¿Cómo se reconoce un texto de ficción?

Gonzalo Torné de la Guardia


 

Con La interpretación de los sueños (1900), Sigmund Freud no sólo daba un significativo paso adelante en su monumental reinterpretación de la mente humana, sino que recuperaba para la argumentación racional la posibilidad de desentrañar el sentido de las representaciones oníricas que la ciencia moderna consideraba refractarias a la inteligibilidad. Incluso en su mesurada autobiografía asoma el orgullo satisfecho de Freud por el golpe que con La interpretación de los sueños atestaba a la medicina de su tiempo, que al confundir las representaciones oníricas con contracciones somáticas de la vida anímica dormida las condenaba a consumirse en un atolladero. Al calificar el sueño como una deformación onírica que realiza mediante un disfraz el deseo reprimido por el yo consciente y censurador, Freud, como no podía escapársele a un hombre de su ambición, no sólo se adelantaba a la medicina oficial con la que mantuvo a lo largo de su carrera una relación de desconfianza mutua, sino que planteaba el primer modelo teórico consistente capaz de oponerse a la arraigada creencia, cuyo origen se pierde en las profundidades del mundo antiguo, según la cual las representaciones oníricas eran, o bien, profecías cifradas, o visitas del más allá, en cualquier caso fenómenos de una dimensión sobrenatural.

El nuevo modelo, apoyado en la sólida base especulativa que Freud había ido gestando, se extendió con asombrosa velocidad por Europa y América, y pese a no alcanzar la ratificación neuropsicológica que el maestro acarició durante su senectud, se convirtió en la principal creencia humana sobre el sentido de los sueños. En parte porque el marco referencial de la burguesía culta ya no es el que manejaba Freud en sus interpretaciones y en parte porque la represión ha perdido el carácter central que tenía en la decorosa sociedad europea de principios de siglo XX, las investigaciones actuales sobre el sentido de las representaciones oníricas apuntan en una dirección distinta y no es exagerado afirmar que en el ámbito científico las tesis freudianas han sido aniquiladas y relevadas por otras de base pragmática. Trabajos como los del neurólogo Nicholas Humphrey, se desligan de la práctica de interpretar los sueños en clave de una neurosis de índole y raíz social y prefieren otorgarles un sentido práctico: mientras dormimos, se nos dice, ensayamos situaciones que nos permiten, (1) comprender mejor cómo funcionan nuestras emociones y sentimientos, (2) aprender cómo deberíamos comportarnos si esas situaciones se diesen en la realidad y (3) mejorar el rendimiento de nuestras facultades.

La progresiva sustitución de la explicación psicoanalítica-neurótica por la neurológica-pragmática se ha producido sin que medien otras pruebas concluyentes que la pertinencia cultural. Dicho de otro modo, por lo que se refiere a las representaciones oníricas los científicos neurólogos han optado por impulsar sus especulaciones desde la plataforma de los presupuestos de la teoría de la evolución en lugar de los sagaces análisis culturales de Freud. Esta forma de interpretar los sueños, lejos de ser una extravagancia (aunque es lícito sospechar que termine por parecérnoslo) tiene la ventaja de estar envuelta con el aroma de su tiempo. Sintoniza y se inscribe en todo un horizonte de investigación que parte de la definición biológica de vida entendida como un proceso cuya finalidad es preservar mediante la reduplicación a la especie mientras dura la vida individual y que, se extiende incluso al estudio de la propia conciencia, que lejos de entenderse como el fruto final de la evolución se concibe como un producto efectivo, pero subsidiario del objetivo reproductor de la vida. Como si se hubiera invertido el dogma según el cual las revoluciones metafísicas terminaban modificando el resto de disciplinas, y como si esas transformaciones contagiosas se diesen ahora en el ámbito de la ciencia, desde donde amplían su ámbito de influencia hasta alcanzar no sólo el estudio de los sueños, sino también otros ámbitos antiguamente vedados por la estética y la psicología como el de las representaciones ficticias. Ya sean juegos, relatos de ficción escritos, interpretados dramáticamente, filmados o digitalizados existe la expectativa investigadora[i] de que desde la perspectiva de la evolución biológica las representaciones ficticias tuvieran una función cognitiva, distinta, pero de naturaleza similar a la que Humphrey atribuye a los sueños: ensayos para incrementar el rendimiento en el mundo real. 

