De la sublime estupidez

 
Santiago E. Espinosa


Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana; y sobre el universo no estoy seguro.

A. Einstein

El problema de la estupidez —¿qué es, cómo se manifiesta, existe algún remedio para evitarla?— no es específico de la filosofía ni de la literatura o de la psicología ni, de hecho, de ninguna rama del pensamiento humano: todo el mundo se siente o se ha sentido afectado por este problema, cualquiera que sea su profesión y su estatuto social, psicológico o moral. Todo el mundo ejerce o ha ejercido su derecho a afirmar de otro que es un estúpido (o un coñazo, o un idiota). Y el hecho mismo de que esta afirmación sea hasta un cierto punto comprendida por el interlocutor —el hecho de que uno comprenda que aquél que dice “ese es un estúpido” y que uno le catalogue así dentro de su imaginario como formando parte de una cierta categoría, que uno tiene además la idea de compartir con el otro (el adjetivo “estúpido” corresponde en mi imaginario a lo mismo que en el imaginario de mi interlocutor)—, el hecho de comprender esta afirmación, pues, implica en cierta medida la idea de que tal categoría es, como dijera Kant, un “concepto a priori” del entendimiento. Entiendo que ese es un estúpido porque yo sé a qué remite la categoría de estúpido, porque todo el mundo sabe de entrada en qué consiste ser un estúpido. Pero ocurre que no es así, como ocurre que le digan a uno también: en aquel bar ponen “buena música”. Nada más vago ni más peligroso para las oídos, en efecto, pues la “buena música” puede remitir, dependiendo de quien lo dice, tanto a lo mejor como a lo peor, y lo más a menudo a lo peor. Es preciso entonces preguntarse, no si el sujeto en cuestión es o no un estúpido, sino qué entiende el emisor de tal afirmación por tal concepto. Y he aquí una tarea literalmente imposible, por infinitas razones, de las cuales no nos ocuparemos aquí, como por ejemplo que tal concepto parece ser siempre subjetivo, pero en todo caso, y sobre todo, por el carácter absolutamente abstracto de aquél. Si todo el mundo puede y afirma efectivamente de otro que es un estúpido es que, en último análisis, todo el mundo es susceptible de serlo, y a saber cómo salir del embrollo que consiste en determinar saber si no es el que lo dice quien es en verdad un estúpido, o si no lo es uno mismo, al contrario, por considerar lo anterior en lugar de adherir a su enunciado.

Parecería además que tal afirmación es antes de orden negativo que positivo, pues ella no nos enseña nada ni sobre el sujeto ni sobre el concepto en cuestión (el estúpido y la estupidez), sino más bien que aquél que la emite no es, él, un estúpido: me doy cuenta que aquél es un estúpido, luego yo no soy uno. Pero ¿en qué consiste la estupidez?

Los filósofos se han aventurado en ocasiones a intentar explicarla: así, entre muchos otros, Gilles Deleuze dirá que la estupidez es una “estructura del pensamiento [bajo] como tal”, Vincent Descombes que se trata del “atributo del Otro, en razón de su autoridad”, Alain Roger que es “la extensión y la dilatación totalitaria de los principios de la lógica en el campo lingüístico”. Definiciones que sin duda dan cuenta cada una de alguno de sus aspectos y explican, también de modo bastante abstracto, el funcionamiento de la estupidez, pero no explican del todo su estatuto, digamos, ontológico. Asimismo, Clément Rosset describe bien algunas de sus cualidades: “la tontería es una cuestión autónoma, sin relaciones ni fronteras comunes con la cuestión de la inteligencia”; “la falta de inteligencia padece, la tontería actúa”; e incluso algunas de sus formas: las hay “de primer y de segundo grado”, es decir, cuando su contenido —“toda manifestación de apego a temas irrisorios”— es o bien un producto “espontáneo e irreflexivo”, o bien un producto “diferido y reflexivo”; ésta última forma anula de entrada y para siempre la posibilidad de desengaño.

Muy bien dicho, pero todo esto no da cuenta aún de qué es la estupidez, sino de su contenido, sus formas, su funcionamiento. Y, sin embargo, todo el mundo, una vez más, parece saberlo de entrada. Aventuremos pues, rápidamente, por qué no es posible decirlo (no seremos nosotros el burro que tocó la flauta que por fin “concluya” con tal pregunta, faltaba más).

