Con pasión o sin ella

 
 Slavoj Zizek

El archiconservador William Butler Yeats acertó con su diagnóstico del siglo XX cuando escribió:

[...] The blood-dimmed tide is loosed, and everywhere
the ceremony of innocence is drowned;
the best lack all conviction, while the worst

are full of passionate intensity.
[…]

La marea oscurecida por la sangre se derrama, y en todas partes
se ahoga la ceremonia de la inocencia;
los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores
están llenos de apasionada intensidad.

La clave para entender su diagnóstico se encuentra en la frase “ceremony of innocence” que ha de ser entendida en el mismo sentido que la “edad de la inocencia” de Edith Wharton; la esposa de Newton, la “inocente” a la que se refiere el título, no creía ingenuamente en la fidelidad de su marido. Sabía muy bien que éste amaba con pasión a la condesa Olenska. Simplemente se limitaba a ignorar el hecho con toda discreción y rechazaba toda objeción a la creencia en la fidelidad de su marido... En una película de los hermanos Marx, Groucho, al ser atrapado mintiendo, responde de forma airada: “¿A quién cree usted más? ¿A mis ojos o a mis palabras?” Esta lógica aparentemente absurda muestra a la perfección cómo funciona el orden simbólico, donde el mandato de la máscara simbólica importa más que la realidad directa del individuo que la emplea y/o asume lo que manda. Este funcionamiento conlleva la estructura del repudio fetichista:

"Sé muy bien que las cosas son como las veo, que este individuo es un miserable corrupto y no obstante lo trato con respeto puesto que lleva las insignias de un juez, de tal modo que, cuando habla, la Ley habla a través de él.”

