Sobre el prólogo al Origen del drama barroco alemán de W. Benjamin

 
Raimundo Ayuso

 


 

 

 

“[...] ningún pensamiento puede confiarse tan ilimitada y ciegamente al lenguaje como finge la idea del decir originario.”1

 

Existe una tradición ensayística de nuestro tiempo que, por lo general, trata de distanciarse del horizonte discursivo de la Filosofía restaurando la posibilidad misma de su práctica. Esta tradición acostumbra a recurrir a una serie de recursos formales con los que en la Edad Moderna se ha constituido un género concreto, el Ensayo, que se presenta, en boca de propios y extraños, como alternativa a la práctica filosófica o, un tanto agónicamente, como “nueva forma de filosofar”. El fragmentarismo, la ausencia de argumentos compensada por el uso dramático de figuras retóricas con las que componer una imagen que alcance el estatuto de “idea”, la reflexión a partir de lo particular, la carencia de conclusión... son éstas, cualidades de un nuevo tipo de escritura que aspira a ser la vía de “expresión” de un pensamiento no-lógico, nada violento; adecuado con la cosa.

Los listados bibliográficos que hacen referencia a este tipo de tradición discursiva o reflexiva rara vez omiten la figura de Walter Benjamin, puesto que no solo llevó a cabo esta práctica sino que participó muy activamente en la reflexión de ella misma hasta el día de su muerte en la frontera franco-española. Qué duda cabe de la conciencia de éste de pertenecer o querer pertenecer a esta tradición en la que se inscribe; hasta el punto de que su malogrado futuro académico no resulta, desde esta perspectiva, siempre tan azaroso. Lo que debería haber sido de un trabajo de habilitación para su acceso a la vida académica fue el detonante de su salida definitiva de la universidad alemana y, paradójicamente, quizá, su entrada, por la puerta grande, en la Historia (de la filosofía). Pero, a decir verdad, El origen del Drama barroco alemán conforma su mayor texto programático, y el hecho de que en su momento fuera rechazado no debería llevarnos a concluir que dicha obra constituya una ruptura honda con el pensamiento académico de su tiempo. El prólogo o introducción epistemológica que hace de maestra de ceremonias para su análisis del Trauerspiel alemán, en contraposición con la Tragedia clásica, a partir del cual ofrece un análisis polarizado de los conceptos de “símbolo” y “alegoría”, no es un mero texto subsidiario ni una cortesía protocolaria, dado el marco de recepción de este trabajo en el momento de ser escrito. El origen del Drama barroco alemán no es más que una versión, quizá expresionista –como lo fue Ser y Tiempo de Martin Heidegger-, un eslabón más en la secuencia o el horizonte discursivo de la alta Filosofía. Como tal, presupone una ontología y una noción de “verdad” a partir de la cual ha de legitimarse el método que en él se expone. Su (aparente) salida por la puerta trasera de la universidad ha permitido una lectura de su obra y una interpretación de su pensamiento que lo distancia de las dos grandes corrientes académicas de la Alemania de la época: la Fenomenología y el Neokantismo.

Pese a que, por lo común, sus comentaristas suelen atribuir una mayor influencia de estos últimos, los neokantianos, un análisis detallado de esta introducción muestra la deuda contraída por Benjamin con la tradición fenomenológica alemana, ya que son los fundamentos o presupuesto básicos de esta corriente los que permanecen, tras la variación discursiva, en su reflexión. Me refiero a una serie de presupuestos ontológicos y epistemológicos que quedan sin justificar para legitimar una analogía o intuición de la que parte para una investigación, que no es otra cosa que la puesta en marcha de un nuevo método o forma de hacer Filosofía –tal y como él mismo aclara en este prólogo-. En otras palabras, Walter Benjamin se distancia metodológica y formalmente de la Filosofía académica de su tiempo, pero continúa pensando la posibilidad de su práctica, mantiene su “campo temático” y persiste en su finalidad: “salvar la polis”.

