Alma mía

 
 Enrique Lynch

 


 

El coraje consiste en no temer a la muerte. Y ésta es la separación del alma y del cuerpo, a la que el Hombre, que acoge gustosamente la perspectiva de quedarse solo, no teme.

Plotino

 

 

I

Volví a leer el Zaratustra bajo el efecto de un imperativo –digámoslo así– intelectual. Me proponía descubrir por fin lo que había dado fama y reconocimiento a ese libro. Cuando lo leí por primera vez, hace ya más de veinte años, su característica retórica, plagada de declamaciones y apólogos, con sus innumerables alegorías y resonancias clásicas y sus emblemas me sonó hueca. Por añadidura, ese tono profético que, paradójicamente, no pretende presentar a Zaratustra como otro de los grandes profetas de la tradición y la característica logorrea nietzscheana que se hace aún más prosopopéyica bajo los efectos de la traducción española –por buena que sea– me resultaron insufribles. Pensaba que iba a redimir esta primera sensación, pero no ha sido así.
 
(Está visto que, al menos como lector, no he cambiado gran cosa.)

El Zaratustra es un libro asombroso, inclasificable, apabullante, pero también es el delirio razonado de un solitario, una parrafada, una perorata sostenida por un puñado de ideas o de ocurrencias centrales que Nietzsche se esmera en dramatizar y que despliega con impostada grandilocuencia, tal vez porque, en el fondo, son ideas muy sencillas. El valor “filosófico” de estas ideas está apuntalado en una retórica literaria decimonónica, lo que bien podría juzgarse como anacronismo o como signo de cierta endeblez argumentativa. Por momentos, parece como si Nietzsche hubiese querido peraltar sus ideas de acuerdo con la vieja regla de Aristóteles, según la cual, cuando el poeta sólo cuenta con una trama pobre, ha de recurrir a los artificios, ya sea enriqueciendo los caracteres o echando mano de los aderezos de una representación.

Tanto da, porque leer el Zaratustra hoy en día es un ejercicio penoso que, por añadidura, no hace justicia a su autor. Ni siquiera cabe rescatarlo como lo que antaño fue: una lectura querida y fascinante para los adolescentes y los jóvenes románticos. Hoy en día los adolescentes y los jóvenes ya casi no leen.

II

¿Qué pues? Ya hemos cumplido. Dicho esto, ¿tendríamos que callar entonces?

No.

Nietzsche es significativo en la exposición de inversiones y antonimias; y una inversión conspicua entre las suyas es la que aplica al tradicional dualismo platónico.

(Yo soy dualista –y, por cierto, también soy doble, aunque ni falta hace decir que ser doble no es lo mismo que ser dualista.)

La manera peculiar como Nietzsche invierte el dualismo es lo que hemos de rescatar. No propone que neguemos nuestra doble naturaleza —cuerpo y espíritu— sino que la veamos según otra jerarquía, una jerarquía invertida (o subvertida). Para Nietzsche no hay cuerpo y alma. Tampoco hay puro espíritu, como en el idealismo absoluto hegeliano. Para Nietzsche sólo hay cuerpo, pero cuerpo diferenciado, como Dioniso y el tigre. Vaya… ¿ Pero está solo en esta boutade? De ninguna manera. ¿Por qué si no momificaban a sus muertos los egipcios? La resurrección del cuerpo es posible porque el cuerpo es alma. La misma idea también la encontramos en otro norteafricano, Plotino, cuando nos habla de un alma material; y, en alguna medida, también en la Stoa media y en el epicureísmo. Zaratustra enseña que no somos alma encerrada, prisionera en un cuerpo sino que en cada uno de nosotros el alma es un cuerpo que piensa. A ese pensamiento lo llama “Gran Razón”.

Alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo. (1)

La “pequeña razón” es lo que llamamos “espíritu” (2), instrumento y juguete de la razón del cuerpo que lidia con eso que está fuera. Alma pequeña, frágil almita mía, como en los versos de Adriano:

Animula vagula blandula
hospes comesque corporis,
quae nunc abibis in loca
pallidula, rigida, nudula,
nec, ut soles, dabis iocos.

y Alma Grande, donde bullen y se revuelven mis emociones. Una mira hacia afuera, la otra, es lo que tenemos dentro.

(Ah sí, me olvidaba..., mis emociones. ¿Pero qué son mis emociones si no mero correlato de la química de las hormonas que opera en el nivel molecular? La ciencia desmiente una y otra vez las fórmulas espiritualistas: un poquito de cocaína, decía Freud, cura un mal humor.)

El alma es una función del soma y el soma, como en Plotino, es alma material que nace, crece, envejece y muere. Es un alma mortal.

Pero el alma es también uno de los nombres del yo. El cuerpo no dice sino que hace yo (sagt nicht Ich, aber thut Ich), sostiene Nietzsche. Encuentra e identifica la función yoica como un límite y, sobre ella, construye lo que llamamos “identidad”, se da a sí mismo un nombre y, con ese nombre, da un sentido al mundo. Aquí está el embrión (o la esencia) de la perspectiva nietzscheana.