Así pues, en cierto modo creo en sus palabras no en lo que ven mis ojos; es decir, creo que hay Otro Espacio (el ámbito de la pura autoridad simbólica) más importante que la realidad de su portavoz. La cínica reducción a lo real se queda corta: cuando un juez habla, en cierto modo hay más verdad en sus palabras (el discurso de la Institución y de la Ley) que en la realidad efectiva de su persona. Si nos limitamos a lo que está a la vista, simplemente no entendemos de qué va el asunto. Esta es la paradoja a la que alude Lacan con su les-non-dupes-errent: quienes no se dejan atrapar por el engaño (ficción) simbólico y se atienen a lo que ven sus ojos son justamente los que más se equivocan. Lo que no consigue apreciar el cínico que “sólo cree en lo que ven sus ojos” es la eficacia de la ficción simbólica, el modo como esta ficción simbólica estructura nuestra experiencia de lo real. La misma brecha se abre en nuestras íntimas relaciones con los vecinos: nos comportamos como si no supiéramos que también apestan, que expulsan excrementos, etc. Para poder coexistir con ellos es preciso incurrir en un mínimo de idealización, de repudio fetichizado. Y este repudio ¿no explica acaso la sublime belleza de la idealización, por ejemplo, en Anna Frank o en los comunistas norteamericanos que creían en la Unión Soviética? Sabemos que el comunismo de Stalin era espeluznante y sin embargo sentimos admiración por las víctimas de la caza de brujas macartista que, con heroísmo, seguían creyendo en el comunismo y se mantenían fieles a la Unión Soviética. Es la misma lógica que se puede encontrar en Anna Frank cuando expresa en sus diarios la creencia en la bondad última del Hombre a pesar de los actos horribles que éste cometió contra los judíos en la segunda guerra mundial: lo que hace que esta afirmación de creencias (la bondad esencial del hombre, el humanismo del régimen soviético) parezca sublime es la brecha abierta entre dicha afirmación y la abrumadora evidencia fáctica que la invalida, es decir, la manifiesta voluntad de no atenerse al estado real de las cosas. Quizá esté aquí el gesto metafísico más elemental: en este rechazo a aceptar lo real en su idiotez, este no prestarle acuerdo y buscar Otro Mundo detrás. El Gran Otro es, pues, el orden de la mentira, del mentir con sinceridad. Y es justamente en este sentido que “los mejores han perdido toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad”: incluso la mirada de los mejores ya no es capaz de seguir manteniendo la inocencia simbólica, el compromiso completo con el rito simbólico, mientras que “los peores”, la masa, ¿incurren en fanatismo (racista, religioso, sexista...)? ¿No es esta oposición una buena descripción de la actual distinción entre liberales tolerantes que, no obstante, son anémicos, y fundamentalistas llenos de “apasionada intensidad”? Niels Bohr que dio adecuada respuesta a la frase de Einstein: “Dios no juega a los dados” (¡No le digas a Dios lo que tiene que hacer!”), también propuso un ejemplo perfecto de cómo funciona el repudio fetichista de la creencia en la ideología: tras comprobar que Bohr tenía una herradura colgada junto a la puerta de su casa, el sorprendido visitante le dijo que no creía que trajese suerte, a lo que Bohr le espetó: “Yo tampoco lo creo. La tengo porque me han dicho que ¡trae suerte incluso a quienes no creen en ella!” Esta paradoja muestra claramente hasta qué punto la creencia es una actitud reflexiva: no sólo se trata de creer sino que además se ha de creer en la propia creencia. De ahí que Kierkegaard tuviera razón cuando afirmaba que no creemos realmente (en Cristo), sino que tan sólo creemos que creemos. Bohr simplemente nos pone ante la negación lógica de esta reflexividad: también se puede no creer en las propias creencias...i Hasta cierto punto, los Alcohólicos Anónimos coinciden con Pascal: Fake it until you make it” [Fíngelo hasta que logres hacerlo]. Sin embargo, esta causalidad del hábito es más compleja de lo que pudiera parecer. Lejos de dar una explicación de cómo surgen las creencias más bien la reclama. En primer lugar, la frase de Pascal: “Ponte de rodillas y creerás” debe entenderse como si implicara una especie de causalidad autorreferente: “¡Ponte de rodillas y creerás que te pusiste de rodillas porque creías!” En segundo lugar, en el funcionamiento cínico “normal” de la ideología, la creencia es desplazada a otro “sujeto que se supone que cree” de tal modo que su verdadera lógica es: “¡Ponte de rodillas y así harás que el otro crea!” Hay que tomar esto literalmente incluso a riesgo de invertir la fórmula de Pascal: “¿Crees demasiado directamente? ¿Te parece que tu creencia es demasiado opresiva en su burda inmediatez? Entonces ponte de rodillas, actúa como si creyeras y te librarás de tu