Paul Valéry en ocasión de su sexagésimo aniversarioi

 
 Walter Benjamin

 


 

 

O langage chargé de sel, et paroles véritablement marines!ii

Valéry quiso ser oficial de marina, y en aquello que ha llegado a ser se pueden reconocer los rasgos de este sueño de su juventud. Por una parte, su poesía posee una abundancia de formas que el lenguaje le gana al pensamiento, igual que el mar a la calma chicha; por otra parte, este pensamiento de dirección matemática se inclina sobre las cosas como sobre cartas náuticas y, sin complacerse en contemplar «profundidades», se siente feliz cuando puede seguir un rumbo seguro. El mar y la matemática aparecen con deslumbrante asociación de ideas en uno de los pasajes más hermosos que ha escrito Valéry, aquel en que Sócrates habla a Fedra del hallazgo que ha hecho estando en la orilla. Las olas han arrastrado algo que es difícil de identificar (o marfil, o mármol o quizás el hueso de un animal), algo que casi parece una cabeza con los rasgos de Apolo. Y Sócrates se pregunta si esa cosa es obra de las olas o bien de un artista; pondera luego cuánto tiempo haría falta para que, entre miles de millones de formas, el océano forme ésta casualmente y cuánto tiempo necesitará el artista, y Sócrates llega así a la conclusión de que «un artista vale por miles de siglos, o por cientos de miles, o quizá muchos más... Lo cual es un criterio bien extraño respecto de las obras» iii.

Si por cierto tuviéramos que sorprender al autor de esa obra grandiosa titulada Eupalinos o el arquitecto con un exlibris por su sexagésimo aniversario, éste podría ser un gran compás, una de cuyas piernas se va hundiendo en el fondo del mar, mientras la otra se extiende siempre en dirección al horizonte. Esta sería también una metáfora digna de la envergadura de este hombre. La tensión es sin duda la impresión dominante en lo que es su presencia corporal, así como la expresión de su cabeza, cuyos ojos hundidos nos indican un alejamiento respecto de las imágenes terrenas que, de acuerdo con ellas, le permiten marcar el rumbo propio de su vida interior, como se marca el rumbo de los navíos de acuerdo con las imágenes de las estrellas. La soledad es la noche desde la que esas imágenes relucen, de la cual posee Valéry una gran experiencia. Una vez que, a los veinticinco años de edad, había publicado sus primeros poemas y sus dos primeros ensayos, comenzó aquella pausa de veinte años en su presencia pública, de la que salió brillantemente en el 1910 con el poema titulado La joven Parca iv. Ocho años después v, una serie de obras extraordinarias —y astutas maniobras en sociedad— le permitió ingresar en la Académie Française. Con sutil malicia le concedieron el sillón de Anatole France vi. Pero Valéry atajó el golpe con un discurso de insólita elegancia (el obligatorio panegírico de su antecesor) en el que no mencionó una vez siquiera el nombre del escritor y novelista. Por lo demás, el discurso contiene una especial indicación sobre lo que es el arte de escribir lo suficientemente inusual para caracterizar a su autor.

Así habla Valéry de un «valle de Josafat» particular donde se agolpa la multitud de los que escriben, los de otros tiempos y los actuales: «Toda novedad se disuelve a su vez en novedades. Toda ilusión de ser original se nos disipa. El alma se entristece y se imagina, con un dolor muy particular mezclado de piedad muy profunda e irónica, a esos millones de seres armados de plumas, a esos innumerables agentes del espíritu, cada uno de los cuales se sintió en su momento como un creador independiente, causa primera y dueño de una clara certeza, fuente única y del todo incomparable, y que ahora, después de haber vivido en forma tan laboriosa y de haber consumido sus mejores horas para distinguirse eternamente, se encuentra degradado por el número, perdido en la multitud siempre creciente de sus semejantes» vii. Y es que en Valéry, en lugar de esa vana voluntad de distinguirse está la voluntad de perdurar, de que lo escrito perdure para siempre. Y, sin embargo, esa perduración de lo escrito es algo completamente diferente de la inmortalidad del escritor, y en muchos casos se puede dar sin ella. La perduración, y no por cierto la originalidad, es aquello que viene a distinguir la clasicidad en la escritura, y Valéry nunca se ha cansado de analizar sus condiciones. «un escritor clásico», nos dice viii, «es uno que disimula o reabsorbe las asociaciones de ideas. Pero, en ésos pasajes en que el ímpetu iba lanzando al autor a por todas, en los que Valéry pudo creerse superior al ensamble, en los que no advirtió fugas y, al no verlas, no las rellenó, en aquellos pasajes se cría el moho del envejecimiento. Para conocer aquellas fugas, los límites que tiene el pensamiento, hace falta autocrítica. Valéry estudia inquisitorialmente la inteligencia del escritor, muy en especial la del poeta, y pide en consecuencia la ruptura con la idea extendida de que la inteligencia se sobrentiende en el escritor, y con la idea más difundida todavía de que, en el caso del poeta, la inteligencia nada tiene que decir. Valéry mismo posee inteligencia, y ésta es de un tipo que no se sobrentiende.