El prólogo sobre “Algunas cuestiones preliminares de crítica del conocimiento” a El origen del Drama barroco alemán comienza destacando una cualidad de la tradición filosófica desde su misma institución como práctica: se trata de un saber en el que el “contenido de verdad” de su exposición está imbricado con la “forma discursiva” que lo desarrolla. Una cualidad que en la Edad Moderna había circunscrito su práctica prescribiendo una orientación metodológica y sistemática de carácter dialéctico-experimental, en la medida en que el fruto de sus aspiraciones, la cosa en sí misma, la adecuación entre palabra y mundo, resulta provisional y se despliega en la historia como tarea. Lo cual, según Benjamin, repercute en el carácter esotérico de sus discursos; puesto que, como práctica, pretende trascender los límites de su medio expositivo. Esta problemática, que ha conducido en la actualidad a la muerte misma de la Filosofía, bien comprendida por la llamada deconstrucción, es el punto de partida a partir del cual el tratamiento benjaminiano da un giro hacia la tarea de restauración de la filosofía. En primer lugar, critica el hecho de que en la Edad moderna, la forma discursiva, el sistema, constituya un a priori que determine de antemano la práctica llevada a cabo, y postula la necesidad de que dicha forma, al contrario, sea determinada por el ejercicio sobre la que versa (... cuando los hechos no son ya más que teoría). La complejidad de nuestra época, que había visto sucumbir el sistema de formas legado por la Ilustración, requería “tomar aliento” y detenerse en los miles de fragmentos que, tras el estallido, quedan desperdigados; a la forma argumentativa, continuada, causal, opone una visión discontinua y fragmentada mediante la cual aprehender de manera eidética los fenómenos: las cosas mismas desvestidas de su codificación histórica.

Acto seguido, desarrolla Benjamin dos nociones con las que viene a justificar esta forma discursiva por él propuesta, en base a una ontología muy concreta y la posibilidad de acceder a ella. Una idea, la noción de “percepción originaria”, nada extraña en el contexto académico en el que fue redactado este texto, sirve para establecer una oposición que no le va a la zaga a los desarrollos fenomenológicos llevados a cabo por Husserl o Heidegger. Benjamin distingue entre las nociones de “conocimiento” y “verdad”; la primera es un producto de la intención que alcanza el concepto, mientras que la segunda sería una aprehensión no-intencional, una visión de la idea mediante amnámesis, en la que ésta se nos autoexpone. Aquí podemos observar la distinción husserliana entre “actitud teórica” y “actitud natural”, y la oposición heideggeriana entre “óntico” y “ontológico”; en definitiva, episteme-doxa, fenómeno-noúmeno, realidad-apariencia...

· [...] el objeto de conocimiento, determinado como está por la intención inherente al concepto, no es la verdad. La verdad es un estado no intencional del ser, configurado por las ideas.”2

Con esta maniobra queda restaurado una vez más el dualismo platónico –a quien cita sin ningún rubor-; una ontología sobre la que se ha de asentar una posibilidad epistémica con la que cumplir la promesa de una práctica que agoniza y que, con su reflexión, trata de ser curada/salvada. El origen de este idealismo se remonta a sus tempranos textos sobre el lenguaje, ligados a su interés –en todo caso, por no llamarlo de otra manera, extravagante- por la tradición hebraica y la cábala, en los que narra la deriva de un primer lenguaje adámico, simbólico, reflejo del lenguaje divino, hacia un lenguaje comunicativo, lógico-conceptual.3 Este lenguaje primitivo, cuyo único eco podemos adivinar en determinadas manifestaciones poéticas de nuestros lenguajes contemporáneos, tuvo –al parecer- un carácter radicalmente nominalista, por cuanto, ante una vivencia originaria, el nombrar simbólico mostraba una relación no-intencional, adecuada, con la cosa. La tarea de la Filosofía, hoy, no sería otra cosa que la de “restaurar” la unidad o percepción originaria de esta esencia inmutable de las ideas que hallamos no intencionalmente en el mundo. Ésta es la razón por la que Benjamin cree pertinente “salvar los fenómenos”, puesto que estos, internamente, están constituidos como “constelación” por la idea; de modo que, en cierta manera, albergan un “contenido de verdad”. Una desintegración conceptual de los fenómenos, nos muestra su síntesis o codificación histórica, y por medio de esta operación, la idea se nos revela, se autoexpone.

