Desviar, ajustar (y tres notas sobre El fantasma y la señora Muir)

 
Gonzalo Torné de la Guardia

 


 

¿Ves, Stanislaus, cuando se te ocurre una idea el provecho que le saco yo?
            De James Joyce a su hermano.

                                                                      
Decidida a forjarse una nueva vida para ella y para su hija, Lucy Muir (GENE TIERNEY), una joven viuda se instala en una casita frente al mar en la costa de Inglaterra. La Sra. Muir no tarda en descubrir que su nueva casa está habitada por el fantasma de su antiguo   propietario, un curtido capitán de barco (REX HARRISON) que intentará deshacerse de los   nuevos inquilinos, sin conseguirlo. Muy pronto, sin embargo, surgirá entre ambos una conmovedora historia de amor. Cuando Lucy se queda sin dinero el capitán le ayuda a escribir un libro basado en su vida. Su éxito editorial, sin embargo, atrae las atenciones de un hombre que, a diferencia del capitán, es de carne y hueso.

De la carátula de El fantasma y la señora Muir.

I. Desviar lo dado.

Ya está otra vez así. No hace ni medio año que se ha comprometido a concentrarse en esa obra teatral con la que espera alcanzar cierto desahogo económico y ya está otra vez, dejándose ir. El 30 de Octubre le bastaron diez palabras –según sus cuentas– pronunciadas descuidadamente por Jonathan Struges poco antes de terminar la velada para ponerse en funcionamiento. Struges habló de un anciano que al poco de conocer a un joven prometedor le advierte que si no abandona pronto su actitud meditabunda va a echar a perder su vida. Otras veces le ha bastado con un comentario que no llega a confesión, como cuando Mrs. Procter le insinuó que para ella la importancia de leer un libro, mucho más allá del placer o la instrucción que pudiera proporcionarle el texto, estaba relacionada con la sensación de que después de una vida cargada de complicaciones y sufrimientos ya no le iba a ocurrir nada más. ¿Y si en lugar de la encantadora Mrs. Procter se tratase de un anciano introvertido, fatigado aunque sereno, a quién las pequeñas seguridades y placeres se le tambaleasen?, se preguntó en aquella ocasión, ¿Y si recibiese una visita inesperada, con un propósito turbio?Todavía recuerda la fecha –una noche de jueves– en la que el Arzobispo de Canterbury le contó en Addington un bosquejo que ahora sólo puede considerar como algo vago, general e impreciso; un embrión de relato que había llegado a oídos de Canterbury por mediación de una dama –como si la transitividad de lo que se cuenta le inspirase la técnica expositiva de tantos de sus relatos: una narración contada por alguien que una vez escuchó una versión de un acontecimiento pasado– de la que se infiere que no disfrutaba del don de la narración ni claridad expositiva alguna. El material es tan burdo que incluso la primera versión anotada en el diario se construye sobre un amontonamiento de imágenes convencionales impropias de su estilo maduro –lugares peligrosos, una vieja casa de campo, un barranco pronunciado, el cerco derruido–; una versión tan "oscura e inacabada" que sólo impresiona al lector si está al corriente de hasta dónde fue capaz de llegar en la versión final. Pero a estas alturas lo que Canterbury le contó que le había dicho la dama con un aire de confidencia podría expresarse en 26 palabras: una familia pudiente vive en una casa aislada, los progenitores mueren y los hijos quedan a merced de los sirvientes que los corrompen y los envilecen. Pero en menos de una página, en la anotación correspondiente al 12 de Enero de 1895, mientras pasa por escrito y pondera en qué consiste su interés, en poco más de un párrafo, los sirvientes han dejado de estar vivos para convertirse en espectros; los niños ya no son víctimas del mal, sino que mantienen con él una relación de atracción y rechazo; y el narrador ya no es Canterbury ni la dama ni el hombre o la mujer que los precedieron, sino un testigo directo, pero al mismo tiempo distante, alguien que como "es totalmente obvio" debe actuar como un espectador externo. Alguien que no puede salirse del relato, pero tampoco estar por completo dentro, y que se ve obligado a narrar (de forma "vaga, general, imprecisa") una historia ("oscura e inacabada") porque trata de hacer todo lo humanamente posible para comprender una situación que parece a vida o muerte y que se escapa a cuanto ha sido capaz de afrontar hasta el momento. Alguien que bien podría ser una institutriz.Resúmenes apresurados de una vida, anécdotas vertidas sin reflexionar durante una velada que uno imagina intermitentemente amenazada por el tedio, cuchicheos, indiscreciones, chismorreo espumoso, comentarios triviales, frases hilvanadas sin atención y que sólo forzando la vista recuerdan a un relato descosido... esta es la materia prima, vulgar y de derribo, accesible a cualquiera, mundana, con la que construye sus admirables novelas y cuentos y nouvelles. ¿Construye? ¿Forma? Si nos detenemos un poco más en el proceso observaremos que ninguno de los dos verbos logra una aproximación fiel.

