‘Nosotros, unos pocos felices’: A propósito de Grupo Salvaje

 
Socorro Giménez

 

 

Junto a mi pecho le pondría yo su nido
en donde pueda la estación pasar,
también yo estoy en la región perdida
¡oh, cielo santo! y sin poder volar.

Narciso Serradell. La Golondrina.

 

Si eso de que los héroes están cansados, son viejos, y ya no tienen causas parece un canto repetido para nosotros, ello no fue siempre así, y hubo un momento en la historia del cine –que puede leerse como la historia de los héroes– en el que la hora del crepúsculo era una hora inédita para los relatos cinematográficos, y lo era todavía más si ese relato era un western.

En la década de los sesenta, «las del oeste» no parecían poder dar mucho más de sí: quizá sólo el nombre de Sergio Leone daba brillo al género cuando Grupo Salvaje (The Wild Bunch) vino a conmover la escena. Se estrenó completa en el verano estadounidense de 1969 (seis meses después en España) trayendo desasosiego a los amantes del género. Según algunos testimonios, los académicos la recibieron como una peculiar declaración sobre la violencia creciente en América y los pacifistas la condenaron como una glorificación del juego armado. (1)

La historia de su exhibición en diferentes versiones es larga y farragosa. Baste con decir aquí que la  productora decidió cortar algunas escenas por motivos comerciales –no por su contenido de violencia, como se ha creído a veces– poco después de su estreno para la crítica, y que la película en su versión original, es decir, la edición que el propio Peckinpah había pensado para ella, no pudo ser vista en su totalidad (145 minutos) hasta que la Warner Brothers editó, en 1995, una versión completa y restaurada. Sobre esta versión haré mi comentario, aunque eso a lo que se llama the director’s cut (el montaje del director) suela no ser más que una reedición a la que se añaden prácticamente todas las escenas que el director había rodado, la mayor parte de las veces con dudosos resultados –excepto según la opinión de cinéfilos incorregibles–. (2)

La introducción de Grupo Salvaje es ya un clásico del cine: nueve soldados entran cabalgando al poblado de San Rafael y pasan delante de unos niños que miran cómo un grupo de hormigas devora un escorpión vivo, al que luego queman. Los hombres desmontan y entran en el banco de la ciudad, sobre la calle por la que, en ese mismo momento, desfila un grupo de personas cantando que sigue a un predicador. Una vez dentro del banco, los soldados se revelan como bandidos que han entrado a robar, pero el gran golpe que esperaban dar se convierte en una trampa: un grupo de cazarrecompensas los está esperando apostado en la azotea del edificio de enfrente. El fuego cruzado que se desata es atroz, y acaba con las vidas de varios de los hombres de ambos bandos, y con la de algunos de los civiles que han quedado atrapados en la balacera.

Pike Bishop (William Holden) es el líder de la banda, que tras el robo fallido (puesto que los esperaban, el botín que logran llevarse consigo no es más que un montón de chatarra) queda reducida a cuatro hombres más: Dutch (Ernest Borgnine) –su mando derecha–, los Hermanos Gorch (Warren Oates y Ben Johnson), el viejo Sykes (Edmond O'Brien) y el mexicano Ángel (Jaime Sánchez). Deke Thornton (Robert Ryan) es el líder del grupo de cazadores de recompensas que los persiguen, pero ha sido compañero de Pike en otros tiempos y aún guarda respeto y admiración por su antiguo grupo. Capturado tras uno de sus robos y, en parte, por culpa de una distracción de Pike, ahora tiene como misión ir tras él y sus hombres para recuperar su propia libertad. Lo acompañan unos pocos hombres de muy dudosa inteligencia y valía que le han sido asignados para la empresa.

Tras la matanza comienza la huida del grupo, que llegará hasta México, entonces en guerra entre el ejército federal y los hombres de Pancho Villa. Volverán luego a Estados Unidos a robar un tren cargado de armas y regresarán nuevamente a México, donde encontrarán su final en una brutal matanza contra los hombres del General Mapache (Emilio Fernández).

