La estupidez y el deseo

 
Elisenda Julibert

 


 

A mi querido hermano Joan,
que está en una encrucijada,
entre el desaliento y el deseo.

Puesto que todos morimos y, sobre todo, antes vemos morir a nuestro alrededor, o puesto que muchos nos enamoramos un día u otro, la muerte y el amor han sido desde siempre motivos de la literatura, de la filosofía, de la ciencia, del arte… En cambio, aunque cualquiera de nosotros pueda saberse estúpido, aunque a menudo incurramos en alguna de las diversas formas de la estupidez —la obcecación, la ceguera, la vanidad, la estulticia, la inercia, la costumbre—, ésta no nos resulta tan inspiradora. Posiblemente no se trata de que no nos atraiga o nos preocupe tanto como el amor o la muerte sino tan sólo de que, como advirtió Barthes, la única actitud que parece adecuada a la estupidez es la fascinación, una forma de atracción hacia el objeto que se caracteriza por la falta de elocuencia. ¿Pero por qué nos fascina en vez de inspirarnos?

Muchos de los textos a los que acudimos para ilustrarnos sobre la estupidez avisan desde el comienzo de que, precisamente porque la estupidez es una de las cosas mejor repartidas del mundo, resulta difícil sustraerse, abandonarla, salirse de ella para observarla desde la distancia. Y como suponer que se ha alcanzado semejante posición distanciada resulta cuando menos un tanto vanidoso, la mayoría de los que han escrito sobre la estupidez se ven obligados a admitirla de buen principio para evitar caer en algo peor: ser estúpido no da mayor crédito a quien habla de la estupidez, pero no admitir tal condición lo convierte directamente en un majadero.
 
De modo que todos somos estúpidos, sea. Pero no es ésta asunción el único precio que se paga cuando se intenta tematizar la estupidez. Mientras formar parte de la realidad que pretendemos describir es en ocasiones un buen punto de partida, no ocurre así con la estupidez: ser estúpidos, admitirlo incluso, no nos convierte en autoridades en la materia. Todo parece indicar que sólo podríamos pensarla de un modo adecuado y resultar creíbles si no fuéramos tan estúpidos pero ¡ay!, sólo un estúpido muy empedernido podría suponer que ha conseguido sustraerse. Éste es, pues, el nudo, lo que  de nuevo Barthes llama el «núcleo duro»: la estupidez es «intratable»]1. Y si nuestra atención no puede más que quedar paralizada, muda, fascinada ante ella, tal vez sea por cuanto no cabe reconocerla sin reconocerse simultáneamente. No hay, pues, afuera de la estupidez.

Es posible que Bouvard y Pécuchet ilustre tan bien los avatares de la estupidez porque allí la estupidez es relativa por una parte a la estupidez del resto de personajes que rodean a los dos amigos, y por otra, en última instancia, a la estupidez del lector que juzga la estupidez ajena. Y de hecho, una de las primeras cosas que constatamos al leer esta obra lamentablemente inacabada, es cuán complicado resulta elucidar qué es exactamente lo que nos permite calificar de estúpidos a los dos personajes. Esta dificultad tiene que ver con el hecho de que las cosas que tenderíamos a señalar como estupideces suelen ser de dos tipos: cosas que nosotros mismos hacemos —por ejemplo: el enamoramiento, o el entusiasmo un tanto inopinado por determinados objetos o actividades— o bien cosas que calificamos de estupideces porque así lo establece el lugar común —por ejemplo: la ilusión de vivir de rentas en un perfecto locus amoenus, que tal vez sea estúpida, pero no más que la ilusión de encontrar un “buen” empleo que nos obligue a pasar encerrados la mayor parte de nuestras vidas (Excurso: si hubiera escrito “cortas vidas”, como por cierto había hecho, habría ofrecido al lector un perfecto ejemplo de estupidez en uno de los sentidos que Flaubert daba a la palabra: el del lugar común). De manera que, en última instancia, tal vez no se trata de decidir hasta qué punto Bouvard y Pécuchet son más o menos estúpidos que nosotros: si lo que está en juego es la estupidez, entonces cabe sospechar que son estúpidos, en efecto, como cualquiera de nosotros,… Pero ahora sabemos que si consiguiéramos convencernos de cuanto más estúpidos que nosotros son no habríamos conseguido gran cosa. ¿De qué se trata, entonces? Quizás, tan sólo, de intentar descubrir qué es lo que hace de sus vidas (y de la nuestra) algo tan profundamente estúpido. Veamos si es posible.