La anotación del 21 de Diciembre de 1895 nos resulta especialmente útil por su extensión. Casi podemos verlo trabajar. La primera frase dedicada al relato está dividida en tres clausulas que desvían progresivamente la información. Primero se nos informa sobre dos personas que constantemente han oído hablar la una de la otra; después que han estado muchas veces a punto de cruzarse y, finalmente, que "se han perdido". La frase intensifica el grado de proximidad. ¿Qué relato puede propiciar una anécdota tan insignificante como la de dos que nunca llegaron a conocerse? Una tercera persona, imagina ahora, debería haber porfiado para que se diera el encuentro y, añade, porque está "interesada" en que se produzca. ¿Por qué? Aquí vacila, puede ser por simpatía, por desacierto o por comedimiento. De una cosa está convencido: son un varón y una mujer. Uno de ellos muere, pero regresa. No está claro (todavía) si se trata de una aparición, un fantasma o un recuerdo. En cualquier caso ambos comprenden (o al menos comprende la persona viva) todo lo que les habría sido posible si se hubiesen visto. La historia va desarrollándose en desvíos sucesivos, en tentativas, como si también él se viera escribiéndola y se encontrase por primera vez con las ramificaciones que se abren al pensarla con más intensidad. Ahora ha descubierto que el narrador hablará en tercera persona. Una tercera persona implicada. Y también sabe que la que muere y regresa es la mujer. Y metido ya en la piel del narrador añade: "A cada uno de ellos yo le he hablado del otro, es sobre todo a través de mí que se conocen, yo no debo ser flagrantemente un entremetteur o una entremetteuse". Imagina, duda y vuelve a imaginar "si la que cuenta la historia es una mujer, acaso se le despierten los celos de la amiga muerta", y sigue desplazando así la "historia" desde su anodino origen –esas dos personas que oyen hablar la una de la otra y todavía no se conocen–observándola, ponderando y dudando de nuevo: ¿Qué efecto podría conseguir con un narrador impersonal? ¿Debería representar o sólo sugerir la entrevista post mortem? ¿Podría atribuirle sentimientos a esta tercera persona? Y una vez acabada, al menos por ese día, la exploración sobre el papel, y tratando de apaciguar la excitación y de disipar el miedo a no "ver" más, recuerda que todas las "cosas" que necesita para escribir las puede encontrar "en cada esquina", "la vida está llena de ellas", insiste, "que la vida misma me las entregue". Y más envalentonado concluye: "Ya llegarán, ya llegarán, siempre llegan" y en cuanto lo hacen él "les abre los brazos, las cobija" y las hace desarrollarse en el sentido de lo que necesita "de la observación, del pensamiento, de la imaginación".   Lo que convierte a estos relatos en obras memorables –en dignos de ser recordados, recomendados, releídos– no parece provenir del material dado, de los datos suministrados por los otros, de los embriones verbales que pueden transmitirse con cierta facilidad y sin esfuerzo. La parte que se recuerda, el residuo que pasa de persona a persona, aunque no posea ningún talento para la narración es lo prescindible, lo indigno de que se le preste atención. Ese material basto se desarrolla en la mente del escritor que actúa como una incubadora. Las energías que pone en juego esa mente tienen poco que ver con una reconstrucción de la memoria, con una búsqueda de un esquema subyacente a lo dado y deja en mal lugar a las teorías miméticas. En una primera fase lo que permite desarrollar amplios fragmentos de texto que merezcan ser recordados –que releemos y recomendamos– es la imaginación que opera con una serie de desvíos, de desplazamientos que conducen la anécdota –intrascendente, superflua, trivial– cada vez más lejos, en una serie de impredecibles ampliaciones deformadoras.  El par que forman "lo que se recuerda" / "lo que se olvida" adoptan polaridades inversas según sea su contexto de uso. Si se trata de cubicaje cerebral "lo que se recuerda" es la condensación vulgar del relato y "lo que se olvida" lo singular, lo complejo, lo específico. Si de lo que se trata es de discernir que es no "posible" sino "digno" de recordar nos encontramos en la dimensión del mérito humano y entonces "lo olvidable" son las anécdotas de Canterbury y "lo recordable" (lo digno de ser recordado, recomendado o releído) son textos que desbordan por extensión o excepcionalidad una memoria que con frecuencia olvida por completo el contenido de unos libros cuya impresión y efecto sobre su conciencia no quiere perder. Recordamos lo que podríamos (deberíamos) olvidar y olvidamos lo que deberíamos (ansiamos) recordar.  Tales desvíos actúan incluso en el plano del intercambio cotidiano de información, pero al nivel del juicio estético estas alteraciones no son significativas. Los desvíos se suceden en una cadena casi continua que conforma un sistema de comunicación de proporciones incalculables y que no debe confundirse con la tergiversación: como si estas alteraciones involuntarias que bien conocen los niños que juegan al teléfono o a otro nivel lo mitólogos estructuralistas fuese su hábitat natural –e inevitable– de propagación. Pero considerado como objeto de atención artística el relato sólo logra atraer nuestro interés cuando logra un desvío ejemplar.La pretensión de que el escritor sustrae los temas de la realidad en la que se complacen más inocentes y las subsecuentes investigaciones biográficas, sociales, históricas y genealógicas suponen una insólita mezcla a medio camino entre el Perogrullo y la inanidad que no contribuye a esclarecer ni la génesis del relato ni el derecho que parecen alcanzar algunos ejemplares de ser recordados, recomendados, releídos. De la vida entendida como suministradora de temas se podría repetir, ilustrando así el tema con una sinécdoque, lo que Philip Roth pone en boca de Zuckerman sobre las relaciones que el escritor ficticio entabla con las personas de su entorno afectivo en una novela, La contravida, donde la paranoia de ser convertido en un personaje "de novela" sólo compite con el asco a ser distorsionado por la imaginación del escritor:"Los demás, en general, no suelen presentársenos a los escritores como personajes literarios de cuerpo entero: suelen dar poquito, para empezar, y, pasado el impacto de la primera impresión, no suelen servirnos de gran cosa. La mayor parte de la gente (incluido el propio novelista, su familia, casi todas las personas que conoce) carece totalmente de originalidad, de modo que la tarea del escritor consiste en hacer que parezca otra cosa". La observación de Zuckerman puede considerarse un caso particular de un planteamiento general extensible a toda la "realidad" considerada en una acepción laxa que permita incluir ese tipo de relatos descuidados cuya insignificancia y capacidad de alterarse en la cadena de la cháchara los vuelve resistentes a la desintegración.

