El banquete de de Apolo, Dioniso y Hermes

Prosa y circunstancia

A Enrique Lynch, alias El Dr. Lynch, in memoriam

 

No se le puede pedir a la memoria que sea sistemática. Es por ello por lo que, de las largas horas de conversación con Enrique y el resto de los compañeros de Las Nubes, me quedarán algunos nombres íntima y arbitrariamente ligados al suyo: los de Wallace Stevens, Alberto Cardín y Alejandro Rossi. Aun admitiendo que, como decía, la selección pueda parecer completamente azarosa, no creo que Enrique me lo tuviera en cuenta, ya que opino (y no sé si él estaría de acuerdo) que podemos establecer algunos paralelismos entre la obra de estos tres escritores e intelectuales y la suya propia.

De Wallace Stevens a Enrique le gustaba subrayar que era abogado de una compañía de seguros. Ese detalle nimio (antirromántico) de la biografía del poeta norteamericano le servía para ilustrar el hecho de que la escritura es una labor de orfebrería (una técnica) en la que la inspiración no juega ningún papel decisivo. Es aquella un trabajo constante con el lenguaje que deriva inevitablemente en un estilo personal, que acabará por delimitar nuestra capacidad de raciocinio. Así, Enrique defendía que la razón es una cuestión de estilo, y el estilo una cuestión de sintaxis: “La esencia de la poesía es la precisión”.

Enrique solía afirmar que él no era un filósofo, ni tan siquiera un filosofante. En numerosas ocasiones le oímos decir que él se consideraba a sí mismo un ensayista. El ensayista, sostenía, es aquel que intenta ver las cosas desde otra perspectiva. Lo que está detrás del sofá, de la fotografía o de la noticia es lo que el ensayista quiere aprehender con su escritura. Lo que no se ve y solo puede surgir cuando confrontamos y problematizamos aquellas representaciones que nos hemos hecho de los objetos. Esa mirada es lo que hacía que muchas de sus opiniones resultasen a veces irreverentes. Enrique partía de la premisa de que toda crítica ha de ser polémica (en el sentido de una discusión o diálogo), aunque nunca le vi tomarse a mal ninguno de nuestros comentarios u opiniones, siempre que éstas estuvieran bien fundamentadas.

De ahí que mi memoria le relacione con Alberto Cardín, de quien nos estuvo hablando una tarde. Si Cardín había optado por la antropología (para poder situarse, según palabras de Manuel Delgado, en una suerte de “energumenismo” intelectual), Enrique adoptaba la figura del ensayista para huir del dogmatismo y, así, poder departir y discutir de todo aquello que le gustaba y obsesionaba. En ese sentido, las dos listas que aparecen al final de su libro Prosa y circunstancia (1997) (en el que dedicaba un texto a Cardín) son bastante ilustrativas. Tan solo podemos apreciar en ellas una cierta coherencia si conocemos, ni que sea en parte, a la persona que las redactó: sus contradicciones, su gusto por la ocurrencia o su gran sentido del humor.

Era aquel un libro de prosas y ensayos que le debía bastante a su admirado Alejandro Rossi (tan olvidado ya desde hace algunos años). Mientras leía el Manual del distraído (1978) (que él me recomendó) quise creer que Rossi era uno de sus modelos intelectuales. Alguien que había abandonado una concepción sistémica de la filosofía para entregarse a esa escritura que tenía en Montaigne a su primer gran comisionado. Al igual que Enrique, Rossi era un exiliado, llegado a México desde su Italia natal, educado en Alemania e Inglaterra, donde empezó su andadura filosófica dentro de la llamada “filosofía analítica”. Antes de integrar el consejo de redacción de la revista Plural (donde irían apareciendo los textos del Manual) publicó el volumen Lenguaje y significación (1968). Diez años más tarde, sin embargo, alejado ya de sus inquietudes iniciales, Rossi nos hablaba, en uno de los capítulos más célebres del Manual (poniendo a Borges como excusa), de la página perfecta:

En un ensayo de 1930 –“la supersticiosa ética del lector”– Borges señala que la página perfecta, “la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba” (Rossi, 1997: 44).

Algo de todo ello había en la escritura que Enrique practicaba en Prosa y circunstancia (título con ecos orteguianos), y que tanto debía a la gran literatura inglesa. No es ningún secreto (ahí están los textos) que tanto él como Rossi (discípulo de Ortega) profesaban una atemperada anglofilia (cabría destacar aquí, que no era sino con el feroz Dr. Johnson que se iniciaba el Manual). Escribía Enrique en su libro, acerca de dicha cuestión:

Y en efecto, los ingleses piensan tal como tratan con el ultramar, encerrados en esas pequeñas colonias comerciales que fundan, como islas, en el margen de los territorios que ambicionan o junto a esos grandes sistemas de pensamiento a los que, como los continentes que jamás han logrado consolidar, observan de lejos y que, si es preciso, pueden abandonar de un día para el otro tal como llegaron, echándose al mar (Lynch, 1997: 22).

Este pasaje, que glosa de forma admirable la escritura ensayística, nos da a su vez muestras de su honestidad (que le llevaba a rechazar la máscara del intelectual académico). Como muestra de su generosidad, además, diré que, cuando entré a formar parte del grupo de Las Nubes, hace aproximadamente cinco años, no recuerdo que nunca me pidiera nada a cambio, ni que compartiera sus opiniones sobre política, filosofía o estética. Tan solo el compromiso de ir realizando las lecturas que se iban proponiendo y una cierta disponibilidad para acudir a las sesiones que por aquel entonces celebrábamos en casa de Pepa (cómo la echamos de menos también). Sin embargo, sí que nos había advertido en alguna ocasión que teníamos que acabar los artículos que fuéramos elaborando con nuestras propias palabras. Si nos habíamos tomado la molestia de escribirlos, no era de recibo cederle la palabra a otro para que los clausurara. Permítaseme entonces que, desoyendo por una vez su consejo, concluya este texto diciendo que una de las premisas que encontramos planeando sobre su obra (y me temo que en este escrito también) es aquello que dejo escrito en forma de tweet hace algunas semanas: “Pensar no es más que memoria (des)organizada”.

 

David Torrella
Barcelona, 13 de noviembre de 2020

 

Bibliografía citada

Lynch, Enrique (1997). Prosa y circunstancia. Barcelona: Editorial Anagrama.
Rossi, Alejandro (1997). Manual del distraído. Barcelona: Editorial Anagrama.