Los argumentos, sin embargo, flaquean en diversos frentes. A diferencia del sueño donde nuestra conciencia juega un papel pasivo y cuya actividad sólo recordamos fragmentariamente[ii], todos tenemos la experiencia consciente de haber participado como espectadores o protagonistas en el desarrollo de un juego o de una obra de ficción, y sabemos que no hay allí nada de pedagógico en el sentido que apuntan las tesis que defienden la orientación pragmática. Ni el Monopoly es una cantera de tiburones financieros ni el Cluedo nos adiestra para actuar con mayor acierto en caso de quedarnos encerrados con un asesino ni se conoce, pese a la prestigiosa relación metafórica entre ambas actividades, de ningún maestro de ajedrez al que se pudiera situar al frente de un ejército. La relación que estos juegos tienen con la realidad es de similitud, pero no de representación; la estrategia del jugador de ajedrez no es conmutable con la estrategia del general ni la sagacidad del jugador de Cluedo es idéntica a la sagacidad del detective, pertenecen a juegos distintos. Siempre que dejemos de mirar al jugador de monopoly en relación con las finanzas, al futbolista con el combate tribal, al actor porno con el amor y al ajedrecista con la estrategia militar les veremos como lo que son: jugadores de monopoly, futbolistas, actores porno y ajedrecistas en el ejercicio de unas actividades encuadradas en sus propios juegos lingüísticos. Argumento extensible a los niños, que si bien son vaqueros o piratas en un sentido figurado, son, efectivamente, niños que juegan; y por alejada que nos quede la infancia, convendremos en lo desabridos que resultan los juegos de los niños si los iluminamos tan sólo con la luz de su futura aplicación pragmática.   

La principal debilidad de las tesis pragmáticas es su impotencia ante el mayor problema que plantea la ficción: cómo distinguirla del resto de discursos, en la medida que todos ellos, aunque se refieran a la realidad (ya sean las complejas especulaciones de Richard Gregory sobre las percepciones, la lejana mirada en el tiempo de los paleontólogos o, por salirnos de la ciencia, el minucioso comentario de texto que cualquier ama de casa larga sobre las penalidades de la compra) son representaciones. Lo que las distingue de las ficciones es que su objeto es o era (como los dinosaurios) o se cree que será (como los partes metereológicos) o se supone que fue (como los nanosegundos que precedieron al Big Bang) real. Mientras conozcamos la denominación de origen del asunto uno puede, tomando ciertas precauciones, discernir con acierto. Deberá, por ejemplo, valerse de cierta clave según la cual aquellos discursos que un día se inscribieron en una tradición reputada dentro de la representación realista (como las elucubraciones de la Física sobre el motor inmóvil o las interminables meditaciones en torno al éter) pueden seguir perteneciendo a ella incluso una vez descubierto el carácter ficticio de sus objetos de estudio. Pero cuando el referente representado es desconocido o esquiva nuestras capacidades de percepción la cuestión se ensombrece. Platón fue el primero en exasperarse por escrito ante la constatación del pelaje camaleónico de la ficción, capaz de mitigar sus tonos hasta volverse indistinta de una representación discursiva de la realidad. Platón nunca esgrimió nada contra la poesía que junto con la matemática, la música y la disolución de los tabúes sexuales entre familiares, disfrutaba de un lugar privilegiado en su estricto programa de formación. Sus denuestos se dirigían contra los poetas por el empleo fraudulento y grosero que hacían de una materia tan delicada como la divina. Irresponsabilidad que remonta hasta Homero (a quien si bien ensalzó por su talento discursivo y retórico, zarandeó sin piedad por el retrato indecoroso e histérico que pintó de los olímpicos)[iii]. Platón advirtió que si uno no disponía de un ojo como el suyo capaz de escrutar la médula de lo divino no había forma de distinguir entre los chascarrillos venenosos de Arquíloco (representaciones ficticias) y sus hermosas parábolas (representaciones veraces). Platón dispone de poderosos argumentos contra las artes figurativas, pero no contra la poesía, a la que nunca acusó de doblar la realidad y a la que le encomendó la tarea de cantar la verdad extraída pacientemente por el estudio tan árido como gozoso de la filosofía. Dicho de otro modo, la operación crítica del señor de la Academia no consistió en una reprobación sostenida con argumentos, sino en una marca cultural dirigida a manchar a la tribu de los poetas, un estigma que como la estrella de David bordada en la chaqueta de los judíos a la altura del pecho o las distinciones de las librerías anglosajonas entre ‘literatura’ y ‘ficción’ nos sirve para discernir con comodidad entre lo integrado y lo repudiado, lo cómico y lo serio, la mesa de los adultos y la mesa de los niños.