El fenómeno de la fenomenología.

La Fenomenología surge en el ámbito alemán como un proyecto de restauración, tanto por lo que respecta a la tradición filosófica, como por lo que atañe al marco de la reflexión husserliana: las ciencias positivas -que ya comenzaban a tener su alternativa con la emergencia del historicismo-. ¿Por qué la filosofía no ha alcanzado el título de ciencia estricta? Husserl comienza su reflexión lanzando una dura crítica contra el naturalismo gnoseológico, cuyo defecto epistemológico se había extendido con rapidez por entre todas las ciencias particulares. Una presunción que muestra una vez más cómo el “olvido”, tal y como detalla Nietzsche en su ensayo “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, es el motor a partir del cual se desenvuelven las formas de una cultura. El naturalismo, pues, presupone la posibilidad de aprehensión de la cosa sin mediación ninguna, de forma completamente transparente. La Fenomenología toma dos direcciones complementarias para desmontar esta “creencia” epistemológica: por una parte trata de aprehender la naturaleza de la subjetividad pura (trascendental), liberada de aquellos presupuestos no legitimados de la conciencia empírica, pero por otra no renuncia a la posibilidad de una objetividad referida a su fuente objetiva: las cosas mismas. Para ello Husserl propone una dualidad categorial de inspiración kantiana, por medio de la cual determina una cualidad esencial de la conciencia que posibilitaría la aprehensión de las cosas mismas: la intencionalidad de la conciencia. Se trata de una cualidad deducida del acto noético y del contenido noemático inherente a la misma: toda conciencia es “conciencia de...”, y cualquier objeto lo “es para...” o “en...”; de modo que toda “cosa” se torna significativa (objetiva), desde un punto de vista gnoseológico, en el acto intencional (noético).
Ésta es la forma por la cual la categoría principal sobre la que se sostiene todo el proyecto filosófico moderno, el “sujeto trascendental”, vuelve a constituirse condición de posibilidad de toda experiencia. La vuelta al sujeto se hace imprescindible para la aprehensión del mundo, y la Filosofía, muy en la línea kantiana, ha de volver a coronar todo este corpus de conocimiento, porque, argumentan, dicha tarea no puede ser emprendida positivamente, tal y como la psicología naturalista trataba de llevarla a cabo. Las ciencias particulares están determinadas por una “actitud teórica” que encubre la forma originaria de acceso a las cosas mismas y las cosas mismas. La epokhè consiste en un desprendimiento de dicha actitud hasta alcanzar una actitud natural; razón por la cual la Fenomenología tiene un principio fundamental, “a las cosas mismas”, y un campo temático determinado: la intencionalidad en su a priori. De este modo pretenden, tanto Husserl como Heidegger, hacernos ver que la actitud fenomenológica no constituye un punto teórico de partida, sino la perdida de todo punto de vista anterior a la cosa; una forma de experiencia originaria. Como sea entendida esta originariedad en sentido absoluto, podría mostrar hasta qué punto, en su desarrollo, la vía fenomenológica de éste último se distancia de la de Husserl. De lo que no cabe duda, es que ambos parten de una misma problemática y mantienen intereses comunes; las divergencias fundamentales entre ambos “filósofos” son metodológicas o formales.
 
Husserl considera “natural” el momento o actitud a partir del cual es posible tender hacia la cosa misma, ganada en la reducción noemática como primer estadio reductivo: una perspectiva libre de todo el conjunto de presupuestos de los que la fenomenología ha de desprenderse. Heidegger, por el contrario, rechaza esta vía husserliana y el estado intencional alcanzado como un estado natural originario, libre de aquellos esquemas ónticos que ocultan la cosa misma. Natural, en su originariedad, no es una actitud, sino el modo de ser, de darse absolutamente, el “ente vivido”. Esta perspectiva natural en Husserl, según la interpreta Heidegger, sería, ubicada en la reflexión, como vivencia mirada, una vivencia modificada de su naturaleza; revestida del carácter objetual con que, en la reflexión, en la actitud teórica, se nos ofrece, eidéticamente, la cosa a la que apunta. En otras palabras, la serie de reducciones del método fenomenológico husserliano, más que ganar la cosa misma de la vivencia, la modifican introduciendo caracteres que, originariamente, no le pertenecen; “modificada”, sería cualquier posición que tratase a la vivencia desde una perspectiva objetiva, que no es en sí mismo el vivir sino una mirada posterior.