Cabe la inevitable pregunta: puesto que hay un fundamento corporal o somático del yo que no es reducible a la mera función identitaria y que Nietzsche reconoce como aquello “que hace yo”. ¿Qué puede ser? Uno mismo (Selbst), responde; ¿pero no es acaso lo que los estoicos –y Sócrates– llamaban daimon? Nietzsche aclara:

[...] en tu cuerpo habita, es tu cuerpo [...](3)

Está hablando del daimon, pero no sólo. No hay mucho de novedoso aquí: el yo determinado como límite del cuerpo recuerda el principio de individuación de Schopenhauer, una representación que tanto pone ante mí los objetos como me pone entre ellos como un objeto más, una cosa entre otras cosas, que ve el cuerpo como objeto y así consigue separar entre un cuerpo y un alma. Puedo pensar en mí aunque tenga fundadas sospechas de que ése en que pienso no soy yo. Es decir, no es uno mismo (Selbst), lo que uno en verdad es, en alguna medida, la aspiración máxima de todos los místicos, el fundamento o la sustancia divina que habita en cada uno de nosotros. A ese yo verdadero que es el núcleo mismo de la voluntad de poder no llegamos espiritualmente. Para alcanzarlo he de someter a mi cuerpo, tengo que castigarlo, atormentarlo hasta hacerme insensible a su dolor. Si mi cuerpo duele (o desea, o teme, etc.) no me permite ser yo mismo (Selbst). Mi cuerpo ha de dejar de ser asunto de mi pensamiento. Recuérdese que el cuerpo es otro nombre para las sensaciones y en la sensación nunca soy agente sino paciente, juguete de mi propio pathos.  En efecto, placer y dolor son mandatos del cuerpo que administra nuestro daimon, como enseña Marco Aurelio, el emperador melancólico.

Ahora bien, Nietzsche no promueve la ascesis estoica que más tarde copiarían los cristianos. Llama a quienes ponen a un lado la experiencia del cuerpo “los que desprecian el cuerpo” y justamente este desprecio le sirve para identificar el Selbst. Quienes perseveran en el desprecio del cuerpo son los hombres; quienes consiguen trascender ese desprecio, en cambio, son Übermenschen.

III


La cuestión del cuerpo... ¿cómo de mi cuerpo? Para mi pequeña razón consciente mi cuerpo es inexplicable. Me entero de que tengo cuerpo por la sensación, pero la sensación (aisthesis), recordemos, es una gnoseología inferior que sólo me permite conocimientos menores: el cuerpo ahí está, como la mano de Moore, inexcusable, necesario, es eso que se corrompe, lo que duele, lo que se revela en sus cambios.Toda afinidad o identificación con mi cuerpo me hunde en la desesperanza porque el cuerpo es lo que, ciertamente, va a morir. En el cuerpo, yo ya estoy muerto. Lo otro del cuerpo, que parece habitarlo o animarlo, lo que se separa de él en el sueño y en el orgasmo es eso que sólo puede pensarse como inmortal. Ese cuerpo, sea lo que sea, es inmortal, y hasta se diría que es taumatúrgico: mira si no a los reyes, que tienen dos cuerpos, el de todos los humanos y además el corpus mysticum.(4)

Pero también sé de mi cuerpo por su exaltación y su penuria, por lo que en mí no habla sino que se muestra a través de síntomas: se queja, resiste, anhela, desea, gime o se conmueve. En la angustia, por ejemplo, mi cuerpo se expresa.

(Ah sí, me expreso..., pero no debo olvidar que yo no sé qué es “expresión”. Expresarse no es saber nada.)

¿Cómo entonces atribuirle una razón? ¿Qué disparate es éste, Zaratustra? Nietzsche llama “Gran Razón” al caótico sistema de las pulsiones (Triebe). Un pulsión es un conatus en que no se distingue entre potencia y acto, es la unidad de la patencia somática y ese gesto identificado por un signo. Así, la expresión de un rostro: este, plácido, tierno y agradecido; el otro, desfigurado por la mueca del dolor como Laocoonte; y aquel otro transido por la cólera, la lujuria o el miedo. La expresión de las emociones. Quienes en el final del racionalismo reclaman por las emociones en realidad pretenden que retrocedamos a una especie de razón animal, tan primaria como su base somática y tan hermética también, porque en las emociones el lenguaje es puramente gestual, discurso opaco, mudo para el conocimiento. ¿Qué puedo saber de mí o de los demás a través de las emociones? Vaguedades... Nada tan irrelevante como ese discurso que circula por ahí en forma de utopía alternativa para dar pábulo a una especie de emocionalismo contemporáneo: la inteligencia emocional..

(Es asombrosa la influencia de los boleros.)

No, no es esta la Gran Razón de cuerpo de la que habla Nietzsche. La Gran Razón nietzscheana es la vida de ese organismo que no distingue entre sus estados, pneuma o soma. La cuestión es saber si esa vida puede ser objeto de pensamiento, si no es en última instancia la experiencia pura, la experiencia en sí.

