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[§54] Observación, Crítica de la facultad de juzgar

Immanuel Kant

Immanuel Kant, 1992. Crítica de la facultad de juzgar.
Traducción y notas de Pablo Oyarzún.
Caracas: Monte Ávila Editores, págs. 238-243.

Entre lo que place meramente en el enjuiciamiento y aquello que deleita (que place en la sensación) hay, como hemos mostrado frecuentemente, una diferencia esencial. Lo último es algo que no se puede exigir de cada cual, como lo primero. El deleite (cuya causa pudiera residir incluso en ideas) parece consistir en un sentimiento de estimulación de la vida total del hombre y, por tanto, también del bienestar corporal, es decir, de la salud; de manera tal que Epicuro, que consignaba a todo deleite, en el fondo, como sensación corporal, puede no haber carecido en ese alcance de razón, y sólo se mal interpretó a sí mismo al contar entre los deleites la complacencia intelectual y aun la complacencia práctica. Cuando se tiene presente la última diferencia, puede uno explicarse cómo es que un deleite podría displacer al mismo [sujeto] que lo siente (cual la alegría de un hombre menesteroso, aunque de buenos pensamientos, ante la herencia de su padre amante, pero mezquino), o cómo un hondo dolor pudiera placer a aquel que lo padece (la tristeza de una viuda por la muerte de su meritorio marido), o cómo puede un deleite placer por añadidura (como el deleite por las ciencias que ejercemos), o un dolor (por ejemplo, el odio, la envidia y el deseo de venganza) pudiera displacernos por añadidura. La complacencia o displacencia reposa aquí en la razón, y es una sola cosa con la aprobación o desaprobación; deleite y dolor, empero, sólo pueden descansar en el sentimiento o la perspectiva de un bienestar o malestar posibles (cualquiera sea su razón).

Todo cambiante juego libre de las sensaciones (que no tiene propósito alguno por fundamento) deleita, porque fomenta el sentimiento de la salud, tengamos o no, en el enjuiciamiento racional, un complacencia en su objeto y aun en este deleite; y este deleite puede llegar al afecto, aunque no tengamos en el objeto mismo ningún interés o al menos no tomemos uno tal que fuese proporcionado al grado de aquel placer. Podemos dividir esos juegos en el juego de azar, el juego musical y el juego de ingenio El primero exige un interés, sea este el de la vanidad o del provecho propio, que, sin embargo, dista de ser tan grande como el interés en el modo en que buscamos procurárnoslo; el segundo, simplemente el cambio de las sensaciones, cada una de las cuales tiene su relación con un afecto, mas sin [poseer] el grado de un afecto, y despierta ideas estéticas; el tercero se origina meramente en el cambio de las representaciones en la facultad de juzgar, a través del cual no es generado, por cierto, ningún pensamiento que trajese consigo algún interés, pero el ánimo es vivificado.

Cuan deleitantes han de ser los juegos sin necesidad de que se tenga que poner allí por fundamento un propósito interesado, lo muestran todas nuestras veladas de sociedad; pues sin juego casi ninguna puede ser entretenida. Mas allí entran en juego los afectos de la esperanza, el temor, la alegría, la ira, el desdén, en cuanto cambian sus papeles a cada instante y son tan vivaces que, a través suyo, parece, como por una moción interna, ser fomentada la entera actividad vital en el cuerpo, como lo demuestra la lozanía del ánimo por ese medio generada aunque nada se haya ganado ni aprendido. Pero no siendo el juego de azar un bello juego, lo dejaremos aquí de lado. Por el contrario, la música y los temas de risa son dos especies del juego con ideas estéticas o también con representaciones del entendimiento, por el cual finalmente nada es pensado, y pueden deleitar simplemente a través de su cambio y, sin embargo, vívidamente; por ese medio dan a conocer, harto claramente, que la vivificación es en ambos meramente corporal, aunque sea despertada por ideas del ánimo, y que el sentimiento de la salud, a través de un movimiento de las entrañas correspondiente a ese juego, constituye todo el deleite –apreciado como tan fino y pleno de espíritu– de una sociedad despabilada. No es el enjuiciamiento de la armonía en sonidos u ocurrencias ingeniosas, que sirva con su belleza sólo de vehículo necesario, sino la favorecida actividad vital del cuerpo, el afecto que mueve las entrañas y el diafragma, en una palabra, el sentimiento de la salud (que de otro modo no podría sentirse sin una tal ocasión) lo que constituye el deleite que se encuentra en ello, por llegar al cuerpo también a través del alma y poder usar a ésta como médico de aquél.

