Representar el efecto

 
  Enrique Lynch

 


 

                           

 

En las afueras de Puebla, Méjico, hay una iglesia famosa, muy cerca de un volcán también célebre, de nombre muy bonito y onomatopéyico: el Popocatepétl. Está considerada entre las obras más curiosas del barroco colonial español, es decir, de esa arquitectura nacida de la fusión del barroco europeo con la imaginería naive de la sociedad indígena cristianizada, amalgama que ha dado innumerables ejemplos edilicios y pictóricos de abigarrada factura por toda la geografía americana. Si el barroco europeo es un orden dado al ornamento, el barroco americano se caracteriza por el exceso en la ornamentación que es propio del estilo llamado churrigueresco, efímera maniera nacida en tierras castellanas, es decir, en Madrid, Salamanca y Valladolid (lo cual es paradójico, pues en esos parajes cabe uno imaginar que suceda cualquier cosa, a condición de que no sea exuberante).

La profusa opulencia del barroco churrigueresco parecería que nace de una síntesis de impresiones, como si la visión de la incalculable riqueza de las tierras americanas ante los ojos de los segundones e hidalgos trasplantados que construyeron el imperio español se hubiese fundido con la imaginación alucinada de indios y mestizos ganados a la fe cristiana.

Las paredes de las capillas que componen Santa María de Tonantzintla, que así se llama la iglesia, están atiborradas de ángeles, pequeños querubines y puttini de alas desplegadas y blancas, tallados por uno o varios artistas mestizos hace siglos. Las figuras de santos, arcángeles y ángeles, sumadas a los acantos y los panetones dorados que cuelgan de los altares y cubren los arcos y las paredes de la cúpula interior, las naves y las columnas, conforman un conjunto de curioso exotismo sincrético y producen una impresión indescriptible. Han sido clavadas o pegadas las unas sobre las otras, y apiñadas o agrupadas en completo desorden, pero al mismo tiempo forman una extraña armonía. Desde el interior de la iglesia la visión de los muros y las cúpulas recuerda un panal de abejas o  una masa de lombrices, o el escenario neogótico usado en la saga de las películas Alien, aquella cavidad metálica y uterina donde pone sus crías la extraña criatura con la que combate la teniente Ripley.

Vista con otros parámetros, la masa de ángeles evoca la concentración humana que habita la capital de Méjico. Se diría que los ángeles de Santa María de Tonantzintla prefiguran el espacio urbano del Distrito Federal: ese hormiguero en constante movimiento que al mismo tiempo está quieto, puesto que toda la Ciudad de Méjico es un inmenso atasco de tráfico. Unos y otros, los ángeles y los mejicanos –que por cierto, no tienen entre sí nada en común– se representan y se asocian en esta iglesia como si participaran de un mismo espíritu abigarrado que ha quedado plasmado en la asombrosa muchedumbre que forman las huestes angélicas de Tonantzintla.

Si aceptamos este ejemplo arquitectónico como modelo de cierto barroco, ¿qué queda de las consabidas referencias europeas? Puesto que Tonantzintla es una iglesia americana, una pregunta es de rigor: ¿se puede abordar el barroco desde la periferia? ¿Cómo se compagina este abigarramiento delirante con el esplendor estructurado de los interiores de San Pedro? ¿Es acaso también este abigarramiento una de las pautas sobresalientes del barroco? Aquí no se distinguen los pliegues que Gilles Deleuze extrapola de Bernini y aplica a Leibniz, pero ¿cabe alguna duda de que esto es barroco? Las huestes de ángeles de Tonantzintla no están armónicamente plegadas, pero sin duda son barrocas. ¿Por qué aceptar que el pliegue sea la línea matriz y excluyente de una forma barroca?

Como tantas otras observaciones que se hacen sobre este periodo decisivo, verdadero momento de corte y de ruptura con la gran tradición de la forma bella y armoniosa, afirmar que lo barroco es sólo cuestión de forma es una manera elegante de tomar la parte por el todo. Aclaremos pues: hay muchas formas típicas en el barroco, pero no se reducen a la línea del pliegue ni se agotan en lo que ésta marca sino, quizá, en su desmesura, que adopta muchas magnitudes y contextos incompatibles entre sí. No es el pliegue sino su hipérbole.

Una decisión teórica –y, en alguna medida, ideológica– nos hace poner más atención en la forma y pasar de lado por la cualidad o condición desmesurada de esa misma forma, que sólo tangencialmente está representada en el pliegue. Y, de paso, esta manera de mirar lo barroco nos hace descuidar que no es tanto lo que éste representa lo que importa, sino lo que quiere hacer ver por medio de la representación. El despliegue y la desmesura formales barrocos son un desbordamiento que parece anunciar la moderna liberación de las formas en el arte representativo, exceso que oculta la pauta de fondo del estilo.