¿Cómo llegar a la cosa misma, el ser del ente o el sentido del Ser –en el caso de Heidegger-? Tanto en el parágrafo 9 de los Prolegomena…4 como en el 7 de Ser y Tiempo,5 Heidegger se obstina en aclarar algunas cuestiones sobre aquello que sea el “fenómeno”. El método con el que Heidegger trata de reorientar la Fenomenología tiene por objeto aquello que se nos presenta como fenómeno. Pero, advierte, no se trata del fenómeno “vulgar” de nuestra tradición, el objeto de la intuición, o el “formal”, como lo que se muestra a sí mismo por sí mismo; ambos nociones pertenecen a nuestra historia reciente, que recorre toda la Filosofía moderna desde Kant hasta los neokantianos.  El “fenómeno” que es objeto de la Fenomenología es definido por Heidegger como “aquello que es Ser y se muestra a sí mismo en todo ente”. Tal y como la desarrolla Heidegger, la noción de fenómeno no es “apariencia” (Schein); puesto que, argumenta, lo aparente, en cuanto “apariencia de algo”, anuncia lo que no se muestra en lo que se muestra: el fenómeno. La puesta en marcha y el olvido de la pregunta por el ser tendría una base histórica en la confusión, o adopción, de esta segunda acepción (apariencia) y el olvido de su primera y originaria: el fenómeno como lo que “se muestra o sale a la luz”.

La Fenomenología, pese a presentarse como la pérdida de cualquier punto de vista, presupone, en primer lugar, un contenido noemático que se hace “objetivo” por el carácter trascendental, puro, del acto noético originario, de la intencionalidad en su a priori; pero, además, sostiene –y “olvida” que lo es- un presupuesto básico de la ontología occidental: la existencia de un mundo/cosa (cognoscible o no) que se opone al sujeto de conocimiento. En torno a esta polaridad giran todos los problemas epistemológicos que han conducido a la Filosofía a discriminar entre “escrituras”; puesto que éstas no son más que un reflejo del “método” o vía de acceso a aquello que anhela. Método y escritura/forma expositiva, como bien desarrolla Benjamin en su introducción para el análisis del Trauerspiel alemán, quedan imbricados y determinan la práctica y el objeto de la Filosofía. Husserl se centra en la conciencia intencional en su a priori para llegar a los fenómenos, entendidos como vivencias originarias en su “qué”, como objetos de otras vivencias desde las que son miradas; Heidegger sostendrá una postura radicalmente crítica acerca de este asunto, que le llevará a la cuestión sobre el Tiempo y la pregunta (ontológica) que él considera fundamental: el sentido del ser. La distancia abierta entre uno y otro, la modificación del campo temático y de la vía de acceso (el método), hacen variar necesariamente la forma expositiva; en el caso de Heidegger de una forma que puede arrojar luz sobre la escritura, y el programa implícito, con la que Benjamin se presenta en El origen del Drama barroco alemán.

Escritura y método en la reflexión de Walter Benjamin.

Quienes se dedican al estudio del lenguaje musical conocen sobradamente la capacidad significativa del “silencio”, cuya cualidad sígnica resulta indiscutible en una partitura. Benjamin cita y se cita en varias ocasiones a lo largo de su obra con aquellos otros autores de quienes se considera deudor; por ello resulta significativo que no cite a Husserl o a Heidegger en este prólogo, si, como venimos diciendo, existe algún tipo de influencia por su parte. Aunque, a decir verdad, sí se refiere a ellos, pero lo que no hace es citarlos; lo cual amplifica el posible significado de este silencio.

