo de la libertad de movimientos burguesa, aun­que con ello también participa de la fatalidad histórica de la burguesía. Lo que antaño era la comicidad se desmocha irremisiblemente; la pos­terior se ha pervertido hasta convertirse en satisfacción efusivamente cómplice. Acaba por hacerse insoportable. Sin embargo, después de eso, ¿quién podría seguir riéndose con Don Quijote y la sádica burla de quien cede ante el principio de realidad burgués? Lo que sin duda hay de có­mico en las comedias de Aristófanes, hoy como antaño geniales, se ha convertido en un enigma, la asimilación de lo basto con lo cómico sólo se puede seguir apreciando en provincias. Cuanto más fundamental­mente quede la sociedad deudora de esa reconciliación que el espíritu burgués prometió corno ilustración del mito, tanto más irresistiblemente es arrastrada la comicidad al orco, convertida la risa, antaño imagen de la humanidad, en regresión a la inhumanidad.

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Desde que la industria cultural le ha puesto el freno al arte y se cuen­ta entre los bienes de consumo, su jovialidad es sintética, falsa, em­brujada. Nada jovial es compatible con lo arbitrariamente manejado. La relación apaciguada de la jovialidad con la naturaleza excluye lo que ésta manipula y calcula. La distinción que hace el lenguaje entre chis­te y chocarrería da cuenta de ello bastante precisamente. Allá donde hoy en día aparece la jovialidad, está distorsionada en cuanto ordena­da, hasta el ominoso tanto da de esa tragicidad que se consuela con que la vida es así. El arte, que ya no es en absoluto posible sino como reflexivo, debe renunciar por sí a la jovialidad. A ello le obliga sobre todo el pasado reciente. La frase de que después de Auschwitz ya no se puede escribir ningún poema carece de validez tomada tal cual, pero es cierto que después de eso, porque fue posible y porque resulta in­definidamente posible, ya no se puede imaginar ningún arte jovial. Ob­jetivamente degenera en cinismo, por mucho que confíe en la bondad de la comprensión humana. Por lo demás, tal imposibilidad fue sen­tida por la gran poesía, en primer lugar, sin duda en Baudelaire, casi un siglo antes de la catástrofe europea, luego también en Nietzsche y en la renuncia de la escuela de George al humor. Este se ha convertido en parodia polémica. En ésta encuentra refugio mientras se man­tiene obstinadamente irreconciliable, sin tener en cuenta el concepto de reconciliación que antaño se adhería al concepto de humor. Ahora mismo, la forma polémica del humor se ha hecho igualmente cues­tionable. Ya no puede contar con aquellos que la comprenderían, y si es que alguna forma artística puede prosperar en el vacío, la polémica no. Hace unos cuantos años hubo un debate sobre si el fascismo se po­día presentar de manera cómica o paródica sin ofender a las víctimas. Indiscutiblemente, hay un lado ridículo, de farsa, de subalterno, la afi­nidad electiva de Hitler y los suyos con el periodismo difamatorio y de provocación. De eso no cabe reírse. La sangrienta realidad no era ese espíritu o mal espíritu del que el espíritu se pueda burlar. Aquellos sí que eran aún buenos tiempos, con madrigueras y descuido en me­dio del sistema del horror, cuando Hasek escribió Schwejk. Pero las co­medias sobre el fascismo se han hecho cómplices de ese bobo modo de pensar que lo tiene por derrotado de antemano porque se le opon­drían los potentes batallones de la historia universal. La adopción de la posición del vencedor es lo que menos conviene a los adversarios de los fascistas, que tienen el deber de no parecerse en nada a los que se atrincheran en esa posición. Las fuerzas históricas que produjeron el horror proceden de la estructura social en sí. No son superficiales y sí demasiado poderosas como para que nadie esté en condiciones de tra­tarlas como si tuviera tras de sí la historia universal y los caudillos fue­ran efectivamente los payasos a cuyas tonterías sus llamamientos al ase­sinato sólo con posterioridad se asemejaron.