Finalmente, lo que permite distinguir entre una representación ficticia y otra sobre la realidad en el ámbito de los discursos escritos es la intención del autor expresada a través de una serie de signos codificados en el marco de una cultura determinada. (Unos signos que también, en la medida que las intenciones pertenecen al ámbito privado y son incontrastables, nos ayudan a discernir entre la mentira y la ficción. Mentimos cuando tratamos de hacer pasar como una representación de la realidad lo que sabemos que es una representación ficticia. Si el sinvergüenza de Marco hubiera redactado sus experiencias inventadas en los campos nazis de exterminio, una vez desenmascarado, no estaríamos ante la primera novela de un escritor de vocación tardía, sino ante un embaucador. Mentira y novela son excluyentes: cuando se da una podemos estar convencidos de que la otra se ausenta). Tales rasgos culturales constituyen uno de esos complejos juegos lingüísticos que se resisten a la articulación sistemática y de los que sólo jugadores tan experimentados como J.M. Schaeffer[iv], se atreven a ofrecer un listado sin pretensiones de exhaustividad del que surgen cuatro marcas: (1) el contexto autorial[v]; (2) el paratexto[vi]; (3) la mimesis formal[vii] y (4) la contaminación del mundo histórico por el mundo ficcional[viii]. Pero estas marcas culturales tienen la desventaja de ser muy lábiles como demuestra fehacientemente el caso Marbot.

La primera vez que Wolfang Hildesheimer, quien se había labrado cierta reputación en el campo de los estudios musicológicos con una biografía controvertida, pero notable sobre Mozart, se vió relacionado con Andrew Marbot fue, según nos informa el propio Schaeffer, en una conferencia de 1980. En aquella charla pública Hildesheimer recordaba a su auditorio la advertencia que Marbot, en su calidad de teórico del arte y esteta, diera al joven Hector Berlioz: uno debería abstenerse de hablar de música, excepto si se limita a cuestiones de notación; para el resto cada cual posee una significación distinta y sin relación objetiva con la música, dijo, según Hildesheimer, según Schaeffer, al joven Berlioz, el no menos joven Marbot. Incluso una espontánea confluencia de la comprensión musical, añadió, diría mucho sobre nuestras afinidades espirituales, pero nada sobre la naturaleza oculta de la música; afirmación que viniendo de un crítico de arte debió de parecerle al futuro compositor de Nuits d’eté un poco fuera de lugar. Dos años después Hildesheimer volvió a referirse a Marbot aunque en esta ocasión el vínculo iba a ser menos incidental. Marbot. Eine Biographie tituló Hildesheimer el libro que le iba a dedicar al esteta inglés y que Schaeffer habría de adquirir, nueve años después, tras encontrarlo de manera fortuita en la sección dedicada a la crítica artística, dónde nunca se le hubiera ocurrido buscarlo, del FNAC del Halles. Dividido en varias secciones temáticas que rompen el fatigoso criterio de la continuidad cronológica y repitiendo, por tanto, la estructura de su libro dedicado a Mozart, del que parecía desprenderse como una continuación natural que describiese una trayectoria descendente (primero el gran músico, luego el crítico menor), Hildesheimer reconstruía con esmero la tenue estela dejada por la trayectoria intelectual de Marbot. El libro se apoya sobre las numerosas relaciones, breves, pero no superficiales, que Marbot entabla con destacadas figuras artísticas e intelectuales de su tiempo: con Byron y Shelley y Leopardi, con Schopenhauer, de cuya sombría visión de la existencia ya no podrá deshaderirse, y de Turner y Delacroix, y de Goethe que le citó, hasta donde alcanza la erudición de Hildesheimer, en dos ocasiones, en las que el gigante de Weimar, al tiempo que subrayaba las notables dotes cognoscitivas y sensitivas de Andrew Marbot se lamentaba de su escasa predisposición a vivir. Sobre cómo se había entretejido Marbot en la historia cultural de su siglo nos llama la atención Schaeffer; y cualquier lector ante tal despliegue de actividad y de energía está inclinado a preguntarse cómo logró Marbot en los veintinueve escasos años de vida de los que dispuso manifestarse en tantos sitios justos y distintos sin gozar del don de la ubicuidad. De lo que no nos informa Schaeffer es de si Marbot dejó algún texto que justificase retrospectivamente la manejable reputación de esteta distinguido que le acompañaba antes de desaparecer en 1830, quién sabe si hacia el suicidio o para emprender un viaje hacia algún paraje al margen de la historia donde emprender una vida anónima a resguardo, incluso, de curiosidades decorosas como la de Hildesheimer. O quizás no fuera tan decorosa, pues ni Schaeffer ni Hildesheimer se privan de incidir en la pizca de sal cuyo rastro el pobre Marbot no supo borrar de su correspondencia privada (ya pública): la prolongada relación íntima que sostuvo con Lady Catherine Marbot, madre de Andrew, y que como rubrica Schaeffer sólo podía calificarse de incestuosa.   