II. Ajustar lo imaginado.

Pero ¿Cómo trabaja la imaginación? La literatura secundaria es de poca ayuda. Se salta de las mitificaciones románticas, al escapismo cripto-idiota a lo Paulo Coelho sobre los poderes renovadores de la imaginación entendida como una especie de magia mental. La llamada filosofía de la mente y las investigaciones provinentes del llamado modelo científico, sin entrar en pormenores, dejan al lector con las manos vacías. Ninguna teoría disponible logra abordar de forma articulada la investigación hipotética, el divagar lúdico y el inagotable campo de las relaciones de poder (basta pensar en cómo las palabras de un escritor fuerte se erigen en la versión legitima de un estado de cosas); tres ámbitos donde la imaginación parece jugar un papel nada desdeñable. Cuando más lo pensamos más se confunde con el resto de operaciones del pensamiento, que la filosofía moderna separó en una taxonomía mental que pide a gritos una revisión. Sospecho que si pudiéramos ver el atelier de un novelista observaríamos cómo funcionan y trabajan las tres dimensiones (que no pretenden agotar el concepto): exploración, gratuidad, dominio. ¿Pero dónde encontrar textos que nos permitan seguir indagando? Los diarios que he presentado suponen una rareza, como si el autor no fuese capaz de contenerse, como si sólo pudiera registrar (escribir) distorsionando. La mayoría de cuadernos de trabajo oscilan entre dos extremos que no nos sirven: o bien son ejemplares considerablemente acabados de prosa literaria donde se han borrado todas las huellas de la probable tensión dialéctica entre lo visto y lo oído, y lo deformado y desviado (piénsese en Pla o en Jünger); o bien se parece demasiado a una caja o contendor de materiales sustraídos a la circulación insignificante o que se podrían añadir con pocos reparos a ella de no ir firmados por Kafka y Musil.Entre ambos extremos –el material dado y el material acabado– se abre un intervalo de actividad creativa imposible de reconstruir, un salto especulativo más modesto que el hegeliano –pongamos el salto que va desde el mono que Nabokov consideraba el "primer latido" de Lolita hasta el texto de Lolita publicado en 1955– pero tan difícil de deducir como de inducir. Como era de prever los novelistas no ponen mucho empeño en aclarar el asunto. Preguntado por el Cultural sobre cómo funcionaba su imaginación McEwan respondía que no tenía ni idea. Paul Auster ofrecía una pista de forma indirecta al definir un libro acabado como el resultado de una cuidadosa operación de disimulo por la que se ocultan las heridas y las cicatrices de las correcciones. Según Auster, la imaginación lejos de seguir un desarrollo progresivo, una acumulación armónica, fácil de reproducir y repetir –aunque sea de forma esquemática– cuando termina el proceso, trabaja en tensión consigo misma, violentando sus propios adelantos, mediante una serie de fracturas, de discontinuidades que sólo en la versión definitiva adoptan el aspecto de un flujo textual continuo –qué remedio– o coherente –si hay suerte– con un ritmo y un sentido de la progresión particular para cada escritor y que sería tan costoso de explicar –por recuperar la célebre analogía de Levi-Strauss– como las relaciones entre la música y la respiración.