Y nada puede resultarnos más extraño que la encarnación de dicha inteligencia, a saber, Monsieur Teste. Una y otra vez, de sus primeros a sus últimos escritos, Valéry recurre a esta extraña figura peculiar, a cuyo alrededor se agrupa en su obra todo un círculo de pequeños textos (es el caso de una velada con Monsieur Teste, o el de una carta de su esposa, o un prefacio y, junto a ello, por supuesto, hay también un cuaderno de bitácora). Monsieur Teste (es decir, el señor Cabeza) es personificación del intelecto que nos recuerda notablemente al Dios de que trata la teología negativa de Nicolás de Cusa. Y es que todo aquello que Valéry nos cuenta de Teste va conduciendo siempre a la negación. Y lo atractivo e su exposición no son los abundantes teoremas, sino los trucos de un modo de comportarse que daña lo menos posible a lo que es el no-ser y que cumple al tiempo con la máxima: «Toda emoción, todo sentimiento, es síntoma de un defecto de adaptación»ix. Así, aunque el señor Teste se considere a sí mismo un ser humano, ha aceptado la idea de Valéry de que los más importantes pensamientos son los que contradicen a nuestros sentimientosx. Pero Teste es también negación de lo «humano»: «Está llegando el crepúsculo de lo Vago, y se prepara el reino de lo Inhumano, que brotará de la nitidez, del rigor y pureza en los asuntos humanos»xi. Nada recargado ni patético, nada «humano» entra en el mundo de este extraño personaje, para el cual sin duda el pensamiento es la sustancia única a partir de la cual es posible formar lo que es perfecto.

Uno de los atributos de lo perfecto es desde luego la continuidad, y, así, también ciencias y artes son el puro espíritu un continuo por el cual el método de Leonardo (que en la primera obra de Valéry, la Introducción al método de Leonardo da Vinci, aparece como precursor del señor Teste) abre caminos que en ninguno de los casos pueden ser malinterpretados como límites. En cuanto a dicho método, es aquello que, al aplicarlo a la poesía de Valéry, ha conducido al célebre concepto de poesía pura, uno no creado en absoluto para que un abbé aficionado a los productos de la literatura lo fuera a pasear durante meses por todas las revistas literarias de Francia con el fin de obligarle a confesar su identidad a través del concepto de oraciónxii. A este respecto, el propio Valéry describió repetidas veces, con acierto, las varias estaciones de la historia que se corresponden con las teorías poéticas (de Poe, Baudelaire y Mallarmé) en las que el aspecto constructivo y el musical propio de la lírica intentaron delimitar sus competencias, hasta que en reflexiones cuyo centro son las obras maestras de la poesía de Valéry (Le cimetière marin, La jeune Parque, Le serpent) la lírica se entiende ya a sí misma como la más perfecta combinación de la inteligencia y de la voz. Y es que las ideas de sus poemas se alzan como islas en el mar vocal. Cosa que es también lo que separa a esta poesía filosófica de lo que así se llama en Alemania: pues en ella, la idea no colisiona nunca con la «realidad» o con la «vida». El pensamiento sólo tiene que ver con la voz: tal es la quintaesencia de la poesía pura. Valéry nos dice: «El lirismo es el género de la poesía que viene a suponer la voz en acción, la que sale directa, o que es provocada, por aquellas cosas que uno ve o que siente presentes»xiii. Y, del mismo modo: «Las exigencias propias de una prosodia estricta son el artificio que confiere al lenguaje natural las cualidades de una materia resistente, ajena a nuestra alma y sorda a los que son nuestros deseos»xiv. Justamente en esto viene a consistir lo peculiar de la inteligencia pura. Pero esta inteligencia pura, que en Valéry se ha retirado a las cumbres inhóspitas de una poesía duramente esotérica, es la misma bajo cuya dirección la burguesía europea de lanzó a sus conquistas en la era de los descubrimientos. Así, en Valéry, la duda cartesiana en el saber se ha convertido, de manera casi aventurera y empero metódica, en una duda en las preguntas mismas: «La insuficiencia de nuestro espíritu viene a permitir precisamente el dominio de las fuerzas del azar, como de los dioses y el destino. Si tuviéramos respuestas para todo (es decir, si tuviéramos respuestas exactas), tales fuerzas no existirían... Lo percibimos con tanta claridad que acabamos volviéndonos contra nuestras preguntas. Por aquí es preciso comenzar. Tenemos que elaborar una pregunta anterior a todas las preguntas que les pregunte cuál es su valor»xv.