Las novedades fundamentales que Grupo Salvaje trajo –o al menos consolidó– para el cine aparecen mencionadas en buena parte de la literatura que la película ha producido: el uso de la cámara lenta para mostrar las escenas más violentas, de un realismo también inédito hasta entonces (la leyenda dice que Peckinpah tomó la forma de mostrar los impactos de bala sobre la carne de un documental sobre la caza del ciervo, y se empeñó en imitarla para su película); el prodigio técnico de su complejo montaje, que juega con una enorme cantidad de planos; la caracterización de sus protagonistas como hombres avejentados en un contexto de cambios sociales que los vuelven inadecuados para el tipo de vida que hasta entonces han llevado, es decir, como hombres que se han vuelto inútiles (en la película, los ejemplos más claros de estos cambios se muestran en la aparición del automóvil y la ametralladora, por contraste con el uso de las pistolas, los rifles y los caballos, y una escena particularmente relevante muestra cómo un percance propio de la edad pone a Pyke, el líder del grupo, en serias dificultades para montar sobre su caballo ante la mirada escrutadora y burlona de sus compañeros).

Pero si estas características han sido motivo de que Grupo Salvaje se convirtiese en una película relevante para la historia del cine, no bastan, según creo, para explicar el particular entusiasmo con que suelen referirse a ella sus muchos admiradores. Quizá sea siempre difícil, y a menudo incluso imposible, dar razones que den cuenta acabada de por qué una película se vuelve memorable, y tal vez esta dificultad tenga que ver con la gran cantidad de factores (y de personas) que intervienen en un filme, que por ello mismo convoca el azar de un modo especialmente importante, mucho más, por ejemplo, que una novela (3). Desde este punto de vista, Grupo Salvaje es una concurrencia feliz de un extraordinario reparto actoral, banda sonora y escenas espectaculares, pero me parece que su encanto fundamental, lo que la vuelve especialmente conmovedora, es que se trata de una película sobre la amistad entre varones.

Tras la sencillez, o incluso la banalidad –pero también el lirismo– de las escenas de compañerismo de Grupo Salvaje, hay un hilo que podría rastrearse hasta encontrar a Aquiles llorando la muerte de Patroclo, en esa actitud infantil en la que el dolor lo ciega y lo vuelve iracundo, moviéndolo a ensañarse con el cuerpo de Héctor (tal y como los hombres de Mapache se ensañan con el de Ángel; los motivos son distintos, la saña es la misma).Y si a veces los hombres son como niños, incluso los héroes, todavía más lo son los hombres desgastados, envilecidos, famélicos de virtud. Porque no nos dejemos engañar: el código de honor que se pone en juego en Grupo Salvaje entre los que constituyen la pandilla es enormemente primitivo, casi tan primitivo como potente. Y lo que hace que el grupo sea, al cabo de las horas que dura la película, «nuestro grupo», se distingue en muy poco del pequeño código de amistad que también cabe incluso entre los más viles, los compañeros circunstanciales de Thornton. (Es notable la escena en la que aquellas alimañas se pelean por las pertenencias de los muertos ante la mirada asqueada de Thornton, pero incluso ellos no toleran los insultos de sus iguales y se exigen una forma de respeto mutuo, que se pone de manifiesto cuando uno de ellos llama al otro «mentiroso», y se ve luego obligado a disculparse ante la actitud ofendida de su amigo.)

El código podría reducirse a esto: vamos juntos. Y por eso, nos quedamos juntos. O mejor: hemos ido juntos, y por eso, siempre iremos juntos. No parece mucho, y sin embargo tal vez toda amistad (entre varones) se funde en ese hecho tan banal como incontestable, que es, en palabras de Pike, lo que vuelve hombres a los hombres, lo que los salva de perderse: «Nos quedaremos juntos, como solíamos estarlo. Cuando estás junto a un hombre, te quedas con él, y si no puedes hacer eso eres como un animal. Estás acabado».

En Grupo Salvaje hay más de una ocasión en la que niños y hombres se ponen en relación especular, y esto ocurre desde el comienzo mismo de la película: un grupo de hombres se aproxima, armado, hacia su objetivo; un grupo de niños se divierte torturando un escorpión. Ambos grupos se miran y se reconocen. A lo largo de la película vemos niños muchas otras veces, casi siempre jugando y riendo, pero también trepados sobre el cuerpo casi inerte de Ángel mientras es arrastrado por los caballos del Mapache, o en medio de una balacera, o contemplando al brutal general con enormes ojos de admiración; y es, por último, precisamente un niño quien maneja la ametralladora que acaba con la vida de Pike.