No puede afeársele a McEwan que interrogado por un suplemento cultural y ante las siete líneas de rigor que se le ofrecían para explicarse optase por hacer una declaración de tintes realistas. Se necesita algo más de espacio para que el McEwan público pueda dar cuenta de cómo opera el McEwan privado cuando se dedica a transformar y desviar pedazos de información de valor insignificante en prosas extensas memorables. De manera que si bien hay una historia exterior de la narrativa de ficción compuesta por fechas, amistades, generaciones y geografías, de la que lo sabemos casi todo, existe una historia interna de la que casi no sabemos nada.Y, sin embargo, es justo reconocer que tal "historia secreta" no es tan secreta. En cierto sentido como reacción a las tesis estructuralistas ("el autor es pensado por el lenguaje") y postestructuralistas ("el autor es pensado por el lenguaje y el lenguaje no sabe lo que dice") no son pocos los escritores que se han preocupado de lograr lo que Bloom ha llamado nada menos que una "supermimesis" o dicho de otro modo: integrar en la obra el propio proceso de gestación. Nada que ver con esos poemas que tratan sobre lo que tratan los poemas ni con esas novelas que recurren al ardid de contar cómo se escribe una novela en lugar de escribirla. Nada de trucos para lectores impresionables. Me refiero a textos que no eluden el reto de presentar todos los alicientes de una obra "acabada", pero que añaden pistas sobre cómo opera la mente que les da forma. Textos que retomando la metáfora de Auster, sin renunciar a la "coherencia" y la "continuidad", a la "tensión" de lo ya conseguido se las ingenian para sugerir los cortes y las cicatrices. Es obligado citar el Autorretrato en espejo convexo de John Ashbery, pero si nos quisiéramos circunscribir a la prosa bastaría citar a Coetzee y a Philip Roth. La consecución del Premio Nobel ha convertido al primero en una especie ariete del aparheid, una tarea loable que tiene el inconveniente de no guardar más que una relación lateral con una obra que en más de la mitad de sus textos se dedica a indagar en los efectos perturbadores y las motivaciones nada enternecedoras de la pulsión por dominar la realidad mediante los desvíos de la imaginación. A la espera de descubrir hacia dónde un merecido Nobel podría desviar la imagen pública de Roth –y dado el talento para la reducción jíbara que exhiben los académicos de Estocolmo hay que prepararse para cualquier cosa–, cualquiera puede constatar que el proteico escritor de Newark se ha ocupado en diversos tramos de su obra de indagar cómo funciona la imaginación, a cómo se elaboran "historias memorables" La contravida  parece ser una novela especialmente interesante en la medida que allí Roth no sólo emplea su prodigiosa imaginación, sino que se esfuerza por que la veamos en acción, como si pusiera en limpio (para publicar) los procesos operativos que actuaban en los cuadernos (para consumo privado) de James. Conviene poner al lector al corriente que después del éxito de ventas que logró con El lamento de Portnoy Roth se embarcó en un ciclo de novelas protagonizadas por Nathan Zuckermann un escritor cuyos datos biográficos coinciden y no coinciden con los de Roth y que tras la publicación de una novela titulada Carnovsky –que es y no es El lamento de Portnoy– ha logrado hacerse rico y famoso y ha extraviado el habilidad de extraerle a su talento réditos literarios. En la escritura de Portnoy / Carnovsky: Roth / Zuckermann han agotado el filón de donde se nutrían sus prestigiosas ficciones: la materia vulgar de la familia, las obsesiones sexuales, los ritos y el paisaje infantil. La expectativa que se abre delante de ellos es repetirse a sí mismos una estrategia que para ambos “escritores” resulta una grosería imperdonable. El juego de la autoreferencia ha entusiasmado tanto a los lectores que con frecuencia sorprende verlos tan entregados a jugar hasta el final obviando que Roth a diferencia del pobre Zuckermann ha encontrado a Zuckermann para seguir escribiendo con provecho, mientras que Zuckermann anda abandonado a sus propios recursos extenuados sin encontrar un Roth que llevarse a la mente. Roth emplea los primeros libros del ciclo para hablar, entre