Sir Andrew Marbot, la versión francesa que Schaeffer adquirió en el FNAC des Halles apareció en 1984, espoleada por la buena acogida que la crítica alemana dispensó al original. Y quizás fueron esos elogios o la amenaza de nuevas traducciones lo que puso a prueba el sentido de la honestidad o del humor de Hildesheimer empujándolo a deshacer el equívoco: Marbot no ha existido nunca. El sujeto de su libro no era real y el texto no era otra cosa que una ficción. Los guiños que Hildesheimer había sembrado cuidadosamente (tanto que pasaron inadvertidos a lectores sagaces) le absolvían de la acusación de embaucador. Marbot no es un fraude, aunque no podamos dilucidar si su singularidad proviene de haber fracasado al señalizar las claves culturales que permitirían reconocerla o si se trata de una suerte de sortilegio literario-cultural que al conjurar el contexto autorial, los paratextos, la mimesis formal y los referentes reales ha invertido, no sin suscitar cierto placer en el lector burlado, su sentido.

Sin embargo, la intensidad del placer que provoca la lectura de Marbot está mitigado: sólo lo sentimos cuando desde el exterior del texto (cuando la partida ha terminado) se revela la regla del juego. Marbot juega con nosotros pero no nos admite como jugadores. No obstante, esta clase de placer estético que encontramos en el límite del reconocimiento de la representación ficticia como ficción, lejos de agotarse en el forgery de Hildesheimer ha penetrado en el ámbito de la literatura seria e incluso de la más seria de la mano de los libros de W. G. Sebald, cuyos textos entre otros numerosos méritos tienen el de situarse con elegante ambigüedad entre las representaciones ficticias y los discursos representativos de la realidad.

Ya en su primera obra en prosa Schwindel. Gefühle (1990) Sebald logró desconcertar a sus lectores. El libro se articula en cuatro secciones que por extensión y enfoque parecen vinculadas en parejas que se han intercalado. Los capítulos impares, considerablemente más breves que los otros, narran y especulan sobre las vivencias de dos escritores de prestigio. El primero glosa las resbaladizas relaciones eróticas de Stendhal y su estupor ante la degradación que iban padeciendo sus recuerdos en la memoria; procesos que le sumen, cada uno a su manera, en una idéntica predisposición melancólica. El tercero glosa la evocación del viaje que Franz Kafka realizó en condiciones personales opresivas a un sanatorio de Riva. Los capítulos pares, por su parte, suponen más de dos tercios del texto y narran las vicisitudes de otro viajero que en la segunda parte se presenta (interponiendo su pasaporte) como W. G. Sebald; poco antes, mientras veía caer durante la festividad de Todos los Santos la niebla sobre Venecia, había registrado el nacimiento del deseo de volver a W., su pueblo natal[ix] con el propósito de contrastar sus recuerdos; regreso que tras una sobrecogedora descripción de la naturaleza circundante ocupa la cuarta y última sección. El libro termina sin que las diversas líneas narrativas se enlacen, sin que medie una revelación, sin que haya cuajado un relato y sin que los pensamientos con los que Sebald ha salpicado el libro se templen en una tesis general. ¿Qué es lo que estamos leyendo?, ¿Qué tipo de representación es Schwindel. Gefühle?