creencia, ya no tendrás que creerte a ti mismo, ¡tu creencia ex-sistirá objetivada en tu acto de rezar!” O sea, ¿qué ocurriría si uno se pusiera de rodillas y rezara no tanto para recuperar la propia creencia sino, por el contrario, para librarse de ella, de su exceso de proximidad, para ganar el espacio de una distancia mínima en pos de ella? Creer –“directamente” sin la mediación externa de un rito– es una carga traumática pesada, opresiva, que, por medio de algún rito se puede transferir a Otro... Cuando Badiou subraya que la doble negación no es lo mismo que la afirmación, no hace más que confirmar el viejo motto hegeliano les non dupes errent. Consideremos la afirmación “Yo creo”. Su negación es “Yo en realidad no creo, tan sólo simulo, hago como si creyese”. Sin embargo, su negación de la negación propiamente hegeliana no es el retorno a la creencia directa sino la simulación autorrelacionada: “Hago como si simulara que creo”, lo cual significa: “Yo, en realidad, creo, pero no me doy cuenta”. ¿No es acaso la ironía la forma más acabada de la crítica actual de la ideología, la ironía en el sentido que da de ella Mozart: tomarse las afirmaciones más seriamente que los propios sujetos que las emiten? En el caso de los así llamados “fundamentalistas”, el “normal” funcionamiento de la ideología de acuerdo con el cual la creencia ideológica es trasladada al Otro resulta perturbado por el violento retorno a la creencia inmediata: ellos “realmente creen”. La primera consecuencia de esto es que el fundamentalista se convierte en uno a quien su propia fantasía deja atontado (por ejemplo, el marqués de Sade, sugiere Lacan), al identificarse inmediatamente con ella. Recuerdo que, de joven y tras enterarme de cómo se gestaban los niños, yo seguía alimentando ciertas fantasías. Como no tenía una idea precisa sobre la inseminación, pensaba que había que hacer el amor todos los días durante nueve meses. Pensaba que el niño se formaba en el vientre de la mujer, que se nutría cada día con el esperma de tal modo que cada eyaculación equivalía a un ladrillo más en la construcción del edificio... Se suele jugar con estas fantasías sin “tomarlas en serio” y justamente así cumplen con su función. El fundamentalista es incapaz de poner distancia con relación a su propia fantasía. Aclaremos este punto a propósito de la obra de Elfriede Jellinek, La profesora de piano, que también puede ser leída como la historia de una psicótica que carece de las coordenadas de su fantasía que le permitirían organizar su deseo. Cuando, en mitad de la película, va a una cabina a mirar una escena porno, lo hace simplemente para aprender lo que tiene que hacer, cómo tener relaciones sexuales, y en la carta que escribe a su amante se contenta con describir lo que ha visto en la cabina. (Su psicosis y falta de coordenadas fantasmáticas quedan claramente en evidencia en la extraña relación que mantiene con su madre: cuando, en medio de la noche, la abraza y empieza a besarla muestra su total falta de coordenadas que la referirían a un objeto de deseo determinado; lo mismo que cuando se corta la vagina con una cuchilla de afeitar, un acto que sirve para traerla de nuevo a la realidad).ii Al final de La profesora de piano, la heroína, después de clavarse un puñal sale caminando de la sala de conciertos donde había tenido lugar el último encuentro con su joven amante: ¿por qué no pensar que esta herida que se autoinflige es como “atraversar la propia fantasía”?¿Por qué no pensar que, al clavarse el cuchillo se libra de la fantasía masoquista que la domina? En suma: ¿no es acaso un final optimista? Tras ser violada por su amante, una vez que ha dado con su fantasía en la realidad, ¿acaso esta experiencia no la capacita para dejarla atrás? Más aún, ¿por qué no pensar que la fantasía que ha trasmitido por escrito a su amante no es la fantasía de lo que a él le gustaría hacerle, de manera que a él le fastidia obtener de ella de forma directa su propia fantasía? En términos más generales, cuando estás apasionadamente enamorado y llevas mucho tiempo sin ver a tu amada, le sueles pedir una foto para tener presentes sus rasgos. El verdadero propósito de esta demanda no es verificar si las propiedades de la amada satisfacen los criterios de la propia vida sino, por el contrario, llegar a saber (de nuevo) cuáles son esos criterios. Estoy absolutamente enamorado, y a priori la foto no puede resultarme decepcionante. La necesito tan sólo para que me diga qué es lo que amo... Esto significa que el verdadero amor es realizativo (performative) en el sentido en que cambia su objeto. No quiere decir que lo idealiza sino que abre una brecha en él, entre las propiedades positivas del objeto y el ágalma, el misterioso núcleo de la amada (de ahí que no te ame porque tus