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Sin embargo, puesto que el momento de la jovialidad en el arte con­siste en la libertad del arte con respecto a la mera existencia que in­cluso las obras desesperadas, y sobre todo éstas, demuestran, históri­camente el momento de la jovialidad o de la comicidad no es simplemente expulsado de ellas. Sobrevive en su autocrítica, como co­micidad de la comicidad. Los rasgos de lo primorosamente sin senti­do e idiota que tanto irritan a los positivos en las obras de arte radi­cales de hoy en día no son tanto una regresión al arte de un estadio infantil como su juicio cómico sobre la comicidad. La obra clave de Wedekind contra el editor de Simplizissimus lleva por subtítulo: La sa­nta de la sátira. Cosas parecidas se encuentran en Kafka, cuya prosa dechoque no pocos de sus intérpretes, entre ellos Thomas Mann, han sentido como como humor y cuya relación con Hasek investigan los autores eslovacos. Especialmente ante las obras de Beckett, la categoría de lo trágico se rinde a la carcajada tanto como ellas cortan por lo sano con todo humor cómplice. Lo que testimonian es un estado de la consciencia que no permite ya la alternativa global entre lo grave y lo jovial ni tampoco el híbrido de la tragicomedia. La tragicidad se evapora debido a la manifiesta inanidad de las pretensiones de la subjetividad que ahí había de ser trágica. La risa es reemplazada por el llanto sin lágrimas, seco. El lamento se ha convertido en el de una mirada hueca. En las obras de Beckett el humor se salva porque contagian con la risa sobre la ridiculez de la risa y sobre la desesperación. Este proceso se alía con el de la reducción artística, una vía al mínimo de la subsistencia en cuanto el mínimo de existencia que queda. Este míni­mo descuenta, quizá a fin de sobrevivirla, la catástrofe histórica.

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En el arte contemporáneo se dibuja la extinción de la alternativa entre la jovialidad y la gravedad, entre la tragicidad y la comicidad, casi entre la vida y la muerte. Con ello el arte reniega de todo su pasado, sin duda porque la alternativa habitual expresa una situación dividida entre la felicidad de la vida que perdura y el desastre que constituye el medio de su perduración. Más allá de la jovialidad y la gravedad, el arte, en virtud del total desencantamiento del mundo, puede ser tanto cifra de la reconciliación como del terror. Tal arte corresponde tanto al disgusto por la omnipresencia de la publicidad, abierta o encubierta, a favor de la existencia, como a la reticencia al coturno que, por la exaltación del sufrimiento, toma una vez más partido por su inmutabilidad. A la vista del pasado reciente, el arte ya no es ni jovial ni totalmente grave. Uno empieza a dudar de que alguna vez haya sido tan grave como la cultura quiere hacer creer a los hombres. Ya no puede, como hacía la poesía de Hölderlin, que se sentía en sintonía con el espíritu del mundo, asimilar la expresión de la tristeza con la de lo más gozoso. El contenido de verdad del gozo parece haberse hecho inalcanzable. Con ello conecta el hecho de que los géneros se desdibujen, de que el gesto trágico parezca cómico y la comicidad melancólica. Lo trágico se descompone porque aspira al sentido positivo de la negatividad, a aquel que la filosofía llamaba la negación positiva. Su logro no es posible. El arte que avanza hacia lo desconocido, el único aún posible, no es ni jovial ni grave; pero el tercer término está oculto, como si estuviera sumergido en la nada cuyas figuras describen las obras de arte progresistas.

 


Notas

1 Cfr. Friedrich Schiller: El rampamema de Wallenstein, en Teatro completo (ed. cit., véa­se supra «El curioso realista. Sobre Siegfried Kracauer», nota del traductor de la pág. 386). [N. del T.]

2 En latín: «MÍ vida es; sobria, mi mesa alegre» (Cfr. Ovidio, Trista, 11, 354). [N. del T.]

3 Acusado de inmoralidad teas la publicación de El arte amar, Ovidio pasó los últi­mos diez años de su vida exiliado en Tornis, actual ciudad de Constanz en Rumania, a orillas del Mar Negro (entonces llamado Ponto Euxino), desde donde envió a sus ami­gos dos colecciones de poemas epistolares. Tristes y Políticas, en los que lamentaba las penalidades del destierro. [N. del T.]

4 Cfr. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la estética (ed. cit., véase supra «Reconciliación ex­torsionada», nota de traductor de la p. 269), p. 40. [N. del T.]