Sebald opera de manera inversa a Hilsdesheimer. Donde Marbot enmascara de realidad unos hechos ficticios, Schwindel. Gefühle enmascara de ficción unos hechos cuidadosamente documentados. Por un lado, recurre a la paráfrasis estilizadísima de diversos escritos biográficos de Stendhal y Kafka[x] que cualquier lector puede consultar. Por otro, las peripecias del narrador-Sebald son apuntaladas en la realidad por una insólita fuga de pruebas que van desde fotografías de los lugares donde transcurren los viajes hasta billetes fechados de transporte y facturas, pasando, incluso, por documentos de identificación personal que aquí no tienen, como en libros posteriores, la disculpa de su supuesta valía artística. Pero así como, de no mediar la retractación de Hilsdesheimer, Marbot se lee cómo un discurso representativo de unos hechos reales, ningún lector de Sebald puede alejar demasiado tiempo la convicción de que pese a sus coqueteos en el limite se encuentra en el interior del ámbito de la novela. De hecho, Sebald no fía la extrañeza de sus textos tan sólo a la procedencia de los materiales compilados, sino que sabe construir sus libros a contrapelo de las convenciones del género. Pero estas operaciones resultan atractivas precisamente porque ejercen su presión dentro de los límites de un texto que leemos cómo si fuese una novela. Quien no atienda a la ambigüedad de la obra de Sebald, quien sólo admita la vertiente real de los textos y los confunda con literatura de viajes o con una elaborada Wünderkamer, quien no comprende los juegos y las provocaciones con los hábitos de composición novelesca se pierde gran parte del interés: es cómo aquel turista que asiste a la escenificación de la danza folclórica de una tribu remota con la ingenua convicción de estar observando un jirón de la actividad diaria de esos individuos y no una planificada actividad para solaz de los viajeros organizados.

Se podrían argüir diferentes marcas novelescas en Schwindel. Gefühle. En primer lugar, la relación de Sebald con los autores cuya prosodia está directamente influida y que como Thomas Bernhard pertenecen a la representación ficticia. En segundo lugar, la estrategia de envolver un dato encontrado en un texto biográfico con una serie de especulaciones, incluso, de prolongarlo valiéndose de la imaginación que sólo puede pertenecer a la ficción. Pero su adscripción a las filas de los novelistas queda sellada cuando atendemos con algo más de detenimiento a la estructura del libro. Advertimos entonces que sólo parece deslavazado en la superficie. Que de hecho la desconexión entre los sucesos es parte de una estratagema bien medida para ocultar la consistencia del conjunto.