El fragmento que lleva por título ‘La palabra como idea’6 es, de todos aquellos que componen esta introducción, donde mejor podemos observar una clara influencia fenomenológica en sus reflexiones; no sólo por lo que atañe a la retórica el lenguaje utilizado, también por el tratamiento de la problemática y, muy especialmente, porque en dicho apartado Benjamin hace objeciones directas al método/escritura de Heidegger y Husserl. En el apartado anterior, ‘La idea como configuración’,7 describe la idea como una “manifestación” que emerge con la configuración de un conjunto de conceptos que de forma extensiva integran los fenómenos; en el fragmento que nos atañe comienza con esta afirmación: “Las ideas no son dadas en el mundo de los fenómenos”.8 Ya sabemos que la tarea de la Filosofía, según interpreta Benjamin, es la aprehensión de la Idea, que en su obra se resuelve en una llamada a la idea para que se nos manifieste. Lo fenoménico, siguiendo con la doctrina fenomenológica, es producto de la “intención”, y Benjamin en este caso, adscribiéndose más a la línea heideggeriana, entiende que el Ser de la idea, la verdad que se oculta tras los fenómenos, si no quiere incurrir en el positivismo científico, que tanto Husserl como Heidegger tratan de desmontar, ha de ser una “verdad no intencional”. Con dicha expresión, el ensayista alemán no hace otra cosa que conducirnos hacia una noción completamente deudora de la tradición cuyo nombre omite: una forma de “percepción primordial” en el que las ideas originariamente nos son dadas.

“[...] ellas son dadas, no tanto, en un lenguaje primordial, como en una percepción primordial en la que las palabras aún no han perdido su nobleza denominativa en favor de su significado cognoscitivo.”9

Benjamin, claro, vuelve a recurrir al idealismo mediante el cual deduce un estadio primitivo del hombre en el que su relación lingüística con el mundo era adecuada; un nominalismo extremo donde el nombre “equivalía” de forma completamente adecuada a la idea/verdad en torno a la cual el mundo lograba configurarse independientemente del sujeto. La tarea de la Filosofía consistiría en volver a restaurar la fuerza nominativa de las palabras; y ello es posible expurgando los conceptos de cualquier “intención” y renovando su contenido de verdad en una experiencia nominativa originaria. ¿No guarda esta retórica un aire de familia?

“Las ideas se dan inintencionalmente en la nominación y tienen que renovarse en la contemplación filosófica. En esta renovación la percepción original de las palabras queda restaurada. Y por eso la filosofía a lo largo de su historia [...] ha venido a ser con razón una lucha por la exposición de unas pocas palabras, siempre las mismas: las ideas.”10

Llegados a este punto, encontramos una objeción directa a la orientación fenomenológica de Heidegger: critica la introducción de nuevas terminologías cuando tratan de alcanzar las ideas, puesto que no son más que “[...] intentos fallidos de nominación en los que la intención tiene más peso que el lenguaje”.11 En otras palabras, Heidegger, llevado por la crítica interna que hace de la vía husserlina, enfocada hacia el sujeto trascendental –un presupuesto teórico del que la Fenomenología, siguiendo su principio fundamental (“a las cosas mismas”), debe desprenderse-, convoca un existenciario por medio de relaciones condicionadas a partir del “ser-en-el-mundo” para prescindir de todo el aparato teórico que conforma ónticamente el ser del Dasein. Husserl habría sostenido un presupuesto o actitud teórica en el momento de configurar el campo temático de la actitud fenomenológica que debe guiar la reflexión filosófica: el sujeto puro y el contenido de verdad atribuido a las ideas de la reflexión; en el caso de Husserl, ideas ganadas tras la epokhè por medio de la cual accedemos al “cómo” originario en que se nos dan las cosas mismas. Benjamin apunta también esta objeción, aunque referida a los románticos: “En sus especulaciones, la verdad, en vez de su genuino carácter lingüístico, asumió el carácter de una conciencia reflexiva”.12

Observamos cómo Benjamin, partiendo de determinados presupuestos y problemas propios de la Fenomenología, critica los “métodos” asumidos por Husserl y Heidegger, para a su vez, inscribirse en dicha tradición oponiendo una nueva metodología. Este método cumple con todos los estadios reductivos de la fenomenología husserlina con la salvedad del sujeto reflexivo, y comprende dos momentos:

            -Desintegración: quiebra de la falsa unidad conceptual de nuestros lenguajes comunicativos. Lo que no es más que una reducción noemática; en este caso, una pérdida de la intención.
            -Re-integración eidética: por medio de la dispersión conceptual, los fenómenos quedan salvados mediante su originaria configuración eidética, mediante la cual se nos autoexpone de manera no-intencional el contenido de verdad que subyace a ellos.