otras cosas, de las inagotables reservas egoístas de la vocación de escribir y de los poderes carnívoros de la imaginación. Pero Zuckermann sigue atrapado, entre paranoicos, mujeres, dolores y viajes en el desierto de la crisis creativa.La contravida nos invita a contemplar un paisaje bien distinto. Las primeras páginas –donde se nos cuenta que Henry, el hermano de Zuckermann, se le ha administrado una medicación que le regula el corazón a cambio de dejarle impotente. Henry no puede soportar la idea de no volver a disfrutar de la compañía íntima de su joven amiga y no se decide a afrontar una operación que podría solucionar el solucionar pero con la que se arriesga a perder la vida– se supone que han sido escritas en la ficción por Zuckerman. Este breve informe sobre la vida sexual de su hermano es todo cuanto ha conseguido después de varias horas de esfuerzo intentando redactar un texto para el funeral de Henry quien, entretanto, ha  perdido la vida en la operación. En el siguiente capítulo vemos a Zuckerman de camino a Jerusalén para interceder a favor de la familia política de Henry ya que su hermano, poco después de superar la operación a vida o muerte, les ha abandonado (a ellos y a su prestigiosa carrera como dentista) para aprender hebreo y sumarse a un grupo extremista judío dirigido por una especie de profeta de la destrucción apellidado Lippman. Zuckerman (Nathan) fracasa en su intento por expatriar (o repatriar) a Zuckerman (Henry) a los Estados Unidos, y Roth consigue que superemos el malestar que provoca infringir el principio de irreversibilidad de los hechos. Pero el juego no ha hecho más que empezar. Después de un interludio cómico a bordo de un avión nos encontramos a Nathan tratando de arrancar a María (que en el primer capítulo conocimos con la protagonista de la primera aventura adúltera de su hermano) del asfixiante círculo de su matrimonio; e incapaz de satisfacerle “como varón” a causa de la medicación que tiene que tomar para cuidar su salud cardiaca. Nathan se enfrenta a la misma operación que Henry para recuperar su virilidad, y muere. ¿Qué hace Henry mientras tanto? Henry entra en su estudio y descubre en lo que Zuckerman ha estado ocupado: en sus borradores –que coinciden con la primera y la segunda parte de La Contravida– ha desviado la dolencia y su dilema a Henry y ha especulado con dos posibilidades: la muerte o la huida a Israel. Henry descubre de qué es capaz la imaginación de un escritor poderoso. Pero, ¿quién es la persona que cuenta esta tercera parte de La Contravida? El lector se siente tentado a responder que es obra de la voz narrativa del propio Roth, pero el autor Roth todavía no está dispuesto a soltar la presa. El contracanto de la cuarta parte está ocupado por una conversación entre María y una voz interrogadora que ella identifica con el fantasma de Zuckerman, en el diálogo que sigue la amante nunca complacida da cuenta de los pormenores de su relación y comenta una nouvelle donde Nathan imaginaba la vida de ambos, recuperada la potencia, en Londres y que corresponde con la quinta y última parte de La contravida. Un fantasma imaginario. Pero, ¿Y si Zuckerman no ha muerto en la ficción? ¿Qué nos impide creer, siendo fieles a la lógica del texto, que también Nathan está detrás de los capítulos cuarto y quinto? ¿Qué es él mismo quién imagina y escribe sobre Henry y Maria asistiendo a su muerte y enfrentándose a los tejemanejes de su imaginación? ¿Quién escribe La contravida? es una pregunta fácil, pero ¿Quién debemos suponer que escribe el texto que leemos en La contravida? es una pregunta mucho más comprometedora. Si somos coherentes con el tipo de verosimilitud que propone el libro deberemos concluir que no puede decidirse si Roth ha conseguido meterse en el texto o si Zuckerman ha logrado salir de la novela. Al fin y al acabo el libro se cierra con un pindareliano adieu de la pobre María (harta de tanto mareo) y una carta de despedida de Zuckerman donde reflexiona sobre el asombro de su amante ante "la rápida transformación" de una erección judía y que "en el contexto de nuestras aventuras –y las de Henry–" quién puede negar el paralelo entre la potencia/impotencia sexual y la potencia/impotencia creativa.