En la música va este juego desde la sensación del cuerpo hacia ideas estéticas (de los objetos de los afectos) y desde éstas, entonces, en retorno, mas con fuerza unificada, hacia el cuerpo. En la chanza (que así también como aquélla merece ser sumada más al arte agradable que al arte bello) el juego empieza en pensamientos que, en su conjunto, en la medida en que quieren expresarse sensiblemente, ponen también al cuerpo en actividad; y al ceder súbitamente el entendimiento en esta presentación en que no encuentra lo esperado, el efecto de esta cesación se siente en el cuerpo a través de la oscilación de los órganos que favorece el restablecimiento de su equilibrio y tiene una benéfica influencia sobre la salud.

En todo lo que deba incitar una risa vivaz, convulsiva, tiene que haber algo de contrasentido (en lo cual, por tanto, no puede el entendimiento encontrar complacencia). La risa es un afecto debido a la transformación repentina de una tensa espera en nada. Precisamente esta transformación, que ciertamente no es halagüeña para el entendimiento, alegra, empero, indirectamente, por un instante, de muy vívida manera. Debe, pues, consistir la causa en la influencia de las representaciones sobre el cuerpo y su efecto recíproco en el ánimo; y ciertamente no en la medida en que la representación objetivamente sea un objeto del deleite (pues ¿cómo puede satisfacer una espera defraudada?), sino sencillamente por suscitar ella, como mero juego de las representaciones, un equilibrio de las fuerzas vitales en el cuerpo.

Cuando alguien narra que un indio, que en la mesa de un inglés en Surate viera abrir una botella de ale y brotar toda esa cerveza convertida en espuma, mostró con muchas exclamaciones su gran asombro y que, a la pregunta del inglés, de qué hay en ello que quepa asombrarse tanto, respondió: yo no me asombro de que salga, sino de cómo lo han podido poner ustedes dentro; entonces reímos y ello nos da un íntimo placer, no porque nos encontremos acaso más listos que ese ignaro, ni que riamos de algo complaciente que el entendimiento nos dejara advertir aquí, sino que nuestra espera se había tensado y súbitamente se desvanece en nada. O cuando el heredero de un pariente rico quiere celebrar su funeral muy solemnemente, pero se queja de que no le resulta, pues (dice él) mientras más dinero doy a mis plañideros para que se muestren afligidos, más divertidos se los ve; reímos fuertemente, y la razón está en que una espera se ha convertido súbitamente en nada. Bien se debe notar que no tiene que convertirse en el opuesto positivo de un objeto esperado –pues esto es siempre algo y a menudo puede atribular sino en nada. Pues cuando alguien despierta en nosotros gran expectativa con la narración de su historia y, al concluir, vemos inmediatamente la falsedad de ésta, nos produce esa displacencia; como, por ejemplo, la historia de las personas a las que por un gran pesar se le había encanecido el cabello en una noche. Por el contrario si en réplica a un cuento de esa índole narra un pícaro muy circunstancialmente el pesar de un comerciante que regresando a Europa de Indias con todos sus bienes en mercancías, fue urgido a echar todo por la borda en una fuerte tempestad, y que se apenó en tal medida que en la misma noche por ello se le encaneció la peluca, reímos entonces y nos da contento, porque impulsamos de un lado al otro nuestro propio error acerca de un objeto que por lo demás nos es indiferente, o más bien la idea que perseguíamos, como un balón, por un lapso, mientras que sólo pensamos en cogerlo y aferrarlo. No es aquí el dar cuenta de un mentiroso de un mentecato lo que despierta el deleite; pues también por sí sola esta última historia, narrada con supuesta gravedad, provocaría risa alborozada en una reunión, en tanto que aquella otra no sería habitualmente digna de atención.

