Fellini desobrado (o el sentido como ensayo)

 
Elisenda Julibert

 


 

“Sí, en mi vida, pues así hay que llamarla, hubo tres
cosas: la imposibilidad de hablar, la imposibilidad de
callarme y la soledad, física desde luego, con eso tuve
que arreglarme”

Samuel Beckett, El innombrable

 

Narrar es una actividad que se remonta muy atrás en la historia, mucho antes de que hubiera escribas para transcribir los relatos de quienes poseían el don de cautivar a los oyentes. Pero además de antigua es una actividad compleja y considerablemente misteriosa: en buena medida consiste en disponer los acontecimientos de manera que merezcan la atención de los otros, aunque a pesar de la abundante literatura no parece que exista un procedimiento infalible para conseguir tal efecto. Cualquiera que haya experimentado la tentación de relatar conoce las dificultades que presenta la tarea y la inquietud que a menudo la acompaña: existe el temor de no conseguir urdir una historia merecedora del tiempo que se ha empleado en contarla, en escucharla o en leerla. Y es que pocas cosas infunden una sensación tan clara de gratuidad como comprobar que nuestros relatos, cotidianos o literarios, no interesan a los otros.

Curiosamente este mismo temor parece haber inspirado, también desde muy atrás, algunos relatos un punto problemáticos en la medida en que se anticipan al fracaso y participan al lector de las dificultades para evitarlo. Relatos que, paradójicamente, muchas veces nos resultan más interesantes que las narraciones cabales. Aunque de distintas maneras, unas veces con gran sentido del humor y otras con patetismo, la literatura está salpicada de relatos truncados a cargo de narradores con poca confianza en su capacidad para seducirnos o tan sólo hastiados de oír historias, decepcionados de una actividad a la que no parecen poder renunciar y que, no obstante, les resulta insatisfactoria o impertinente. A título de ejemplo pueden mencionarse  el Tristam Shandy, que a pesar de su desorden irrenunciable consigue enlazar mal que bien unas historias con otras hasta el extremo de contarnos su vida entera, con todo lujo de detalles; la historia de Jacques, un verboso incontinente, y su castrador amo, donde la forma entrecortada se convierte en acicate para el lector; el dudoso abogado que contrata a Bartleby en un momento de debilidad y de lamentable desatino, y que remata el desacierto intentando contar la historia del único de sus escribientes de quien nada puede ser relatado; los personajes de las tres novelas de Beckett ―Molloy, Malone y el innombrable―, empeñados y hastiados al mismo tiempo de proseguir con unos relatos que se les descomponen a la misma velocidad que sus tumefactos cuerpos medio moribundos;  el pobre Hubert Lubert a quien su personaje, Ícaro, le vuela cuando apenas había empezado la novela que deberíamos leer; el lector de Si una noche de invierno un viajero, condenado a vagar por las páginas del libro en busca de El Libro; o recientemente y en nuestro país Vila-Matas, quien hábilmente convierte en materia literaria su temor a no estar a la altura de aquellos a quienes considera “maestros”, como Hemingway o Perec.

Aunque, naturalmente, la lista podría extenderse y ocupar páginas enteras, los resultados son desiguales y en muchos casos evidencian que el temor estaba razonablemente fundado. Sin embargo muchísimos de los relatos de narradores menos temerosos, persuadidos de su capacidad para contarnos historias, son muy poco recomendables y a duras penas consiguen ser pertinentes o atractivos para los lectores más benévolos. También en este caso la lista podría ocupar páginas enteras, incluso quizás varios volúmenes de cientos de ellas.