No poder enunciar en qué consiste la estupidez proviene, en nuestra opinión, de una imposibilidad aún más profunda: el no poder siquiera pensarla. La estupidez salta a los ojos allí mismo y cuando uno pretende haberse librado por fin de ella, allí donde se han reforzado todos los bastiones, en el lugar más seguro pues es el más protegido, y cuanto más a menudo proviene de donde menos se espera. De pronto, sin que uno lo sospeche, la estupidez encuentra le bastaba con rodear la muralla que se había construido contra ella para hacerse presente. Más aún, demuestra que es mucho más grande, infinitamente más grande que lo que se había imaginado en un principio, y que por alta que sea la muralla, la estupidez logrará siempre asomarse por encima de ella y burlar todo amparo con una sonrisa tonta que no hace más que hacernos sentir aún más tontos a nosotros, que pretendimos huir de ella. Y es que no hay forma de escaparle, por la sencilla razón de que para hacerlo antes uno tendría que comprenderla, conocer sus recursos y sus armas, sus estratagemas; es decir, precisamente lo que no es posible porque la estupidez no se trata, como ya se ha dicho, de una falta de inteligencia, sino de una inteligencia totalmente otra, que mezcla a su gusto el sentido y el sinsentido, de la que no se puede saber nada fuera de que es y de que supera a la primera en elementos y mecanismos. Si ocurre que uno no es un estúpido, se encuentra literalmente desarmado porque intenta combatirla con los elementos propios, los del sentido, mientras que ella cuenta, además de éstos, con una infinidad de otros, los del sinsentido —un poco como la locura, que cuenta no sólo con los elementos que se apoyan en la realidad sino además con todos los que se apoyan en la irrealidad—, elementos que uno sería sencillamente incapaz de concebir por el mismo hecho de intentar combatirla; de aquí su fuerza, su infalibilidad y su triunfo anticipado. Por ejemplo, tras haber reparado todas las grietas que permitirían el malentendido en un discurso, siempre aparecerá alguno que se sienta capaz de esterilizar el pensamiento por no haber tenido en cuenta que, al fin y al cabo, la lógica podría ser la inversa, y que el sentido no ha tomado demasiado en cuenta el sinsentido: ante un “Vean ustedes, Colón estaba persuadido que la Tierra es redonda”, siempre cabe atenerse, como en las tiras cómicas de Mafalda, a un Manolito que exclame atacado de risa “¿Redonda? ¡Qué estúpido!”

Así pues, lo único que la filosofía puede enseñar —fuera del hecho de aceptar la existencia y aprobar incluso el sempiterno reino de la estupidez (he aquí en qué consiste por ejemplo el amor fati)—, es a renunciar también a intentar comprenderla. Porque la estupidez comparte con lo sublime kantiano la mayor parte de sus atributos. A saber, como explica Kant en la Crítica de la facultad de juzgar:

Sublime es aquello absolutamente grande; aquello que es grande por encima de toda comparación (en todo respecto). En comparación, todo lo demás es pequeño. (…) Lo infinito es lo absolutamente grande (…) Sublime es pues la naturaleza en aquellos de sus fenómenos cuya intuición lleva consigo la idea de infinitud

Imposible, pues, dar concepto de la estupidez. Hay una inadecuación entre la sensatez y la estupidez porque hay una diferencia de naturaleza (no de grado), y porque la segunda abarca, puesto que es infinitamente grande, la primera, que es infinitamente pequeña (así como el sinsentido abarca al sentido, como lo ilimitado abarca lo limitado, como lo infinito lo finito). Frente a la estupidez, se experimenta, así como con la naturaleza inmensamente grande y terrorífica, el sentimiento de la inextricable pequeñez y de los estrechos límites del sentido, como también podría decirlo Kant:

La naturaleza no es juzgada como sublime porque provoque temor, sino porque excita nuestra fuerza para considerar pequeño aquello que nos preocupa.

Ante la enormidad de la estupidez que, en efecto, puede provocar en ocasiones temor, aquello que no es estúpido es precisamente lo que parece irrisorio, insignificante, — y sin duda lo es, pues no es más que una ínfima partícula de aquélla. Así como el orden no es más que una forma extraña y poco común del desorden, la sensatez no es más que una forma extraña y poco común de la estupidez. Luchar contra ella no sólo es de entrada una batalla perdida sino además, en sí mismo, un síntoma en sí mismo.

París, 3 de marzo de 2009.

 


 

 

 

 

Manolito