20

Encuentro con un entrevistador

Mark Twain

Mark Twain. An Encounter with an Interviewer
Traducción de Enrique Lynch

El joven nervioso, apuesto y espabilado tomó asiento en la silla que le ofrecí. Me dijo que venía de la redacción del Daily Thunderstorm y a continuación agregó: 

– Espero no ser inoportuno con mi visita. He venido a entrevistarlo. 
– ¿Venido a qué? 
–  A entrevistarlo
– Ajá, ya veo. Perfecto. Pues muy bien. 

No estaba yo muy lúcido esa mañana. La verdad es que mis facultades parecían estar medio entre nubes. Sin embargo, me puse a hurgar en la biblioteca y cuando ya habían transcurrido seis o siete minutos, pensé que ya era el momento de atender a aquel joven. Dije:

– ¿Cómo se escribe? 
– ¿Cómo se escribe qué? 
–  Entrevista. 
– Vaya por Dios, ¿y para qué quiere saber cómo se deletrea? 
– No quiero saber cómo se deletrea; quiero saber qué significa. 
– Bueno, he de admitir que esto es asombroso. Que sea yo quien le explique a usted qué significa, pero si usted...
– ¡Oh no pasa nada! Me basta esto como respuesta y le estoy muy agardecido por ello. 
– E-n, en, t-r-e, tre, entre… 
– O sea que usted lo escribe con una E...
– ¿Por qué? ¡Pues por supuesto!
– Ajá. Eso es lo que me ha llevado tanto tiempo.
– ¿Por qué, señor mío? ¿Con qué letra pensaba usted que comenzaba? 
– La verdad es que no lo sé… El diccionario que uso es la versión completa enciclopédica y calculaba que estaría hacia el final, esperaba encontrarla entre los retratos. Pero es una edición muy vieja.
– ¿Pero amigo mío, no parece probable que pusieran un retrato de ella ni tan siquiera en la última e... Mi estimado señor, le ruego que me disculpe, pero no parece usted ser tan inteligente como yo esperaba. Dicho esto sin intención de herir sus sentimientos. En absoluto.
– ¡No me diga! A menudo oigo decir –y en boca de personas que no son dadas a los halagos y que en ningún caso podrían ser inducidas a ser condescendientes conmigo, que yo soy bastante notable en ese sentido. En efecto, siempre que se refieren a esto se muestran arrobados.
– Me lo imagino. Pero con relación a esta entrevista, supongo que sabe usted que hoy en día es costumbre entrevistar a quien se haya convertido en una persona notoria.
– Ya. No, hasta ahora había oído nada al respecto. Debe de ser muy interesante. ¿Qué hace usted? 
– Pues bueno, esto es descorazonador. En algunos casos hay que hacerlo con algo preparado; pero lo habitual es que el entrevistador haga las preguntas y el entrevistado las conteste. Es lo que se lleva ahora. ¿Me permitirá que le haga algunas preguntas de tal modo que afloren los aspectos relevantes de su vida pública y privada? 
– ¡Oh sí, encantado, con mucho placer. Tengo muy mala memoria, pero confío en que a usted no le importe. Quiero decir que tengo una memoria irregular, singularmente irregular. A veces va al galope y otras veces necesita toda una noche para pasar por un punto determinado. Esto es un gran inconveniente para mí.
– No importa. De modo, pues, que tratará de responder lo mejor que pueda.
– Lo haré. Aplicaré mi mente entera en ello.
– Gracias. ¿Está usted preparado?
– Estoy listo. 
– ¿Qué edad tiene? 
– Cumplo diecinueve años en junio. 
– ¿Ah sí? Yo hubiese dicho que tenía usted treinta y cinco o treinta y seis años. ¿Dónde nació? 
– En Missouri. 
– ¿Cuándo comenzó a escribir? 
– En 1836. 
– Pero bueno, ¿cómo es posible si usted ahora no pasa de los diecinueve años?  
– No lo sé. Es verdad que resulta curioso. 
– En efecto. ¿De los hombres que haya conocido, cuál es el que le parece más notable? 
– Aaron Burr.
– ¡Pero usted no puede haber conocido a Aaron Burr, si solamente tiene diecinueve años!
– Vamos a ver, si usted sabe acerca de mí más que yo, ¿para qué me pregunta? 
– Era solamente un comentario, nada más. ¿Cómo conoció a Aaron Burr? 
– Resulta que estaba yo un día en su funeral y él me rogó que no hiciera tanto ruido, y… 