De manera que el relato truncado, ése en que el narrador nos advierte, de un modo u otro, sobre su temor a ser incapaz de cumplir con su propósito, contar un relato, y de satisfacer nuestra expectativa, asistir a una narración, parece formar parte de la tradición del relato por más paradójico que parezca el asunto. Y Fellini es, junto con muchos otros “narradores” temerosos, suspicaces o insatisfechos, uno de los autores que mejor ha elaborado esa incomodidad. Basta pensar en 8 ½ —brillantemente revisada por Woody Allen en Deconstructing Harry, un título y un filme que parecen indicar como clave de lectura la mencionada incomodad del narrador con relación a su actividad— o en La ciudad de las mujeres, en Amarcord, en Roma, en Entrevista, en E la nave va,…

No se trata de que todas las películas de Fellini tematicen la posibilidad de relatar, lo cual no sería muy exacto, sino de que todas están urdidas de un modo que parece indicar a quien asiste a esas historias la preocupación de Fellini con respecto a la manera de relatar y, sobre todo, la búsqueda constante de una manera de hacerlo acorde con aquello de que quiere darse cuenta. Tal vez porque se trata de un búsqueda infructuosa, o cuando menos arriesgada, muchas de la películas de Fellini son fallidas, por caóticas o por gratuitas. Pero no es menos cierto que, por ejemplo, la manera en que los recuerdos de infancia de Fellini en Amarcord se fijan en la memoria del espectador muy posiblemente tenga que ver con el hecho de que en esa películalos recuerdos emergen ante los ojos del espectador de manera caprichosa, sin que resulte fácil reconstruir por qué razón están dispuestos de esa manera, cuál es la lógica del relato, de un modo parecido a lo que sucede, de hecho, con nuestros propios recuerdos y no digamos con nuestros sueños, donde elementos de la vida diurna y pasada emergen de un modo indescifrable, por más admirables que sean las interpretaciones de Freud y, sobre todo, su afán de introducir sentido en las regiones más tenebrosas de nuestra vida psicológica. Sea como fuere, si consiguiéramos sustraernos a ese afán de introducir sentido, observaríamos que los sueños no lo tienen, en la medida en que no parecen organizarse a partir de un principio de pertinencia: simplemente acontecen como, en buena medida, las historias de Fellini.

La desconfianza con respecto al relato cabal —que se cierne sobre la narración con toda claridad desde hace por lo menos doscientos años—, basado en “la norma del principio, nudo y deselance”1 y destinado a conducir a un fin o conclusión, es un signo de una desconfianza más honda: la que atañe al sentido. Porque el relato que obedece (¿u obedecía? Sontag afirma, al hilo de la prosa de Artaud, que ese principio ya no es aplicable- la cursiva es mía) a dicha norma no es otra cosa que una determinada disposición de los acontecimientos con arreglo al sentido. Que sea posible, gracias a ciertos dispositivos narrativos y retóricos, producir sentido a través de fábulas no quiere decir que los acontecimientos se den ordenadamente ni que, por tanto, tengan un sentido anterior al que el propio relato produce. Ya lo advertía Nietzsche. Cabe pues, seducir a los lectores, a los oyentes o a los espectadores, porque sólo ellos justifican la existencia del relato. Y es muy probable que no quepa otra cosa que el sentido incluso, en ocasiones, a pesar nuestro. Pero que en algún momento la pertinencia del relato haya dependido de la producción de sentido por medio de una forma narrativa teleológica no significa que no pueda interesarse a los oyentes más que de ese modo o que el sentido sea forzosamente escatológico. El propio Nietzsche ejemplifica no sólo una singular modalidad filosófica de relato truncado o desobrado —dicho en jerga blanchotiana— desprovisto de la conclusión a partir de la cual erigir unívocamente el sentido de su obra, sino también la inteligencia y la capacidad de seducción de la que son capaces esos relatos. Y muchos otros narradores han renunciado a introducir un orden determinado en sus relatos y, por añadidura, a controlar el o los sentidos de su obra… Pero ¿es posible que el relato tenga lugar en esas condiciones? ¿Es posible un relato más allá del sentido? Una de las películas de Fellini en particular parece plantearse y plantear al espectador esta pregunta, aunque comúnmente el filme haya sido interpretado como una exposición de las “dudosas” ideas políticas del cineasta: nos referimos a Ensayo de orquesta.

