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Ruido de fondo

Don Delillo

Aquél fue el día en que Wilder recibió su triciclo de plástico, dio la vuelta a la manzana subido en él, dobló a la derecha por una calle sin salida y pedaleó ruidosamente hasta el fondo de la misma. A pie, condujo el triciclo en torno a la verja y, a continuación, volvió a encaramarse a él y enfiló una acera pavimentada que se alejaba describiendo curvas junto a solares repletos de matorrales hasta alcanzar una escalinata formada por veinte escalones de cemento. Las ruedas de plástico retumbaban y chirriaban. Llegados a este punto, nuestra reconstrucción se atiene a la conmocionada crónica de dos ancianas que observaron los acontecimientos desde el porche trasero del segundo piso de una elevada mansión semioculta entre los árboles. Wilder se apeó del triciclo y descendió por los escalones, guiando el vehículo con mano deferente y severa, dejando que rebotara junto a él como si se tratara de un hermanito de extraña forma por el que no experimentara necesariamente afecto alguno. Volvió a montar, atravesó la calle y la acera y se internó en la ladera de césped que bordea la autopista. Al verle, las mujeres empezaron a gritar. Eh, eh, dijeron, tímidamente al principio, resistiéndose a aceptar las implicaciones del proceso que se desarrollaba ante sus ojos. El chiquillo pedaleó en sentido diagonal ladera abajo reduciendo hábilmente su ángulo de descenso, y a continuación hizo una pequeña pausa al llegar abajo para enfilar el triciclo hacia el punto que, en su opinión, representaba el recorrido más corto hasta la margen opuesta. ¡No, hijo, no! Agitando los brazos, mirando frenéticamente a su alrededor en busca de cualquier transeúnte capaz que pudiera haber en escena. Wilder, entretanto, comenzó a pedalear atravesando la autopista cual si se hallara poseído por una fuerza mística. O bien hacía caso omiso de sus gritos, o bien no los oía bajo el zumbido periódico de rancheras y furgonetas. Las mujeres no pudieron hacer otra cosa que mirar, enmudecidas, cada una con un brazo alzado en el aire como implorando que la escena se invirtiera, que el muchacho pedaleara hacia atrás y su desvaído juguete de color amarillo y azul retrocediera al igual que en los dibujos animados de la programación televisiva matinal. Los conductores no alcanzaban a comprender la escena. Anudados por su postura, aprisionados por sus cinturones de seguridad, supieron que aquella imagen no debía pertenecer a la vertiginosa conciencia de la autopista ni a su amplio flujo modernista. La velocidad poseía un sentido propio en las señales, en los modelos y en las vidas fugaces. ¿Qué significaba aquel pequeño y borroso objeto rodante? Alguna fuerza del universo se hallaba fuera de control. A través del largo atardecer, torcieron el volante, frenaron e hicieron sonar sus bocinas como un lamento animal. El chiquillo ni siquiera les miró, sino que continuó pedaleando sin desviarse hacia la mediana, formada por una estrecha franja de hierba pálida. Avanzaba inflamado, potente; parecía mover los brazos a la misma velocidad que las piernas, haciendo oscilar su cabezota redonda en una danza que parecía sugerir cierta determinación animada por una cojera cerebral. Hubo de aminorar la marcha para encaramarse a la mediana e incorporarse para elevar la rueda delantera con movimientos cuidadosamente deliberados cual si siguiera un plan torpemente preconcebido, y los automóviles desfilaron aullando junto a él, haciendo ulular sus bocinas a destiempo mientras los ojos de los conductores escrutaban los espejos retrovisores. Pie a tierra, condujo el triciclo a través de la hierba y las mujeres le vieron afianzarse nuevamente en el sillín. Quédate ahí, gritaron. No sigas. No, no. Como extranjeras reducidas a unas pocas frases sencillas. Los automóviles seguían pasando, incorporándose velozmente a la recta, formando una interminable corriente de tránsito. El niño, dispuesto a atravesar los tres carriles que restaban, descendió de la mediana rebotando como una pelota, primero la rueda delantera, luego las traseras. A continuación, una nueva carrera de la cabezota oscilante en dirección a la margen opuesta. Los conductores le esquivaban, se desviaban y se encaramaban al arcén asomando sus cabezas estupefactas por las ventanillas. El muchacho, en su furioso pedaleo, no podía imaginar cuán lento era su desplazamiento desde la perspectiva de las mujeres que le observaban desde el porche. Para entonces, ambas permanecían sumidas en el silencio, ajenas al acontecimiento, súbitamente exhaustas. Cuán lentamente se movía, cuán confundido estaba al pensar que avanzaba como una exhalación. Su progresión las agotaba. Las bocinas sonaban sin cesar, y sus ondas sonoras se mezclaban en el aire, aplanándose, increpándole y reprendiéndole desde los vehículos que se alejaban. El chiquillo alcanzó la margen opuesta, avanzó brevemente en dirección paralela al bordillo, pareció perder el equilibrio, cayó y rodó por el arcén como un alud multicolor. Cuando reapareció, un segundo después, se hallaba sentado sobre un surco encharcado que formaba parte del riachuelo intermitente que discurre junto a la autopista. Atontado, decidió prorrumpir en llanto. Tardó un instante en decidirse, rodeado como estaba de barro y agua, con el triciclo desplomado junto a él. Las mujeres comenzaron a gritar una vez más, alzando nuevamente los brazos en un intento de suspender el curso de los acontecimientos. Un niño en el agua, dijeron. Miren, ayúdenle, se ahoga. Y el pequeño, aún sentado en el riachuelo y agitado por un profundo lamento, pareció oírlas por primera vez y elevó la mirada por encima del túmulo de tierra para fijarla en los árboles que se elevaban al otro lado de la autopista, pero con ello no consiguió sino asustarlas aún más. Chillaban y gesticulaban, próximas ya a las primeras fases de un pánico incontrolable, cuando un automovilista de paso –tal y como suelen denominarse en estos casos– aparcó diestramente, salió del vehículo, descendió hasta el fondo de la zanja, alzó al niño desde sus lúgubres profundidades y lo sostuvo en el aire, exhibiéndolo para clamor de los adultos.