Cuando, tras haber disfrutado de una juventud saludable, una serie de fracasos sentimentales sumen al joven Beyle en una pertinaz aflicción, el gran viajero emprende una excursión a Desenzano rematada por un paseo en barca a orillas del lago de San Garda al lado de la bella Ghita que habría de convertirse en el emblema de su anhelo de amor negado de continuo por la realidad. Ese mismo Desenzano que alberga ahora un santorio es donde desemboca, tras una serie de paradas en Viena, Trieste, Venecia y Verona, el viaje de Kafka imaginado por Sebald a partir de sus diarios. Con una joven genovesa, con la que se proponen no intercambiar ni datos ni nombres, rema Kafka a través de las aguas del mismo lago en el que Beyle meditó sobre la naturaleza del amor. Y si entonces Beyle le dijo a Ghita que el amor es una quimera que más deseamos cuando más nos alejamos de la naturaleza, antes de constatar la dificultad desgarradora de encontrar una sola mujer que se corresponda de manera duradera con nuestro interior, ahora Kafka (una centena de páginas después), como si prosiguiese esa conversación, bajo los efectos de su tormentosa relación con Felice y aguijoneado por los sentimientos abortados de antemano que pudiera experimentar por la innominada genovesa, sostiene que si bien la naturaleza es nuestra felicidad los humanos nunca estamos más desgarrados que cuando amamos, lo que lleva a afirmar al Sebald-narrador que los horrores del amor son para Kafka los horrores de la tierra. Pero la aparente desconexión entre los episodios narrados no sólo se articula en torno a un centro espacial y a una conversación relegada en torno al amor, sino se enlaza a través del tiempo: si Beyle dice adentrarse en las aguas de San Garda en 1813, Kafka lo hace en 1913. Número que resuena a lo largo del largo viaje que el Sebald-personaje emprende, primero por el norte de Italia, y, después, como si tratase de cerciorarse del vértigo que separa a través del tiempo la realidad del recuerdo, anticipada por Stendhal al poco de iniciarse la novela, a su ciudad natal. Obsesionado con la serie 1813, 1913, 2013 (que cierra enigmáticamente la novela), Sebald recorre además, como si viajase por el espacio a través de los invisibles surcos abiertos por Beyle y Kafka, por Viena, Venecia y Verona, antes de detenerse en Desenzano, junto al lago de San Garda, para tumbarse en la hierba y contemplar las ondulaciones del cañaveral que también vieron sus insignes predecesores porque:

uno puede figurarse que el tiempo no ha transcurrido, aunque la historia se apresure al encuentro de su final [xi]

Sebald rinde homenaje al viajero incansable de Kafka, el cazador Gracchus que impulsado por un viento helado que proviene de las regiones más profundas de la muerte camina sin descanso por los caminos del espacio que son también para Sebald los del tiempo y las coincidencias. De contemplar ese esplendor de nuestro mundo, le dice Malachio al Sebald-personaje, como si se tratase de una ciudad celestial, nunca nos saciamos. Pese al desgarro del desamor y la aflicción de habitar un mundo donde incluso la que llamamos nuestra patria se opone a nuestros recuerdos, pese a que esa misma naturaleza de la que forma parte la memoria a la que apelaban Beyle y Kafka intensifique la extrañeza, deformándose con el paso de los años[xii], volviendo de improvisto sin que podamos defendernos[xiii] o tan sólo constatando su ineptitud[xiv] para aclarar la consustancial confusión que se desprende de la vida consciente:

en mi cabeza había muchas cosas que con el tiempo habían logrado concordar a la perfección sin que por ello estuvieran más claras, muy al contrario, se habían vuelto más enigmáticas. [...] Cuantas más imágenes del pasado reunía, le dije, más improbable me parecía que el pasado se hubiera desarrollado de esta forma, pues no había nada en él que se pudiera denominar normal, sino que la mayor parte era ridículo, y si no era ridículo era algo espantoso[xv]

Se cumple así la promesa que Sebald ha puesto en el título y que la torpe (y esta sí fraudulenta) traducción española oculta. El fraude de los sentimientos, los amorosos y los que se desprenden de los recuerdos se revela paulatinamente, iniciándose así una práctica que Sebald repetirá en otras novelas consistente en disponer un título que más que referirse explícitamente a los sucesos del libro actúa como la clave temática en torno a la que se teje su atmósfera. Sebald no sólo mide con precisión el título sino que articula con sumo cuidado la estructura de su libro empleando técnicas de indefinición y de composición que sólo adquieren su auténtico relieve contempladas desde las preocupaciones propias de los novelistas del siglo XX, interesados más que por el relato y la procedencia de los materiales (que no pueden traerles más sin cuidado) en instalarse en la ambigüedad y en avanzar por el camino de la invención formal. Destrezas en las que Sebald, cuya técnica de la coincidencia se explicita en el propio libro: 

Estuve sentado en una mesa próxima a la puerta abierta de la terraza, con papeles y apuntes extendidos a mi alrededor, haciendo líneas de conexión entre sucesos que distaban mucho entre sí y que a mí me parecían formar parte de un mismo orden[xvi]

se revela como un consumado maestro. Marcas y pistas estéticas que facilitan el reconocimiento de los libros de Sebald como estilizadísimas variaciones sobre ese forma especial de la representación ficcional que conocemos como novela[xvii]. Meditación sobre la ingenuidad fraudulenta del recuerdo y del sentimiento, Schwindel. Gefühle gira sobre sí mismo: podemos penetrar en su estructura y aclarar sus conexiones; pero no hay revelaciones, no hay epifanías, ni conclusiones ni enigmas, sólo la sofisticada atmósfera del misterio.