(Por lo demás –no lo olvidemos– no sabemos qué es un estilo; noción que, como de costumbre, esgrimimos con desparpajo, pese a que –como la forma– es un indefinible. Forma y estilo son verdaderas incógnitas, “términos primitivos”. Ya lo eran para Platón y lo siguen siendo ahora.)

¿Nos satisface entonces la definición de lo barroco a partir de una forma? Sea o no un pliegue, lo que en verdad importa no parece que sea la forma sino el efecto que produce, llámese proyección o pasaje o tránsito de lo que está abajo hacia una altura indeterminada, del interior opaco de la mónada al exterior luminoso del mundo, y viceversa, de lo descendido y llano hacia las alturas; llámese abigarrada acumulación churrigueresca de motivos cristianos e indoamericanos, apoteosis formal del ornamento. Exacto, la estrategia del barroco no debe distraernos de lo que importa. Los ángeles apiñados de Tonantzintla no sólo asombran por lo que se ve sino porque es insoslayable que se quiere hacer ver algo con ellos.

Más aún, en lo barroco operan un correlato de la forma, y el descubrimiento de ese efecto correlativo; mejor dicho, de que el arte es capaz de surtir efecto. Los artistas barrocos (plásticos, musicales, literarios) se mueven siempre en los tres registros conjuntamente: en el logro de un efecto, en la exposición de la técnica de ese efecto y en la manifestación artística de la conciencia de una técnica representativa asociada al efecto. El cuarto momento, como apercepción de la conciencia cabal de ambos, sólo llegará con lo moderno (y, para no confundirnos, con lo posmoderno, cuando el arte se ensimisma). La clave inicial de este proceso, sin embargo, es barroca. Lo barroco es la seguridad del efectuar un efecto. El secreto está aquí. La representación o el discurso se desentrañan del motivo, se autonomizan y se postulan como entidades y valores de dimensión y reconocimiento propios. El trabajo del artista está liberado, por decirlo así, de la preceptiva poética, cualquiera que sea, y no obstante se ajusta a regla. No hay, pues, ninguna ruptura radical con la forma clásica porque el artista sigue estando atado a una regla. La diferencia está en que ahora la regla es suya: puede alterarla, infringirla y, sobre todo, puede variarla a voluntad. Es más, se diría que a partir del barroco en el arte se trata precisamente de eso, de una variación deliberada. Pasa con una fachada, o con los pliegues imposibles del manto de Santa Teresa, pero también con la sintaxis ampulosa, quebrada, indescifrable, de los grandes escritores del llamado Siglo de Oro español, una sintaxis que no sirve al sentido sino al efecto del sentido, a su exposición y su prosopopeya. Haber descubierto esto es un acontecimiento trascendente, por cierto, apenas reconocido en España, donde la prosa barroca se confunde con cierta composición, de tal modo que aún hoy se cree que “escribir bien” es un atributo de la buena redacción, es decir, de la redacción que no sólo puede ser bella sino que tiene vocación de serlo. Como si escribir bien fuese como construir floripondios verbales.

(Cuántas confusiones se dan en España.)

También se cree (por distorsión o aberración de la técnica del barroco) que pintar es maestría; y, por ejemplo, se hace el elogio unánime de un pintacadáveres como Antonio López García, cuyo realismo desecado tiene la insólita capacidad de convertir cualquier imagen –una adolescente, un cuerpo echado, una niña vestida de Comunión, una escena doméstica– en el retrato de otros tantos cuerpos sin vida.

Este es uno de los peligros del formalismo iconológico. Por contraste, concentrarse en el barroco como efecto nos permite emanciparnos, por una vez, de los formalismos, y comprender que en ese momento crucial de la cultura europea y ultramarina sobre todo hay un cambio en el modo de la atención. No sólo se mira la representación procurando un efecto determinable o pautado sino que además se mira más allá del objeto representado y del efecto en sí. Si acaso, se pone cuidado en la técnica (tejné) de la representación pero no se la piensa sólo técnicamente. (Por eso López es un mal pintor, sea o no barroco, porque en él, el arte no desplaza a la técnica sino que ocurre todo lo contrario).

