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No hay un camino necesario que conduzca de mythos a logos. La filosofía tiene como antecedente al mito pero hay momentos del proceso que conduce del uno a la otra en que la «logicización» del pensamiento, como la llama en muchos pasajes Nietzsche, ni siquiera cuenta como alternativa. En todo caso, lo que revela la lectura de la historia del pensamiento como tránsito de mythos a logos es que el historicismo, esto es, el lado malo de nuestra irrenunciable herencia hegeliana, es muy difícil de erradicar; y si unas veces se expresa como afición inconfesada, otras veces subyace en ese prejuicio ilustrado que se representa los cambios espirituales como un supuesto «paso» de las Tinieblas y la Superstición a las Luces y la Razón, versión moderna de aquella vía ascética que Diotima indica a Sócrates como medio de salir de la Caverna. Tan historicista es afirmar que el conocimiento siempre avanza desde la ignorancia hacia la verdad como sostener, tal como hace Frank Kermode, que las ficciones (narraciones) literarias pueden ser consideradas como mitos que, tras incontables repeticiones, se degradan hasta convertirse en ficciones.
Sostengo, pues, la filosofía o la literatura no nacen del mito, sino que se acoplan o se asocian o se combinan con éste en tanto que estrategias significantes, es decir que son otra manera de pensar.
“Discurso interrumpido”, Quaderns de comunicació i cultura, 2000

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No es la erudición, ni el método, tampoco es el gracejo (horrible palabra) y mucho menos la malignidad krausista que encanta en España. Ocurre que la virtud propia del ensayista es una cierta afección, un “pathos” característico que sólo se encuentra en una genuina vocación literaria. Es una cualidad que no puede simularse…
“El ensayo en estado puro”,  La Vanguardia, 1987

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Hasta la II Guerra Mundial, o sea, hasta la bomba atómica, el modelo de enunciación era el revolucionario francés: la política expresada como una suerte de correspondencia entre un fin propuesto y una voluntad asociada a aquel fin, algo semejante a eso que los marxistas denominan “la unidad de la teoría y la práctica”. Esta unidad o correspondencia constituía un sistema de referencia y de argumentación, una retórica que llamaremos “fuerte”, por oposición a la actual, que es “débil” en la medida en que la comunión propuesta entre las ideas y su expresión, en acción real o simulada, ya no interesa; y no porque no pueda darse sino porque no sirve de nada
“Una retórica débil”, La Vanguardia, 1985

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He aquí por qué nos inquieta la esterilidad del pacifismo. Si la imposible coexistencia de los pueblos en el mundo es un estado de naturaleza, la paz no debe concebirse como esa Arcadia indefinible que nos proponen los pacifistas, con ese desarme sin Triunfo, que contradice a Clausewitz (“el objetivo de la guerra es desarmar al enemigo”), sino como pensaba Hobbes, como la no-guerra, el alerta interminable, la eterna vigilancia entre enemigos dispuestos a destrozarse, acompañado de un impulso febril en los contendientes para ser cada vez más fuertes. La paz es esto.
“La guerra, un ‘estado de naturaleza’”, La Vanguardia, 1983

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Si la diferencia específica de nuestra peculiar manera de ser modernos es que nuestro
saber no requiere de ningún “metarrelato” para legitimarse, ¿cómo puede ese saber estar seguro de que marcha por el camino de la verdad, cómo hace para dar garantía de sí mismo? Mediante un reaseguro puramente teórico, o incluso, metodológico: se da a sí mismo la posibilidad de una constante deslegitimación. Se reconoce a sí mismo en que, en el marco del propio saber, está garantizada la posibilidad de su falsación. Si extendiéramos el alcance de esta tesis, veríamos claro que el propio diagnóstico de Lyotard se convierte en aquello que elabora y desentraña. Así pues, no hay nada más posmoderno que la propia determinación de una “condición posmoderna”.
“Un nombre para una época”, Documentos CIDOB Dinámicas Interculturales 14, 2009

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[…] la transformación de la política en “ciencia” da lugar a ruptura entre teoría y práctica al entronizar un tipo de discurso, el delos expertos, a la vez que sustrae a la política de toda implicación con la ética, o sea, con el ámbito de la razón práctica. El racionalismo clásico defendía de hecho una concepción contemplativa de la filosofía política al tiempo que aspiraba a convertir la política en una técnica, con la secreta intención de que llegaría a dominarla.
“La decidida razón de Jürgen Habermas”, La Vanguardia, 1988

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Vivimos en un viaje perpetuo por un lugar sin límites. El sedentario moderno es un nómada que está a gusto en todas partes y, por ello, no ve inconveniente en levantar la tienda en cualquier horizonte, como ha hecho el judío errante desde tiempos ancestrales.
Quizá no sea la migración actual, grande o pequeña, silenciosa o dramática –o sus causas históricas coyunturales– lo que merezca ser investigado, sino el destino de ese territorio cuyos límites se han desvanecido como un espejismo y para siempre. Un solo mundo y un tiempo único, sin hitos ni tradiciones hegemónicas ni matices, un lugar que sólo existe para recorrerlo.
“En el lugar sin límites”, Letras libres, 2007

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Tres cosas han cambiado en relación con lo falso desde los felices años ochenta, cuando la falsedad era una pura prenda de artificio. En primer lugar, ha cambiado la referencia y la forma de verificarla que, a despecho de quienes declaman por la importancia de la verdad, parece estar ahora mucho más próxima al orden de lo mítico. En segundo lugar, nuestra experiencia es más amplia y, al mismo tiempo, menos tangible, de tal modo que la sugerencia del semiólogo Baudrillard –que toda realidad se desvanece detrás de su representación– aunque, como era habitual en él, un tanto exagerada, tiene fundamento. Cada vez nos resulta más difícil distinguir entre la realidad y la representación; como si de pronto el mundo se hubiese poblado de fantasmas. Y, por último, la extraordinaria revolución tecnológica en curso ha hecho que los principales agentes de lo falso –las imágenes– hayan cambiado de naturaleza, tanto como ha cambiado todo lo que se representa con ellas.
“Lo falso no falso”,  Letras libres, 2009

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Lo más valioso del psicoanálisis, por criticable que sea la institución que lo promueve, capaz de acoger en su seno a semejante “gigolo” intelectual, es haber reconocido que, en lo que toca a nuestros deseos y pulsiones más íntimas, la verdad no es lo contrario de la mentira, sino más bien su compañera irrenunciable.
“Un yanqui en la corte de Sigmund Freud”, La Vanguardia, 1985

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La muerte, para algunos, los más conscientes, antes que un acontecimiento es una espera. Es la expectación de Sócrates en la celda cuando, sorprendido por la agitación de Critón, pregunta: “¿Cuál es la noticia? ¿Acaso ya está aquí desde Deis el barco a cuya llegada debo yo morir?”
[…] la inquietud del filósofo por el signo y la pregunta resuena en la conciencia del lector, demostrando que por encima de las referencias eruditas se agita otro problema, más amplio, más comprometido y profundo: Sócrates pregunta por una señal, pero también anhela saber si ha terminado su espera, si ha llegado al fin el
momento de su muerte.

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