En el sistema que Benjamin “dibuja” adivinamos una evidente actitud fenomenológica que no prescinde de la ontología con la que es fundada su posibilidad como práctica. Su escritura y su reflexión tiende a las cosas mismas, no mediante un análisis de la intencionalidad en su a priori, sino restableciendo el poder denominativo originario del concepto por el cual la idea se nos manifiesta más allá de toda intencionalidad. La amnamesis no se trata de una reducción en el sujeto autoreflexivo que alcanza la idea, sino una restauración de esa “percepción originaria” desde la misma realidad fenoménica que se nos ofrece.

La “muerte del sujeto” y la configuración de un sujeto social llevada a cabo por las emergentes ciencias sociales, es la otra cara del contexto en el que debemos ubicar el proyecto restaurador de la Fenomenología; razón por la cual, dicha ciencia, guarda dos problemas fundamentales: las cosas mismas, clara objeción a la preeminencia de la ciencias positivas, y la vuelta al sujeto. Los desarrollos posteriores llevados a cabo por Heidegger pretender sortear este problema desmontando la vía husserliana para centrarse en el dasein, abstrayendo cualquier forma trascendental a la categoría –renovada- de “tiempo”, deshaciéndose de la vía noética, y ligándola fundamentalmente con el “verbo”. Benjamin se distancia de la noción de “sujeto”, razón por la cual las ideas a las que debe tender la Filosofía tienen un contenido de verdad no-intencional; y para ello, lo que hace es transponer, al igual que hace Heidegger, la oposición en que se resuelve la relación sujeto-objeto (toda conciencia es “conciencia de”; todo objeto es “objeto para”) a la relación idea-fenómeno/fenómeno-ser. De este modo, todo fenómeno es “configuración de una idea”, y toda idea se manifiesta como verdad tras un fenómeno. La objeción posterior que Benjamin hace a Heidegger arroja luz sobre los presupuestos que toda esta tradición sostiene sin la previa actitud crítica que se le supondría. Siguiendo su argumentación, la vía heideggeriana prescinde del presupuesto teórico de la conciencia autoreflexiva tratando de hallar nuevos conceptos con los que “nombrar” un modo originario de relación del dasein con el mundo, mediante los cuales aprehender algo acerca del Ser del dasein, como forma de dar respuesta a la pregunta por el Ser en general. La crítica de Benjamin se centra en que dicho aparato conceptual no carece de intención, y en este caso parece que el ensayista alemán se acerca más a Husserl, puesto que, como hemos dicho, es por medio de los viejos conceptos, cuya legitimidad viene dada por su persistencia histórica; aunque restaurando su valor nominativo originario referido a unas esencias.