III.

Del contraste entre los diarios de James y La contravida no resulta un contrapunto sino dos pasos sucesivos en el interior de un mismo proceso que a falta de otro nombre consentiremos en denominar creativo. Los desvíos de la imaginación son imprescindibles para lograr una historia que merezca ser recordada. Cualquiera que se haya adentrado –por trabajo o por deleite secreto– en los espesos e intimidantes bosques de la literatura pésima sabe bien hasta que punto coinciden en exhibir la palidez de una imaginación desfondada, incapaz de elevar el sustrato trivial hacia lo sugestivo. Pero lo que la imaginación ha desarrollado –y desorganizado–  necesito someterse a un proceso continuo de ajustes que de coherencia al material dentro de una atmósfera, de un plan narrativo que si hemos de extraer alguna enseñanza de los textos consultados parece formarse en buena medida delante de los ojos del escritor.A despecho de cierto programa romántico –probablemente sin demasiada conciencia de serlo– que reclama los poderes de la sencillez, la espontaneidad, el sentimiento sincero, la intuición –en ocasiones, incluso, femenina–, los poderes telúricos del entorno familiar –rurales o urbanos, qué más da– y la confianza en la reconstrucción mimética de un “pedazo de vida” sin más elaboración literaria que la que dicta la ruta del “corazón” y del que se nutre la mayor parte de nuestra narrativa prescindible, si escuchamos con atención a la voz interior de James y al Zuckermann de Roth deberíamos ponderar que la ficción digna de ser recordada, releída y recomendada sólo puede elaborarse con una imaginación fuerte y desinhibida y ambiciosa que en algún punto del proceso deberá encontrarse y hacer frente a una exigencia de claridad mental y astucia y rigor para la que a pocos que lo pensemos deberemos reconocer que no disponemos de otra palabra que inteligencia .