Bouvard y Pécuchet son dos individuos solitarios (cada uno de ellos sólo cuenta con un amigo), de profesión copistas, que tras conocerse y constatar afinidades muy profundas deciden convivir en algún lugar alejado del mundanal ruido para descubrir y compartir su vida cotidiana, sus aficiones y sus pasiones. En efecto, lo que sella su unión es, tan sólo, un coup de foudre, y sin duda, de acuerdo con lo que suele señalarse, ese comienzo es muy significativo: pero no sólo en la medida en que evidencia la voluntad del autor de ponernos sobre aviso, de buen principio, acerca de la estupidez de sus personajes sino también, nos parece, en la medida en que nos obliga a reparar en el modo en que nos unimos a las personas queridas: a menudo nuestros vínculos se remontan a un origen tan inopinado como el comienzo de la amistad entre los dos personajes de Flaubert. De modo que la amistad entre los dos solitarios revela algo bastante común: el carácter caprichoso, un tanto arbitrario, o cuando menos misterioso, inexplicable, de nuestros vínculos afectivos.

Y he aquí que Bouvard y Pécuchet, empiezan su andadura: consiguen una casa donde convivir y disponen de todo el tiempo para dedicarse a lo que realmente les interesa. ¿Pero qué es lo que realmente les interesa? Como no lo saben con certeza van probando y, en buena medida, sus vidas se convierten en una improvisación bastante agotadora para ellos y, también, para el lector que los acompaña en un periplo errático y disparatado que describe el siguiente recorrido: empieza con la agricultura, sigue con la ganadería, la horticultura, la jardinería, las conservas, la química, la medicina, la anatomía, la fisiología, vuelta a la medicina, la geología, la arqueología, los objetos de anticuario, la historia, la literatura, el teatro, la creación literaria, la gramática, la política, la teoría y la economía políticas, el amor (cada uno de ellos se consagra a una mujer, naturalmente por un breve periodo), la gimnasia, el magnetismo terapéutico, la filosofía, la lectura de la Biblia, la religión, la paternidad (adoptan a dos hermanitos huérfanos), la pedagogía y termina con la escribanía, su antiguo oficio, aquél al que se dedicaban antaño los dos amigos, aquél del que habían huido juntos.

A juzgar por este recorrido se diría que Bouvard y Pécuchet no son fáciles de contentar. Pero puesto que la narración consiste principalmente en el relato de este desenfrenado pasar de una cosa a otra, he aquí la historia de dos tipos que van del entusiasmo por algo al desencanto y de éste a un renovado entusiasmo por un nuevo objeto que de nuevo deberá decepcionarlos sin que por ello deje de renovarse su entusiasmo por otro nuevo objeto que aguarda... Bien mirado, aunque en efecto esta alternancia es bastante estúpida por su reiteración, no tiene nada de excepcional, pues ¿acaso no nos suena la canción? ¿No es la misma partitura que la de cualquier existencia observada sub especie deseo? Y sin embargo la insistencia, el hecho de reiterar esa alternancia entre el entusiasmo (o el deseo) y la decepción (o la languidez)  una y otra vez, acaba descubriéndonos algo acerca de la naturaleza del deseo que tal vez no sabíamos al principio.

¿Qué les ocurre a estos dos amigos y, al fin, que nos ocurre a nosotros? Como ellos, acumulamos a lo largo de la vida pasiones y decepciones que se suceden hasta el día de nuestra muerte porque, de hecho, nuestra existencia consiste en poco más que en esta alternancia y ello por un sencillo motivo: si cada decepción no fuera interrumpida por un nuevo entusiasmo languideceríamos; pero asimismo si cada entusiasmo no fuera interrumpido por una nueva decepción seríamos todavía más estúpidos de lo que solemos serlo (el Cándido de Voltaire, vaya). De modo que la alternancia que anima el agitado periplo de los dos amigos es excepcional, simplemente, por lo exagerado. Pero esta exageración es necesaria para que se haga más evidente un hecho que, de otro modo, podría pasarnos inadvertido, como ocurre en nuestra vida ordinaria: que el objeto de deseo, aquel que anima el entusiasmo y nos sostiene en pie entre decepción y decepción, es un mero pretexto