propiedades te hagan digna de ser amada por mí sino que, por el contrario, es porque te amo que tus propiedades se me representan como dignas de ser amadas). Por esta razón, encontrarse en la posición del ser amado resulta tan violento, incluso traumático: ser amado me hace sentir directamente la brecha entre lo que soy como ente determinado y la X insondable en mí que causa el amor. Todos conocemos la definición que hace Lacan del amor: “El amor es dar algo que uno no tiene...”; lo que se suele olvidar es la segunda parte de la oración: “...a alguien que no lo quiere”. Pues bien, ¿acaso esto no se confirma cuando alguien de forma inesperada nos confiesa experimentar un amor apasionado por nosotros? Nuestra primera reacción, la que precede a cualquier posible respuesta ¿acaso no es la de que se nos impone algo obsceno, intrusivo? En una especie de torsión hegeliana, el amor no se asoma al abismo insondable en el objeto amado. Lo que hay en el/la amado(a) “de más”, el supuesto exceso en/del (de la) amado(a) es puesto reflexivamente por el amor mismo. De ahí que el amor verdadero esté lejos de ser una apertura al “misterio trascendente del Otro amado”. El verdadero amor sabe, como diría Hegel, el exceso del (la) amado(a), eso que está fuera de mi alcance, es justamente el lugar de la inscripción de mi propio deseo en el objeto amado: la trascendencia es la forma de la apariencia de la inmanencia. La sabiduría melodramática lo explica así: es el propio amor, el hecho de ser amado, lo que en última instancia hace bello al (la) amado(a). Volvamos a nuestro fundamentalista: el inconveniente de convertirse en alguien que se deja engañar por su propia fantasía es que se pierde la capacidad de sentir el enigma del deseo del Otro. En un caso clínico reciente en el Reino Unido, la paciente, una mujer víctima de una violación, quedó profundamente perturbada por un gesto inesperado del violador: cuando éste ya la había reducido de forma brutal y justo antes de penetrarla, se separó apenas y exclamó: “¡Un minuto, señora!”, y se puso un preservativo. Esta insólita intrusión de los buenos modales en el marco de una situación brutal dejó perpleja a la víctima: ¿qué quería decir? ¿De pronto sentía un extraño impulso de cuidar de ella o no era más que una medida de protección egoísta del violador, de golpe preocupado por la posibilidad de que la víctima le contagiase el SIDA y no al revés? Este gesto, mucho más que las explosiones de pasión descontrolada, explica el encuentro del “significante enigmático” del deseo del Otro en toda su impenetrabilidad. El encuentro con el deseo del Otro ¿sigue la lógica de la alienación o la lógica de la separación? Puede ser una experiencia de completa alienación (estoy obsesionado con el impenetrable, oscuro, inaccesible y divino Deseo que juega conmigo, como hace el dieu obscur jansenista); sin embargo, la clave decisiva se da cuando, de modo hegeliano, nos damos cuenta de que “los secretos del egipcio eran secretos también para los propios egipcios”, es decir, cuando nos damos cuenta de cómo nuestra alienación con relación al Otro es ya la alienación del Otro (con relación a él mismo). Esta es la alienación redoblada que genera lo que Lacan llamó separación como superposición de dos carencias. Está claro cómo se vincula la posición del fundamentalista con estas dos notas: como la fantasía es un escenario que el sujeto construye para dar respuesta al enigma del deseo del Otro; es decir, como la fantasía da respuesta a la pregunta “¿Qué es lo que el Otro quiere de mí?”, la identificación inmediata con la fantasía cierra, por así decirlo, la brecha, el enigma es desvelado, sabemos perfectamente la respuesta...

NOTAS

i.  Sigue estando de moda burlarse de la noción freudiana de falo señalando aquí y allá, con un dejo de ironía, “símbolos fálicos”. Por ejemplo, cuando un relato menciona algún movimiento vigoroso de entrar y salir se supone que se refiere a la “penetración fálica”; o, cuando algún edificio tiene la forma de una torre elevada, es obvio que es “fálico”, etc. Es notable que quienes hacen este tipo de comentarios nunca se identifican del todo con ellos: imputan la creencia en que hay “símbolos fálicos por todas partes” a algún mítico freudiano ortodoxo, o bien atribuyen ellos mismos el significado fálico, pero sólo para criticarlo, para superarlo. La situación resulta particularmente irónica puesto que el ingenuo ortodoxo freudiano que ve “símbolos fálicos por todas partes” no existe, es una ficción del propio crítico, su “sujeto que se supone que cree”. El único creyente en los símbolos fálicos es en ambos casos el propio crítico, que cree a través del otro, es decir, que “proyecta” (mejor dicho, traslada) su creencia al orden ficticio.

ii. Debo esta observación a Geneviève Morel.