La empresa parece sencilla, pero no es de esperar que carezca de complicaciones. Sucede cuando uno trabaja por encargo. Recibido el enunciado "historias inmortales" y escogido el objeto, la primeriza película de Mankiewicz, El fantasma y la señora Muir, uno se pone en manos de la imaginación para que le dicte el camino. ¿Qué escribir? ¿Cómo hacer para ir de una orilla a la otra? No se trata sólo de contar qué es una historia inmortal, sino en un plano más modesto, construir una "historia" que merezca ser recordada (recomendada, releída), cuyos argumentos presenten cierta resistencia al olvido inmediato. Supongamos que el cuerpo del texto ha conseguido distinguirse de la cháchara insustancial. ¿Cómo encajar entonces a la señora Muir y a su fantasma con James y Auster y Roth?
Podríamos empezar preguntándonos ¿Por qué El fantasma y la señora Muir merece nuestra atención, merece que la recomendemos, que volvamos a verla pasado un tiempo. Con James pudimos comparar la anécdota en bruto con el resultado final y asistir a cómo operan sus desvíos. ¿Qué sabemos de la prehistoria de la película de Mankiewicz? Lo primero que se me ocurre cuando trato de imaginar el proceso mental que el director siguió es la historia melancólica (a lo James) que vertebra la película. La mujer que espera célibe al que pudo ser el hombre de su vida, al que no supo ver o ante el que no cedió. Una historia romántica, algo pasada de moda, que pudo reintroducirse en la irónica atmósfera moral de Mankiewicz interponiendo entre los dos personajes una grieta más sugestiva que la contingencia. El hombre deseado se convierte así en un muerto, en un deseo suspendido, un ser sin carne cuya naturaleza ectoplasmática no está hecha para la vida. Mankiewicz habría logrado así retomar el tema de las "oportunidades perdidas" en un plano ontológico más elevado (o más desequilibrado) de un modo parecido a como James pensaba dar mayor profundidad al relato de esos dos concebidos para encontrarse y que nunca llegan a descubrirse. Pero ¿qué nos impide pensar que el latido inicial fue la propia condición fantasmal de los muertos, su capacidad de influir en la vida de los vivos "sin que nada malo me ocurra", que la auténtica preocupación de Mankiewicz fuese la divergencia entre nuestro tiempo y el que imaginamos para ellos, o el temor a que regresen y no supiéramos encajarlos y la pena de que pudiendo volver nunca vengan a vernos? Entonces la imaginación de Mankiewicz hubiese tenido que trabajar en un sentido inverso para que la película pudiera tener una perspectiva comercial: un intrépido capitán y una viuda poco desdichada y muy apreciable y una casa junto al mar y un libro y unos cuadros y el recuentro final más allá de la muerte envolviendo las notables reflexiones sobre las ¿Relaciones? entre los vivos y los muertos. Pero, ¿Cómo saberlo? ¿Qué camino escoger?