De manera que incluso la incongruente cifra –2013- que cierra la novela (allí dónde suelen ir los años de composición del texto) es misteriosa como sólo puede serlo a la manera de Sebald; lejos de encontrarse con un número arbitrario el lo lector reconoce fácilmente como el tercer paso de la serie (tras el 1813 de Beyle y el 1913 de Kafka) que da forma al eje temporal de la novela; pero la interpretación exacta se deja en suspenso. Quizás el autor ha querido suscitar una vez más el vértigo que produce abrir la brecha donde lo que hoy somos será pasado, o bien, observado desde ese lado macabro consustancial a su prosa, tal vez, Sebald, al cerrar Schwindel. Gefühle con la cifra siguiente dentro de su serie de coincidencias estuviera jugando con la posibilidad de acertar la fecha de su propia muerte que el natural discurrir de la existencia se encargó de desmentir.


 

NOTAS


[i] Véanse los trabajos de Lotman, I., La structure du texte artistique. París: Gallimard, 1973; Wilson, E. O., Sociobiology. The new synthesis, Cambridge (Massachussets): Harvard University Press, 1975.

[ii] en realidad no sabemos como alteraría nuestra visión de las representaciones oníricas si fuésemos capaces de recordar con memoria de vigilia lo soñado.

[iii] a quien si bien ensalzó por su talento discursivo y retórico, zarandeó sin piedad por el retrato indecoroso e histérico que pintó de los olímpicos.

[iv] Shaeffer, Jean-Marie. ¿Por qué la ficción? Madrid: Lengua de Trapo, 2002. (Traducción de José Luis Sánchez Silva), págs. 119-125 .

[v] saber que Nabokov es un escritor de ficción ayuda a reconocer que La vida de Sebastián Knight es una ficción.

[vi] indicaciones en el subtítulo, retratos y fotos, índices de nombres... forman la cohorte paratextual de los discursos sobre la realidad.

[vii] la enunciación de un yo-narrador literario (pongamos a la desconcertada preceptora de Otra vuelta de tuerca o los tarados de Faulkner) es muy distinta a la de un biógrafo quien, por ejemplo, sólo podrá suponer los estados mentales del personaje mediante documentos accesibles al público y nunca penetrando de manera directa en su mente

[viii] ver relacionados los elementos cuya veracidad desconocemos con otros que sabemos reales: personajes y hechos históricos, temas y objetos de estudio que pertenecen a las ciencias cuyas representaciones son ficticias

[ix] Sebald, W.G. Vértigo. Santa Perpetua de la Moguda: Debate, 2001 (Traducción de Carmen Gómez), pág. 41.

[x] Denominados uno con su apellido real y rara vez empleado en su carrera literaria (Beyle) y el otro la letra K precedida por el título académico con el que jamás logró que se le reconociese ni siquiera en su casa. Operación con la que Sebald contribuye a emulsionar el plano real del ficticio, amén de añadir la nota cómica, anotada por Borges en un texto pensado para mejorar las dotes injuriadoras, que siempre supone añadir delante del nombre el pomposo título de los doctor en letras.

[xi] Sebald, W.G. Op. Cit., pág. 107.

[xii] Ibidem., pág. 13.

[xiii] Ibidem., pág. 14.

[xiv] Ibidem., pág. 164.

[xv] Ibidem., pág. 166.

[xvi] Ibidem., pág. 78.

[xvii] Incluso los más conspicuos defensores de la novela decimonónica coincidirán que ninguna de estas vinculaciones discretas le auguran un gran futuro en el ámbito de la literatura de viajes, la crítica literaria y artística o la filosofía, disciplinas desde las que el trabajo de Sebald resulta intolerable, cuando no una chapuza y que no resuelven a dar cuenta de las razones de su elevada cotización en el mercado de las letras.