Es en el barroco cuando, por primera vez en la tradición del arte representativo, se mira la representación y, subsidiariamente, a veces, se tiene conciencia de ella; una conciencia que, además, el artista se atreve a trasladar al espectador, a quien se le hace ver que contempla (y no sólo se le presenta algo para contemplar); al lector, a quien de pronto se le recuerda que está leyendo; y al que escucha, que no sólo es convidado a participar de una música sino además a reparar en el sonido y su organización y en los espacios creados por éste. A veces, esa nueva conciencia del representar y de la representación se hace manifiesta en un intérprete. Por ejemplo, asoma cuando un pianista como Glenn Gould toca Bach. Gould quiere interpretar –dejemos a un lado cuánto tiene el ánimo transido de Gould de impostura romántica– no la forma sino el efecto de las arquitecturas sonoras bachianas. Son esas arquitecturas y sus espacios nuevos las que se propone regenerar Gould en cada interpretación. Obsérvese que no hace sonar el “cascajo” de Bach sino que toca para reproducir el signo del efecto; porque el efecto es un signo.

(Pero ¿signo de qué? Menudo interrogante.)

Se diría que los arquitectos del barroco esperan que sus espacios sean mirados como Gould reconoce y reproduce los cánones de Bach o como nosotros contemplamos asombrados los pliegues del manto de Santa Teresa o la turba de ángeles que habitan en Tonanzintla.

Según esta manera de considerarlo, no habría un barroco propiamente dicho sino el espíritu nuevo cuya primaria manifestación es ese efecto que enseguida se transforma en la conciencia del efecto, como una resonancia o un eco que vuelve –ahora sí– replegada en sensación indefinible, tan indefinible como la forma que la produce. Recuérdese: la muchedumbre de ángeles no tiene forma.

Conocemos algunos comentarios relevantes sobre el barroco con atención a este efecto. Evelyn Waugh pone en los ojos del protagonista de Brideshead Revisited, Charles Ryder, pintor fascinado por la aristocracia en descomposición, que la nota común que comparten las obras barrocas es la grandeza, pauta que los franceses asumieron para sí como rasgo nacional identitario. Aunque lo grande –o lo sublime, que fascinó a los hombres cultos del final del clasicismo– es una cualidad que acompaña a algunas obras en todas las épocas. Wölfflin propone un modelo de análisis en el que no se habla de rasgos en sentido estricto, sino de síntomas. La sintomatología de Wölfflin parece suficiente para establecer los patrones del periodo en la historia del arte europeo aunque no agote lo que nos interesa saber de lo barroco.

(Recordemos: se supone que hay algo en común en los pliegues del manto de Santa Teresa de Bernini, en el arte de la variación en Bach, en los ángeles de Tonantzintla, en la prosa desmesurada de Alejo Carpentier o en las fantasías sobre las mónadas de Leibniz, si es cierto que en Leibniz se ha de hallar, como piensa Deleuze, la esencia de lo barroco.)

Más económico y conciso,Wöfflin describe con bastante precisión y notable agudeza las cualidades diferenciales de un estilo, por contraste con otro, el del Renacimiento clásico, pero no explica ni la función de las innovaciones ni su implicación profunda, que son los factores que lo hacen relevante para la tradición posterior. Centrado en la arquitectura, Wölfflin apunta el alargamiento horizontal de la base en los edificios, el rebajamiento del frontón, los peldaños bajos y curvos que avanzan, (véase por ejemplo: la escalera de acceso a la Biblioteca laurenziana de Miguel Ángel en Florencia), el tratamiento de la materia por masas o agregados, el redondeado de los ángulos evitando las rectas, la sustitución del acanto redondeado por el acanto dentado, la utilización del travertino para producir formas esponjosas o cavernosas, más ligeras, y al mismo tiempo diseminadas para producir espléndidas turbulencias: la espuma de mar, las crines de caballo, los mantos bellamente plegados, excesivos, la tendencia de la materia a desbordar el espacio, a conciliarse con lo fluido, al mismo tiempo que las propias aguas se distribuyen en masa (Wölfflin 1991, 31 passim).

Cuando se ocupa de la pintura, Wölfflin sostiene que el barroco es el estilo que introduce lo pintoresco, entendido como aquello que, sin necesidad de añadir nada, constituye para el pintor un modelo (Wölfflin 1991, 29). Como cabe a un historiador, interpreta la forma como un signo y el signo como clave poética. Pero el signo (la forma) es también la expresión de cierto esquema representativo, y sobre todo, una pauta modal con relación al representar. Y ésta –me parece– es la gran innovación del barroco. Como en la iglesia de Tonantzintla o en los frescos del Palacio Farnese en Roma, o en Las Meninas, lo que asombra en la escena barroca no es tanto la forma de la representación sino la audacia poética que autoriza al artista a generarla. Más aún, la resultante en el espacio que esa representación domina, sobre el que se impone, lo que in-forma. Lo que importa no es tanto lo que el artista barroco pinta o esculpe o diseña sino lo que quiere producir. Y de ese programa, el hecho de quererlo. El propósito importa más que la técnica o el objeto de la intención. He aquí, pues, la novedad del efecto: la novedad en la intención de “efectuar un efecto”.