Posiblemente fuera la época en que la película se estrenó (1979) la que hizo pensar en ella en clave inequívocamente política, una clave a partir de la cual Fellini recapitulaba ante el compromiso (léase “de izquierdas”) casi unánime de los llamados intelectuales al indicar que las sociedades contemporáneas –y en especial la suya, la italiana— son caóticas y en consecuencia muy frágiles porque, a fin de cuentas, el interés individual es lo único que mueve a quienes la conforman. Así, en esa orquesta que sería presuntamente una imagen a pequeña escala de una sociedad, cada individuo atribuye a su instrumento la mayor importancia o bondad, y el director se ve obligado a poner orden a fuerza de gritos y de reprimendas que lo convierten en una especie de déspota, acaso tan ridículo o desagradable como inevitable.

La clave política no es por fuerza desafortunada o inadecuada para esta película, aunque es muy posible que la alegoría felliniana fuera algo más ambiciosa de lo que se pretendió en el momento del estreno y que sea mucho más fructífero iluminar Ensayo de orquesta a la luz de La República de Platón —un texto que presenta conclusiones igualmente complejas e incómodas en torno al orden político más idóneo para los integrantes de una comunidad— que a la luz de la política italiana en torno a finales de los años 70. Ello explicaría que para los espectadores de hoy la película siga teniendo interés, incluso en clave política, a pesar de conocer muy vagamente la idiosincrasia de la Italia del momento. De hecho, en medio de la polémica que suscitó el filme cuando se estrenó, Fellini insistió (sin éxito, claro está) en que la película no hacía alusión explícita a la situación de su país y de su época. Pero al margen del crédito que pueda darse a las declaraciones de un autor asediado por los medios de comunicación y desconcertado ante la ramplonería de las polémicas a que suelen dar lugar, cabe pensar, cuando menos, que la coyuntura impidió ver algunos elementos que tienen que ver con otras películas de Fellini, no sólo con su habitual inclinación por la polémica o el desconcierto, sino en especial con la anticipada preocupación del narrador por el sentido del relato y por las formas que una larga tradición le ofrece para urdirlo o alcanzarlo. 

Ensayo de orquesta comparte con otras películas de Fellini una forma narrativa peculiar, episódica, donde las escenas se suceden con un orden que no es el de la secuencialidad temporal estricta, aunque en efecto ésta sea una película menos “onírica” que otras de Fellini en lo que se refiere al orden temporal, e incluso es posible determinar un tiempo representado (una jornada de ensayo) y un crescendo que, en alguna medida, parece conducir a un fin. Sin embargo el final de la película podría no entrañar un fin sino, acaso, una clave para entender que el fin, el sentido, es apenas una ilusión, algo que parece ocurrir por accidente y que se disuelve rápidamente en el desorden y la más absoluta falta de sentido o de armonía. De ahí, probablemente, que Fellini escogiera una orquesta, y que la música tenga un papel mucho más decisivo aquí que en otras películas del realizador italiano.

La película se presenta como un documental filmado por la televisión en torno a la actividad de una orquesta en un día de ensayo. El espacio donde tiene lugar es un silencioso oratorio de iglesia en medio de una bulliciosa ciudad de la que sólo nos llega el estruendo, al inicio de la película, mientras aparecen los créditos: bocinazos, sirenas de ambulancia y policía, ruido de motores, frenazos,… De inmediato, se hace un silencio y observamos el oratorio mientras un personaje irrumpe en escena y relata la historia del lugar. Tras esta introducción aparecen los intérpretes de la orquesta y se colocan en sus sitios para empezar el ensayo. Y empieza el ensayo y la película, que prosigue como si se tratase de la filmación, antes del montaje, de los pedazos de metraje que toma un cámara siguiendo las indicaciones del director del documental televisivo: asistimos a discusiones entre instrumentistas; a espontáneas entrevistas con algunos de ellos, que invariablemente aprovechan la ocasión para indicar que su instrumento es indispensable y el único que da sentido a la orquesta, a las partituras e incluso a sus vidas; al monólogo del director frustrado por la poca autoridad de que goza entre los miembros de la orquesta; a las intervenciones de los representantes sindicales que organizan pausas a discreción para complacer a sus representados, los músicos de la orquesta; a la sublevación de éstos contra el director…