"Estaré a tu lado mientras creas en mí" le dice el fantasma a la señora Muir en una escena muy próxima a la mitad exacta de la película. ¿No puede interpretarse el enunciado cómo "Estaré a tu lado mientras imagines que estoy a aquí"? ¿Y no está el cuerpo central al que remiten estas notas dedicado a la imaginación? Forcemos un poco más las cosas: podríamos conjeturar que lo que sostiene una historia (inmortal) es la capacidad de seguir creyendo en ella, de seguir imaginándola sin ofrecer demasiada resistencia. ¿Qué entorpece la relación entre la viuda Muir y el fantasma del capitán sino empezar a imaginar una vida más atractiva con un hombre vivo y de carne? ¿Qué el hombre de carne le condene al desencanto no es una prueba más del peso que tiene la imaginación sobre nuestras decisiones vitales? ¿Sobre qué se asienta una historia sino es sobre lo que imaginamos sobre su duración y la posibilidad de mantenerse fiel a si misma o mejorar? ¿Qué mantiene en el mundo a los muertos, sean o no fantasmas, más que esa forma de imaginar que es la idea del recuerdo? ¿Y qué nos mantiene más alejados de los muertos en el plano de la mente que "imaginar" el tiempo que nos separa de asimilar también nosotros la condición inerte en la que nos preceden? Forzando incluso las cosas incluso podríamos citar al Príncipe Hamlet de Dinamarca: 

For who would bear the whips and scorns of time,
The oppressor's wrong, the proud man's contumely,
The pangs of despised love, the law's delay,
The insolence of office and the spurns
That patient merit of the unworthy takes,
When he himself might his quietus make
With a bare bodkin? who would fardels bear,
To grunt and sweat under a weary life,
But that the dread of something after death,
The undiscover'd country from whose bourn
No traveller returns, puzzles the will
And makes us rather bear those ills we have
Than fly to others that we know not of?

o ponernos prosaicos y un poco cursis y recordar como Mankiewicz celebra a los poderes de la imaginación al apoyar sobre el libro que escriben a cuatro manos el fantasma y la señora Muir la estabilidad económica de la pareja. Pero llegados a este punto ni siquiera es necesario recurrir en el uso tan distinto que sobre la "imaginación" hacen el cuerpo del texto y sus notas para reconocer que nos hemos metido en un buen embrollo.

Y entonces uno repara que al comentar la película está haciendo lo mismo que trataba de sostener en el texto al que remiten estas notas: transformar un mensaje recibido (El fantasma y la señora Muir) en otra cosa, mediante los desvíos de la imaginación, para ajustarlo, recurriendo a cualquier argucia retórica y cognitiva, a un enunciado autoimpuesto. Mostrarle al lector más coherencia y otra conexión válida entre las cosas de un mundo que transcurre mayormente en la confusión. Interpretar El fantasma y la señora Muir sirve para mostrar cómo opera el esfuerzo de la imaginación y la inteligencia para unir un discurso dado con un enunciado propuesto. Repite los procedimientos de James con la salvedad que la película no es tan maleable como la cháchara de Mrs. Procter y de que yo no soy James. En defensa de los escritores por encargo cabe alegar que así cómo James y los escritores de ficción pueden detenerse cuando quieren –aunque siguen presos de las estrictas e inexpresables normas de la coherencia y la pertinencia– nosotros nos tenemos más remedio que encaminar el texto hacia su destino inexorable y preescrito por quien remite el encargo. Y si estas notas aspiran a merecer atención (e incluso a ser recomendadas) es en la medida que suponen una variante menor del trabajo de desviar y ajustar que subyace a cualquier relato "memorable". Donde Mankiewicz ofrece el producto acabado de tal actividad, James muestra en su proceso incipiente y Roth se las ingenia para reproducir su funcionamiento, las presentes notas vienen a ser una exposición de lo que pasa cuando el modelo fracasa. Sólo en esto aspira a ser ejemplar. Lo que aquí se muestra es la proliferación de una imaginación que no sabe cómo ajustarse,  la materia textual herida por las correcciones y amplificaciones de la que hablaba Auster sin la fuerza para cicatrizarse ni el pudor de correr a esconderse, y que no es otra cosa que la última acrobacia de la que se vale para llegar a la meta impuesta una imaginación desfondada.  

 

Henry James