No menos importante es un breve diálogo entre Pike y un viejo mexicano durante su estadía en Agua Verde, el poblado de Ángel:

PIKE. ¡Eso sí que es difícil de creer! (mirando a los hermanos Gorch ir tras una muchacha mexicana para ayudarla a traer agua del río).
VIEJO. No es tan difícil… Todos soñamos con volver a ser niños, incluso el peor de nosotros…Tal vez especialmente los peores.
PIKE. Ya sabe lo que somos, entonces.

En Pat Garrett y Billy The Kid (1973), película en la que varios de los motivos de Grupo Salvaje reaparecen, a mi juicio, estilizados, Peckinpah también juega con un niño. Y este niño es igualmente un antiguo amigo de su perseguidor, ahora del lado de la ley. El Niño Billy se distingue de su antiguo compañero, sobre todo, porque está «del lado de los suyos», en su territorio de siempre, entre sus compañeros, sus amigos. Y es un niño terrible, irresponsable y cruel, pero es también alegre y brillante; destila amor por la vida, por la risa, por las mujeres, y en esa misma medida es amado por los suyos. Esa potencia vital y ese amor constituyen también su peculiar inocencia. Es Pat Garrett quien ha traicionado ese lugar, el único hogar que puede serle propio a un vagabundo, y se ha vuelto contra él. Ésa es la tragedia solitaria de Garrett, y no es en nada diferente de la de Deke Thornton, la única figura realmente trágica de Grupo Salvaje, quien no sólo no logra cumplir con su misión, sino que atraviesa la película rodeado de extraños a quienes desprecia y anhelando formar parte de los perseguidos, sólo para encontrarlos demasiado tarde. En ambos casos, los perseguidores son capaces de una conciencia de las que sus perseguidos parecen carecer; sin embargo, esa conciencia está unida a la tristeza de quien ha traicionado su lugar.

La mirada de Peckinpah condena a Garrett y a Thornton y salva a los niños salvajes; no los salva porque son salvajes, ni porque sean virtuosos, los salva porque se quedan juntos, incluso si es preciso dar la vida para ello. Pero dudo de que esa misma mirada exalte la heroicidad de ese sacrificio: en esta película no hay héroes, porque no hay ninguna causa; ninguno de ellos tiene sitio adónde ir, ni Ítaca a la que regresar, y aunque saben que no conseguirán salvarse (ni ellos, ni a su amigo en desgracia), saben también que si no se mantienen uno junto al otro lo que queda es la completa intemperie. Así, la única piedad de Peckinpah para con Thornton consiste en devolverle al menos a uno de sus antiguos compañeros, el viejo Sykes, con quien reemprenderá la marcha: «es poco, pero bastará».

La  historia de Grupo Salvaje, es decir, lo que la película cuenta, no es especialmente memorable como tal, y podría parecerse a muchas otras historias del Oeste. Siempre que se la rememora lo que viene a nuestro encuentro no es una historia, sino una imagen (como por lo demás ocurre con todas las películas). En este caso, sin embargo, el tipo de imágenes que uno recuerda no son, como podría esperarse, las más espectaculares, sino aquellas que el propio Peckinpah propone para que sobrevivan incluso a sus  protagonistas, y que son su precaria salvación: los recuerdos de sus momentos felices, de esos momentos estacionales en los que la dicha es sencillamente igual a estar en compañía de los tuyos. Y no puede ser casualidad que para estas imágenes finales de rostros sonrientes Peckinpah vuelva a hacer sonar la música de La Golondrina, probablemente la canción de despedida más hermosa que se haya escrito nunca, y que oímos por primera vez cuando el grupo se marcha de Agua Verde, esa «estación» dichosa en su camino –llena de agua y de verde, por cierto–: su único y transitorio paraíso.

Barcelona, Octubre de 2007.

NOTAS

  1. Michael Sragow, «The homeric power of Peckinpah’s violence», en The Atlantic Monthly, junio, 1994.
  2. Creo, sin embargo, que éste no es el caso de la reedición de Grupo Salvaje, que me parece restituye escenas imprescindibles para la comprensión moral de sus personajes.
  3. André Bazin, el gran crítico de los Cahiers du Cinéma, invocaba esta intervención del azar como una de las características fundamentales del cine. Nunca puede controlarse todo lo que registra la cámara.



 

 

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The Wild Bunch