Pero hay dos elementos que van cobrando protagonismo a lo largo de la película: la música y el estruendo. El estruendo aparece, como se ha indicado, desde el primer instante, mientras aparecen los títulos de crédito, pero va tomando una forma más precisa a medida que avanza la película, hasta transformarse en un ruido grave, parecido al de un trueno o un bombazo, acompañado de un temblor. La música, por su parte, aparece también desde el inicio, con algún intérprete que, para ilustrar las bondades de su instrumento, improvisa un solo, y también va cobrando mayor protagonismo a medida que avanza la película y en especial a partir del momento en que aparece el director y tienen lugar los ensayos generales. Pero la música suele quedar interrumpida por el ruido, por las discusiones entre director e instrumentistas, por los cuchicheos de músicos que no tocan y aprovechan para charlar, o por las intervenciones de los sindicalistas. Y algunas veces por el estruendo, por ese ruido como de trueno acompañado de un temblor de tierra, que aparecen cada vez con mayor frecuencia a medida que avanza la película hasta que, al final, acaba invadiendo la sala y dando paso a un silencio en el que hacer audible, por fin, la música. El estruendo final, que sigue a una escena en que el estrépito de los intérpretes sublevados y alzados en armas ha invadido por completo la sala, parece culminar la tensión de la película: una bola inmensa, parecida a las que se usan en los derribos de edificios, pone fin al jaleo en que se había sumido la orquesta y el ensayo, al derrumbar una pared del oratorio. Tras la estridencia de los músicos sublevados y el estruendo del derrumbe de la pared, sigue un silencio sepulcral, y tras éste suena por fin, como una bendición, la partitura de Rota durante cuatro minutos. Al terminar, tras los cuatro minutos de armonía, el director vuelve a increpar a los músicos, se exalta y acaba ladrando mientras la imagen se funde en negro y aparecen de nuevo los créditos.

Sin duda alguna las alusiones políticas son ineludibles, pero no lo son menos que las alusiones a la armonía y el ruido. Una y otro se alternan desigualmente porque en realidad la armonía sólo aparece en contados momentos y, de manera clara, sólo al final cuando suena durante cuatro minutos la música de Rota. Pero lo que parece caracterizar claramente a la música, a la armonía, en toda la película, es su fragilidad: siempre es interrumpida o, cuando menos, sucedida por el ruido en alguna de sus múltiples formas, los gemidos, los susurros, las disonancias de los instrumentos al ser afinados, los golpes, el chirriar de la sillas, los jadeos de dos personajes que hacen el amor bajo el piano, las carcajadas, la cháchara.

Es esta centralidad de la alternancia entre ruido y música la que permite pensar la película como una alegoría del sentido. Si por un instante recreamos la situación del espectador de una película como Ensayo de orquesta, observamos que lo que nos sucede es una forma de exasperación que sólo queda calmada en los contados momentos en que conseguimos oír sonidos organizados, es decir, una melodía. Pero fatalmente Fellini nos brinda muy pocos momentos de música. La mayor parte del tiempo estamos abandonados al ruido, a la falta de ordenación de los sonidos y, en consecuencia, aturdidos. Cuando al final de la película conseguimos escuchar por fin la partitura de Rota durante un periodo de tiempo suficiente, conseguimos la sensación de final logrado, de cierre perfecto, de sentido colmado. Porque la música, como se sabe, tiene la virtud de infundir en el oyente una sensación de plenitud que pocas artes consiguen, excepto, quizás, la poesía.. Pero, para desgracia del sentido y de la plenitud, Fellini no parece confiar demasiado en la armonía, puesto que no termina la película con las notas de la composición de Rota sino con los estridentes gritos del director.