– ¡Cielo santo! Si estaba usted en su funeral, él debía estar muerto; y si estaba muerto, ¿qué le importaba que usted hiciera o no hiciera ruido?
– No lo sé. Él siempre fue un hombre muy especial.
– Insisto, no entiendo nada. Dice usted que él le habló y que estaba muerto.
– No he dicho que estuviera muerto. 
– ¿Pero no estaba muerto? 
– Bueno…, algunos decían que sí y otros que no.
– ¿Y usted qué cree? 
– Oh...eso no era asunto mío. No era mi funeral.
– Ya veo. En cualquier caso, me parece que así no llegaremos a ningún lado. Permítame que le haga otras preguntas. ¿Cuál fue la fecha de su nacimiento? 
– Un lunes, el 31 de octubre de 1693. 
– ¡Qué! ¡Imposible! Usted debería tener ahora ciento ochenta años de edad. ¿Cómo explica eso? 
– No lo explico para nada.  
– Pero al comienzo dijo usted que no tenía más de diecinueve años y ahora asegura que llega hasta los ciento ochenta. No cuadra para nada.
– No me diga, ¿cómo se dio cuenta? (Estrechándole las manos.) Más de una vez he pensado en que aquí había algo que no cuadraba, pero por alguna razón me ha sido imposible resolverlo. ¡Con qué rapidez se ha dado usted cuenta! 
– Gracias por el cumplido. ¿Tenía o tiene usted hermanos o hermanas? 
– Hum... creo que sí. Pero no me acuerdo. 
– ¡Tengo que admitir que esta es la afirmación más extraordinaria que jamás he oído!
– ¿Por qué, qué le hace pensar así? 
– ¿Cómo si no? A ver: ¿De quién es ese retrato que cuelga de la pared? ¿No es acaso uno de sus hermanos? 
– Sí, por supuesto. Ahora lo recuerdo, ese era uno de mis hermanos. William; Bill, lo llamábamos nosotros. ¡El viejo y querido Bill! 
– ¿Por qué? ¿Está muerto?
– Supongo que sí. Pero nunca se sabe. Hay mucho misterio en relación con eso.
– Es triste, muy triste. ¿Entonces desapareció? 
– Sí, digamos que sí, en un sentido muy general. Lo enterramos… 
– ¡Lo enterraron! ¿Lo enterraron sin saber si estaba vivo o muerto? 
– ¡Oh no! No es eso. Estaba bastante muerto. 
– La verdad es que no entiendo lo que dice. Si lo enterraron y sabían que estaba muerto… 
– ¡No, no! Sólo pensábamos que lo estaba. 
– Ah, ya entiendo. ¿Volvió a la vida?
– Y tanto que no. 
– Pues nunca había oído algo semejante. Alguien murió. Alguien fue enterrado. Dígame entonces dónde está el misterio. 
– ¡Justamente en eso! Exacto. Sabe usted, el difunto y yo éramos hermanos gemelos y nos confundieron en la bañera cuando solo teníamos dos semanas de vida, y uno de nosotros se ahogó. Pero no supimos cuál. Algunos creen que fue Bill, otros piensan que fui yo. 
– Vaya, esto que es notable. ¿No cree usted
– ¡Pues vaya uno a saber! Daría cualquier cosa por saberlo. Este solemne, este tremendo misterio me ha perseguido toda la vida. Pero voy a contarle ahora un secreto que nunca he revelado a nadie. Uno de nosotros tenía una señal curiosa, un lunar muy destacado, en el dorso de la mano izquierda: ese era yo. Pues ese fue el niño que se ahogó. 
– Pues nada, vaya, al fin y al cabo no veo dónde está el misterio. 
– ¿Ah no? Pues yo sí lo veo. De todas formas no puedo entender cómo fueron tan estúpidos como para enterrar al niño equivocado. ¡Pero, chito...! No se le ocurra mencionar esto delante de la familia. Dios sabe que ya tienen suficientes problemas como para que encima tengan que asumir esto.
– Bueno, creo que ya tengo suficiente material. Le estoy muy agradecido por todas las molestias que se ha tomado. Ahora bien, me ha interesado mucho lo que me ha contado sobre los funerales de Aaron Burr. ¿Le importaría explicarme qué fue lo que le hizo pensar en Aaron Burr como un hombre tan notable? 
–Oh, una nimiedad. Ni uno entre cincuenta habría reparado en ello. Al final del sermón, cuando el cortejo se disponía a partir hacia el cementerio y el cuerpo había sido acomodado con esmero en el ataúd, él dijo que quería dar una última mirada al paisaje. Así pues, se irguió y sentó junto al cochero

Entonces el joven se retiró con una reverencia. La suya fue una compañía de lo más agradable. Me dio pena que se marchara.