Relacionar estos pensamientos con el período heroico con la que aquí, en un punto avanzado de aquel mismo viejo humanismo europeo, nos vamos a topar una vez más con la idea de progreso. Pero aquí se trata de la auténtica: la idea de un progreso transferible en los métodos, una idea que corresponde justamente al concepto de construcción de Valéry, y ello con la misma contundencia con que viene a oponerse a la idea de la inspiración. « La obra de arte», ha dicho uno de los intérpretes de Valéry,«nunca es una creación: es una construcción cuyos protagonistas son el análisis, el cálculo y el plan». La última virtud del proceso metódico, que conduce al investigador más allá de sí mismo, se acredita así en Valéry. Porque Monsieur Teste no es otra cosa sino el individuo que, estando finalmente preparado para atravesar el umbral de la desaparición histórica, acude a la llamada aún una vez más (como una sombra) y se sumerge en ella de inmediato; no afectado ya por nada más, entra en un orden cuyo advenimiento Valéry nos describe de este modo: «En los tiempos de Napoleón, la electricidad tenía más o menos, la importancia que en tiempos de Tiberio se podía atribuir al cristianismo. Mas va quedando claro, poco a poco, que dicha general inervación del mundo tiene más consecuencias y es más capaz de modificar la vida, y modificarla en el futuro, que los acontecimientos “políticos” sucedidos de los tiempos de Ampère hasta el día de hoy»xvi. La aguda mirada que Valéry va arrojando a este mundo venidero ya no es la mirada del oficial de marina, sino más bien la del marinero que sabe que se acerca una tormenta y que conoce demasiado bien el cambio que se ha dado en las condiciones de la historia («incremento de la nitidez y de la precisión, incremento por tanto del poder»)xvii para no darse cuenta de que, ahora, hasta «los profundos pensamientos propios de Maquiavelo o Richelieu ya sólo tienen la consistencia y el valor de un consejo bursátil»xviii. Así está ese «hombre, siempre en pie en el cabo del Pensamiento, abriendo bien los ojos sobre las fronteras de las cosas o de la vista misma, como tal»xix.

 

Extraído de Walter Benjamin. "Paul Valéry". Obras completas, Libro II, Volumen I. Traducción Jorge Navarro Pérez. Madrid: Abada editores, 2007.

NOTAS

iPublicado en la revista Die literarische Welt en octubre de 1931 y redactado unas semanas antes.

iiPaul Valéry, Eupalinos ou l'architecte (1923), en: Oeuvres, de. De J. Hytier, vol. 2, París, 1971. p. 117.

iiiIbid., p.119.

ivLos «primeros poemas» de Valéry son los que, escritos y publicados en diversas revistas entre 1890 y 1893, reunió en 1920 en el volumen Album de vers anciens ; los « dos primeros ensayos» son Introduction à la méthode de Léonard de Vinci, de 1895, y La soirée avec Monsieur Teste, de 1896. Por su parte, La jeune Parque es de 1917.

vEn realidad, no fue en 1925, sino en 1927.

viValéry habia sido enemigo declarado de Anatole France.

viiP. Valéry, Remerciement à l'Académie française, 1927, en: Oeuvres, vol. I, París, 1968, p. 731.

viiiP. Valéry, Tel Quel, 1941-1943, en: Oeuvres, vol. 2, op. cit. p. 563.

ixP. Valéry, Mauvaises pensées et autres, 1941, en: Oeuvres, vol. 2, op.cit, p. 866.

xP. Valéry, Tel Quel, en: Oeuvres, vol. 2, op. cit., p. 764.

xiIbid., p. 621.

xiiSe trata de Henri Bremond (1865-1933), sacerdote, escritor e historiador de la literatura, que acuñó el concepto de poesía pura. [N. del T.]

xiiiP. Valéry, Tel Quel, en: Oeuvres, vol. 2, op. cit., p. 549.

xivP. Valéry, Variété, 1924-1944, en: Oeuvres, vol. I, op. Cit., p. 480.

xvP. Valéry, Tel Quel, en: Oeuvres, vol. 2, op. cit., pp. 647 s.

xviP. Valéry, Regards sur le monde actuel et autres essais, 1913, en: Oeuvres, vol. 2, op. Cit. pp. 919 s.

xviiIbid, p. 922.

xviiiIbid, p. 925.

xixP. Valéry, Extraits du log-Book de Monsieur Teste, 1925, en: Oeuvres, vol. 2, op. cit., p. 39.

 

 

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