Parece más bien como si, a través de la interrupción de la música y de la inevitable emergencia del ruido, se nos quisiera advertir de que el sentido es algo frágil, algo que acontece apenas, insostenible, quebradizo, una ilusión, una ficción que, no obstante parece no sólo necesaria para evitar enloquecer en medio del bullicio y de la inevitable verborrea sino también perfectamente real mientras tiene lugar. Una ficción tan necesaria y frágil como la propia película de Fellini que, una vez más, ha tenido lugar a pesar del desorden, del caos, de la falta de armonía del relato mismo. Puesto que, igual que le sucede a la música que ensayan infructuosamente el director y los instrumentistas, el relato de la película no es más que un ensayo de relato y, al fin, un precario ensayo de sentido. No cabe otra cosa, a juzgar por buena parte de la filmografía de Fellini. Tal y como advierte el director de la orquesta: «Intentamos construir algo. Qué sea y para qué sirve no lo he sabido nunca».  En alguna medida, el comentario, y la película entera, recuerdan una forma de absurdo de la que Beckett ya nos había advertido: Molloy, Malone y el innombrable2 quisieran callarse, para descansar, para evitar la confusión, para eludir la tentativa de urdir un relato logrado y desembocar invariablemente en la verborrea; pero no pueden hacerlo, no pueden quedarse en silencio, no pueden evitar intentar construir algo, a pesar de ignorar qué es lo que persiguen construir y para qué serviría.   

Fellini es sin duda un narrador excéntrico y poco complaciente, pero lo cierto es que es muy hábil. Ensayo de orquesta exhibe una admirable argucia narrativa: a falta de un relato cabal y de la posibilidad de ganarse al espectador mediante una ilusión de sentido previsible, Fellini se sirve de la música para  cautivarnos. A pesar de no ofrecernos más que un relato truncado, consigue seducirnos (como acaba haciendo a menudo de un modo u otro). En esta oportunidad se vale de un arte, la música, poderosamente cautivador y que nos mantiene expectantes hasta el final del relato. Parecería que la lectura más literal del filme de Fellini no es menos reveladora que otras de las que ha permitido: de acuerdo con ésta, asistimos a la historia de una melodía que no consigue tener lugar, abrirse paso entre el ruido, o a la historia de un ensayo que no consigue devenir obra. Así que, como el espectador necesita escuchar la melodía, la posibilidad de hacerlo lo seduce hasta el final del relato. Sin embargo el ensayo no proporciona nunca una satisfacción definitiva: hubiéramos preferido un concierto. Y aún así Fellini consigue erigirse con su ensayo en uno de esos admirables narradores que captan la atención del espectador –lo único que justifica su actividad—  sin necesidad de ocultar cuánto tiene de precario la relación. Quién sabe si este peculiar arte no nos deleita precisamente por desvelarnos la forma de una operación (chapucera) que es al mismo tiempo cotidiana y vital: el equilibrio, siempre precario, entre nuestro deseo y lo que realmente somos capaces de hacer.

 

Barcelona, 16 de octubre de 2007

 

NOTAS

1 Susan Sontag, «Una aproximación a Artaud», en Bajo el signo de Saturno, trad. Juan Utrilla Trejo (Barcelona: Random House Mondadori, 2007).  

2 Samuel Beckett; Molloy, trad. Pere Gimferrer (Madrid: Alianza, 2006); Malone muere, trad. Ana María Moix (Madrid: Alianza, 2002); El innombrable, trad. Rafael Santos Torroella (Madrid: Alianza, 2001).

 

 

Federico Fellini