La multitud de objetos con los que Bouvard y Pécuchet se obstinan en sembrar su desolada vida cotidiana acaba delatando que no son éstos los que sostienen el deseo sino que es más bien el deseo de desear un objeto el que sostiene al objeto y al deseo mismo: razón por la cual ningún objeto puede satisfacer a los dos amigos pero tampoco disuadirlos definitivamente. Así pues, su deseo parece sostenerse en sí mismo, a pesar de que ellos se esfuercen hasta el final por objetivarlo, por encontrar motivos exteriores, ajenos a ellos mismos, que expliquen sus ganas de perseverar, de insistir, y que den así fundamento a la persistencia de su deseo. Sólo al final de su aventura descubren que esos objetos no existen para ellos, cuando acaban confrontados con su solo, ciego e inopinado deseo, resurgido de las cenizas de una tristeza y un desaliento que parecían definitivas:

«Todo se ha deshecho entre sus manos. Ya no tienen ningún interés en la vida.
 Una feliz idea, alimentada en secreto por los dos. La disimulan. Pero de vez en cuando, al recordarla, sonríen. Hasta que se la comunican simultáneamente: copiar.
[…] Compran libros, lápices, goma de pegar, raspadores, etc.
Se ponen a copiar.» 2

En el último momento, puesto que éstas son las líneas del final bosquejado por Flaubert, los dos personajes transitan del desaliento al deseo de un modo parecido a como lo han ido haciendo a lo largo de la novela. Y el final que propone Flaubert podría no ser más que un corte cualquiera en una secuencia siempre igual, un corte mediante el que indicar que la cosa sigue repitiéndose indefinidamente. Pero hay algo distinto en este último brote del deseo: los dos amigos no se lanzan a una aventura nueva, a algo desconocido, sino que vuelven a su primera y aborrecida actividad, copiar. ¿Cómo es posible que ahora les resulte gozosa? Tal vez porque ya saben que el placer que obtienen no depende del objeto sino tan sólo de su deseo.

Copiar sigue siendo una actividad parasitaria, además de menor, pero ahora pueden valorar en ella algo que tal vez antes ignoraban: cuánto se adecua a la forma misma del deseo, igualmente parasitario. Del mismo modo que para el deseo el objeto es tan sólo un pretexto, para los dos copistas el original es ahora un simple pretexto para poder dedicarse a una actividad cualquiera. Y del mismo modo que el objeto ya no es el fundamento del deseo sino tan sólo un pretexto, el original ya no es la razón de la copia sino una mera ocasión para copiar, o para hacer, que es al fin lo que verdaderamente importa. Ya no hace falta que la actividad tenga una determinada dignidad, puesto que en última instancia el deseo es indiscriminado; ni es preciso ocultar lo evidente, que no hay nada del mundo ni en el mundo que justifique nuestro parasitario deseo. Y puesto que esto es así, ¿qué mejor manera de comprobarlo que dedicarse a una actividad como la de copista y hacerlo gozosamente?

Bouvard y Pécuchet son pues dos individuos a los que no se les agotan las ganas de perseverar, por más que la experiencia les indique hasta qué punto es estéril ese afán. Su deseo, como el de cualquiera de nosotros, es en efecto bastante ciego, estúpido porque su objeto es insignificante. Pero acaso descubrir que la existencia pende de un deseo de esta naturaleza, tan frágil por lo demás, sea menos estúpido que dejar que el descubrimiento de esta  fragilidad malogre el deseo.  

 


Barcelona, 12 de febrero de 2009

NOTAS1.

1. Roland Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes, trad. Julieta Sucre (Barcelona: Paidós, 2004), p. 71.  Asimismo Alain Roger señala que la proposición “Soy estúpido” resulta tan problemática como la más familiar proposición del mentiroso, “Miento” que nos conduce a la paradoja. Por otra parte, la proposición “La estupidez no es lo mío” con la que empieza Monsieur Teste no hace sino agravar la paradoja pues parece obligarnos a considerar que el auténtico significado de la proposición es el contrario del enunciado.  Alain Roger, Bréviare de la bêtise (París: Gallimard, 2008), pp. 270-1.

2. Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet, trad. Marga Latorre y Mónica Maragall (Barcelona: Montesinos:, 1993); p. 277.