IV

El ingenioso Gilles Deleuze, como siempre, se las arregla para lograr lo que parece imposible: habla de esa experiencia inefable, pensar el cuerpo –o sea, no despreciarlo–, y, tan suelto él, pretende que se puede hablar del cuerpo desde un punto de vista que no sea espiritual. Su artimaña, que por cierto, es fiel a Nietzsche, consiste en recordar que lo espiritual (lo consciente) es mero síntoma del cuerpo. Afirma:

Llamar a la consciencia a la necesaria modestia, es tomarla por lo que es: un síntoma, nada más que el síntoma de una transformación más profunda y de la actividad de unas fuerzas que no tienen nada que ver con lo espiritual.(5)

La consciencia  = un síntoma. Muy astuto. ¿Qué pues? ¿Cuando hablamos de la consciencia nos referimos a un lenguaje de síntomas como ese bla-bla con que trafican los psicoanalistas? No, es algo más. Deleuze recuerda que, para Nietzsche, la consciencia es siempre superior a lo que está fuera de ella en términos de valores.(6) En efecto, dar valor (sentido, contenido, referencia, significado, relevancia, etc.) es lo propiamente consciente. A título de ilustración véase este fragmento póstumo:

“Voluntad” es un concepto que sirve para unificar todas nuestras pasiones.
Las pasiones son sentimientos para indicar ciertos estados corporales que no atribuimos al cuerpo.
“Sentimientos comunes”.
Los sentimientos morales son pasiones transformadas en juicios de valor.
Influencia del juicio sobre el sentimiento (incluso en el placer y en el dolor)
Placer y dolor son juicios de valor. (Kritische Studienausgabe, 10, 9 [39])

Un consciente que no es anímico ni pneumático sino pura voluntad de poder. Acierta, pues, Deleuze, pero enseguida se extravía. La consciencia tiene respecto de su fundamento corpóreo una superioridad axiológica –de valor– porque se reconoce como vértice del sentido. Sin embargo, el punto de fuga de ese deseo, experiencia del cuerpo, sigue siendo, en y para ella, un misterio. Podemos describir cómo funciona, pero no qué es. Cuando Deleuze recurre a distinciones positivas:

[...] un cuerpo es esta relación de fuerzas dominantes y fuerzas dominadas [...](7)

donde “fuerza” figura en lugar de “pulsión”, y “dominación” en lugar de la represión freudiana. Así pues, de pronto comprobamos que no hemos avanzado gran cosa. La maniobra es conocida: Deleuze parece que barre la escena pero lo cierto es que solo cambia la tierra de lugar.

(Es tan habitual entre los filosofantes contemporáneos esta maniobra... El mismísimo Heidegger lo hace cuando describe que el arte “pone por obra la verdad” y omite explicar lo más importante: cómo se produce ese “ponerse la verdad por obra”.)

¿Hemos avanzado algo? ¿A dónde conduce no despreciar al cuerpo?

V

El cuerpo es lo que experimenta mi alma

(Pequeña alma mía, animula vagula blandula...)

pero, es inútil, eso no puede ser pensado. Dedícate a sentirlo pues, a gozar o sufrir, mira cómo es de lozano, cómo se tensa, cómo se desliza ágil o torpe, estimulado por el amor o la lujuria, siéntelo entumecerse, contempla cómo se pone decrépito, cómo cambia sin que puedas hacer nada por evitarlo. El cuerpo es tu destino y, aunque no puedas sustraerte a él, inténtalo, tal como proponían los antiguos estoicos y los primeros cristianos.(8) 

Zaratustra no anuncia el advenimiento de una "nueva razón", una razón diseminada en cuerpo, “cuerpo sin órganos”:

¿No le oculta la Naturaleza la mayor parte de las cosas, es más, justamente lo más cercano, por ejemplo, su propio cuerpo, del que no tiene más que una "consciencia” que se lo escamotea? En esta conciencia está encerrado, y la Naturaleza tiró la llave. ¡Ay de la fatal curiosidad del filósofo que, por un resquicio, desea mirar una vez afuera y por debajo de la cámara de su estado consciente!(9)


Más bien señala una vía del pensamiento en la que –por una vez– de lo que ahora se trata es de no pensar.

Barcelona, agosto de 2009

 

NOTAS

1. Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra: un libro para todos y para nadie. Edición y traducción de Andrés Sánchez Pascual, 60. Madrid: Alianza, 1981.

2Ibid., 61.

3 Ibid.

4Cfr. Kantorowicz, Ernst H. The King’s Two Bodies: A Study in Mediaeval Political Theology. Princeton, New Jersey: Princeton University Press, 1957.

 5Deleuze, Gilles. Nietzsche y la filosofía. Traducción de Carmen Artal, 59. Barcelona: Anagrama, 1986.

6Ibid., 60.

7Ibid.

8 Cfr. Brown, Peter. The Body and Society: Men, Women and Sexual Renunciation in Early Christianity. Lectures on the History of Religions, vol. 13. Nueva York: Columbia University Press, 1988.

9. Nietzsche, Friedrich. Cinco prólogos para cinco libros no escritos. Traducción de Alejandro del Río Hermann, con un posfacio de Isidro Herrera, 29. Madrid: Arena, 1999.

 

 

 

 

Plotino