Hay cierto consenso en afirmar que el barroco marca el comienzo de la ruptura del arte con la rigidez de la pauta mimética; que es la primera etapa, pues, en el proceso de autoafirmación del espíritu moderno. Pero esta es una artimaña historicista. Sobre este punto, como suele ocurrir en las formulaciones de los historiadores del arte, los criterios se revelan muy caprichosos. Lo moderno unas veces se coloca en ocasión de la destrucción de la forma después del romanticismo y otras veces se remonta a la llamada “crisis del clasicismo”, movilizada por la tensión entre la referencia a las formas puras de la poética clasicista y la incompatible exigencia del mayor realismo representativo posible, tensión que –se dice– el artista del final del clasicismo resuelve por el camino de la libertad creativa, la autonomía de su propio juicio a la hora de trabajar, lo que románticamente se interpretará como liberación de las pulsiones y entusiasmo. Y, como no, otras veces los gestos de la modernidad se buscan y se encuentran en lo barroco.

(Pero apenas sabemos qué es lo barroco.)

No obstante, más que importarnos la relación del barroco con lo moderno ha de interesarnos su modo, que consiste introducir la apariencia como medio de representación, una apariencia donde los trucos no se ocultan sino que se muestran con todo su esplendor. No la apariencia como principio técnico –porque un cuadro se supone que es ya apariencial por antonomasia, deliberadamente ilusorio, como ya advertía Platón en sus muchos comentarios descalificadores del arte pictórico– sino la torsión, por llamarla así, de la clave apariencial. La apariencia como autoconciencia del acto de representar, del “efectuar el efecto”. El barroco es inusitadamente descarado respecto de sus propios trucos. Lo es tanto que, por momentos, parece importarle más la virtud (el virtuosismo) del truco que el trucar en sí. Parece un arte de la tramoya, tal como lo sugieren todos y cada uno de sus trompe-l’oeuil. Todo sucede como si una parte de la representación ilusoria (pictórica, arquitectónica, musical, rimada o teatralizada) mostrara la ilusión perceptiva o conceptual (“que toda la vida es sueño”) y la otra demostrara que el artista es conciente del procedimiento y de su efecto y que propone, por decirlo así, un pacto de complicidad al espectador, una venia que está seguro de obtener, como compromiso “formal” del espectador de que no habrá de denunciar al artista como falsario de la realidad (“y los sueños, sueños son”).

En la creación del espacio, por ejemplo, no se nos presenta un espacio neutro o cotidiano, tampoco un espacio sagrado (y es una anécdota que en muchos casos la escena barroca tenga lugar en recintos de culto, iglesias, túmulos, fachadas, reales salones) sino en un espacio otro, donde con frecuencia no se muestra un continente sino el contener. Es como si el representar fuera más allá del método ilusorio para intentar, por una vez (y definitivamente) la Gran Mimesis, que es la imitación de la creación: imitar el imitar mismo como decía Platón que debía hacer el verdadero artista, siguiendo el ejemplo del Demiurgo. Esta es, a mi juicio, la proeza de Velázquez en Las Meninas (lo que, por cierto, no desmiente las célebres observaciones de Foucault al comienzo de Las palabras y las cosas). La intersección de las perspectivas trazadas a partir de las miradas de los personajes del cuadro, articulada con la perspectiva que traza la mirada del espectador, determina, en efecto, un espacio virtual que es tan legítimo como ese otro espacio real donde tiene lugar la escena del cuadro, pero cabe a nosotros escoger si prestamos atención a la fórmula o si admitimos como espacio, es decir, como un exterior del mundo, el mismo en que suceden los acontecimientos mundanos, ese lugar imposible creado por la mano del pintor. Si el cuadro recrea una escena de palacio o el recrear la virtualidad espacial de la escena pintada por la mano de Velázquez. Si atendemos al efecto o si, como me parece que pretende el barroco, atendemos el “efectuar el efecto”, perspectiva absoluta que trasciende la distinción entre lo real y su representación.

Visto (oído, leído) así, lo barroco sería el momento decisivo en que el arte se descubre a sí mismo como un medio que no refiere nada fuera de sí y que, en cambio, se pone (literalmente) en el mundo, con la misma incuestionable contundencia de sus extrañas obras y la indiscernible naturaleza de los sueños.

 

Enrique Lynch
Barcelona, octubre de 2006

 

 

REFERENCIAS

Wölfflin, Heinrich. Renacimiento y barroco. Traducción de Alberto Corazón, revisada por Nicanor Ancochea. Barcelona: Paidós, 1991.