Es digno de notar que en todos los casos semejantes tenga que contener la chanza algo que pueda engañar por un momento; por eso, cuando la ilusión se desvanece en nada, mira de nuevo el ánimo lo anterior para hacer otra vez el intento y así, a través de una tensión y distensión rápidamente consecutivas, es él propulsado una y otra vez y puesto en oscilación y esto, dado que el retiro de aquello que, por así decir, tendió la cuerda, sucede repentinamente (no por un paulatino cese), tiene que causar un movimiento del ánimo y un movimiento corporal interno, que armoniza con ése, y que perdura involuntariamente y suscita cansancio, pero a la vez también despeja (son los efectos de una moción que redunda en salud). Pero cuando se admite que algún movimiento en los órganos del cuerpo está ligado a la vez armónicamente con todos nuestros pensamientos, se concebirá así, suficientemente, como a ese súbito desplazamiento del ánimo, ya a éste, ya al otro punto, para considerar su objeto, puede corresponderle una recíproca tensión y aflojamiento de las partes elásticas de nuestras entrañas, que se transmite al diafragma (como lo que sienten las personas que tienen cosquillas); y donde el pulmón expele el aire a intervalos rápidos, efectuando así un movimiento propicio a la salud, que es la única causa propiamente tal –y no aquello que sucede en el ánimo– del deleite por un pensamiento que no representa en el fondo nada. Decía Voltaire que el cielo nos ha dado dos cosas como contrapeso de las muchas penalidades de la vida; la esperanza y el sueño. Hubiera podido sumar a ellas la risa, si los medios para suscitarla entre seres racionales estuviesen a la mano fácilmente y no fuese tan raro el Ingenio o la originalidad del humor que para ello se requiere, como abundante es el talento para inventar [a manera de] quebraderos de cabeza, como los soñadores místicos, atrevidamente, como los genios, o (desgarradamente, como los novelistas sentimentales (y también los moralistas de esa índole).

Bien se puede, pues, me parece, concederle a Epicuro que todo deleite, aun cuando sea ocasionado por conceptos que despiertan ideas estéticas, es sensación animal, esto es, corporal; y sin por ello dañar el sentimiento espiritual de respeto por las Ideas morales, que no es un deleite, sino una autoestima (de la humanidad en nosotros) que nos eleva por encima de la necesidad de deleite y sin siquiera quebrantar en lo más mínimo al sentimiento menos noble del gusto.

Algo compuesto a partir de ambos se encuentra en la candidez, que es la irrupción de la sinceridad originaria de la humanidad contra el arte del disimulo convertido en segunda naturaleza. Se ríe uno de la simplicidad que aún no sabe disimularse; y se alegra uno también, sin embargo, por la simplicidad de la naturaleza que le juega aquí a ese arte una mala pasada. Se esperaba la cotidiana costumbre de la exteriorización artificiosa y puesta cuidadosamente en la bella apariencia, y he aquí a la incorrupta e inocente naturaleza, con la que no se contaba encontrarse, y que  tampoco se suponía de aquel en quien ella se dejó ver al desnudarse. Que la bella pero falsa apariencia que habitualmente significa mucho en nuestro juicio, se transforme aquí súbitamente en nada; que, por decir así, el pícaro en nosotros mismos sea puesto al descubierto, suscita el movimiento del ánimo sucesivamente hacia dos direcciones contrapuestas que sacuden a la vez saludablemente al cuerpo. Pero que algo, que es infinitamente mejor que toda costumbre adoptada, la limpidez del modo de pensar (al menos la disposición para ello) no se haya extinguido completamente en la naturaleza humana, mezcla seriedad y alta estima a este juego de la facultad de juzgar. Mas porque es un fenómeno que se destaca por corto tiempo y el velo del arte de la disimulación prontamente vuelve a ser corrido, se mezcla a ello al mismo tiempo un pesar, que es una emoción de ternura, la cual, como juego, se deja muy bien unir a esa buena risa cordial y, en efecto, habitualmente se une a ella, así como a la vez a aquél que suministra el material para ello suele serle compensada su turbación, por no tener aún la picardía de los hombres.– Un arte de ser cándido es, empero, una contradicción; no obstante, es posible representar la candidez en un personaje inventado, y es un bello, bien que raro arte. Con la candidez no ha de confundirse la simplicidad franca, que no refina artificiosamente la naturaleza, sólo porque no conoce el arte del trato social.

Entre lo que es estimulante, cercanamente emparentado con el deleite que da la risa y perteneciente a la originalidad del espíritu, pero no precisamente al talento del arte bello, puede también contarse la manera humorística de poder ponerse voluntariamente en una cierta disposición anímica en que todas las cosas son juzgadas muy distintamente a como es habitual (incluso al revés) y, sin embargo, conforme a ciertos principios de la razón en un tal temple del ánimo. Quien está involuntariamente sometido a tales alteraciones es caprichoso, pero quien puede asumir voluntariamente y en conformidad a fin con vistas a una vívida presentación por medio de un contraste que mueve a risa, ése y su discurso llámanse humorísticos. Con todo, esta manera pertenece más al arte agradable que al bello, porque el objeto del último siempre debe mostrar en sí alguna dignidad y reclama, por eso, una cierta seriedad en la presentación, tal como hace el gusto en el enjuiciamiento.