Evidentemente, todos ellos está presuponiendo un determinado tipo de “experiencia” primaria, prelingüística, y olvidando que la verdad o falsedad de un enunciado son cualidades predicativas, y por tanto, que fuera de nuestra experiencia (que conceptualmente es lingüística), el mundo, las cosas y el yo mismo, carecen de unidad, contenido de verdad o sentido; más aún, ni tan siquiera lo requieren. Cualquier forma de decir, comprender o vivir es intencional en el momento en que queda preñada de sentido, de otra manera nunca sería un decir, comprender o vivir; todo que lo quedaría serían bostezos o acciones reflejas de tipo filogenético. La escritura fragmentaria de Walter Benjamin pretende ser el reflejo de un pensamiento que alcanza la idea, escenificando una forma originaria de percepción: el fragmento; que se vincula a un programa metodológico establecido como prolegómeno a su investigación sobre el Trauerspiel, que no es más que una puesta en marcha, una escena barroca, que lo ejemplifica. Por esta vía la idea se nos autoexpone, no sólo mediante la forma discursiva, sino, además, por medio de la exposición fragmentaria, no causal, que ha configurado históricamente dichos conceptos. Todo ello es posible, como estamos viendo, a partir de un presupuesto inherente a esta corriente de pensamiento: la forma originaria en que se nos da la cosa misma. Tanto para Husserl y Heidegger como para Benjamin, la noción de “origen” no hace referencia a una experiencia temporal de la que genealógicamente podemos dar cuenta; lo originario se trata de una esencia ontológica “presente” en lo óntico. Y ésta es la razón por la cual Benjamin comprende la Idea como una promesa que aún no se ha cumplido, que se halla en tensión con los acontecimientos y que, como horizonte filosófico tiene por cometido ser redimida en cuanto a “verdad” que se manifiesta en lo existente en un proceso histórico de ocultamiento y desvelamiento (Comenzamos a entrever las ideas madura de Heidegger expuestas en su ensayo “El final de la filosofía y la tarea del pensar”). Dichas ideas se nos manifiestan por medio de una reducción (epokhé) en la pluralidad de sus manifestaciones históricas, en ningún caso accedemos a ellas re-nombrándolas, puesto que estamos ya inmersos en la confusión babélica (crítica a Heidegger); tampoco hemos de buscarlas en la “conciencia pura”, puesto que tampoco puede ser ganada (como ya había objetado Heidegger a Husserl).

Esta es la razón por la cual Benjamin establece una nueva teoría de la Alegoría, puesto que su método filosófico, tiene por forma expositiva y metodológica lo alegórico. Benjamin es consciente de que poseemos una condición epistémica ya irrenunciable que ha sido codificada históricamente, a ello añade la presunción de una ontología y una posibilidad de aprehensión que restaure la práctica filosófica; el análisis fragmentario, al igual que la exposición, de estas esencias a lo largo de la historia no nos proporciona una posesión de las mismas, las muestra; puesto que toda posesión sería en sí misma una codificación, una ocultación, que, más que ganarlas, nos las arrebata, las oculta. El recurso alegórico se nos presenta, gracias a su cualidad temporal, como una estrategia eficiente para la contemplación de aquellas configuraciones y constelaciones eidéticas que la deriva lingüística y nuestras necesidades comunicativas (con una preeminente orientación instrumental) habían ocultado petrificándolas en el concepto; hipostasiando el símbolo –terminología todavía utilizada en su ensayo “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres en particular”- que trueca signo... Los alegoristas barrocos habrían hecho uso de la Alegoría para contraponerla al modo simbólico de representar –ya inmerso en un lenguaje comunicativo-, que establecía una relación de eternidad, un tiempo muerto, entre forma y contenido; mientras que la Alegoría, al quebrar dicha relación, lograba entrecruzar Naturaleza e Historia con la intención de que las cosas nos remitan a otros sentidos (pasados). Ésta es la forma mediante la cual, Benjamin, cree posible restaurar la práctica filosófica, que no tiene por tarea más que redimir aquellos sentidos o proyectos olvidados, pasados por alto; aquellas ideas que, como un kairos, retornan intermitentemente y se manifiestan en los fenómenos para reclamar su momento, su valor de verdad.

Benjamin, al igual que los alegoristas barrocos, da con una cualidad esencial del lenguaje o con una condición necesaria para la representación: la capacidad del signo de significar/remitir a “cualquier cosa”. Denosta la deriva conceptual del lenguaje, pero mira con nostalgia hacia un pasado en el que, presupone, nuestra relación con el mundo fue “adecuada” en términos lingüísticos; donde la palabra asignaba un “nombre” a las cosas y el nombre era la cosa misma; un registro del Ser que se correspondía íntegramente con aquello a lo que se refería. La imposibilidad de volver a “ganar” dicha relación –tal y como, por otras vías, había pretendido la Fenomenología- es “salvada” con una técnica expresiva que, de forma indirecta, nos conduce a la idea. Todo ello, por supuesto, sobre el presupuesto de un momento originario en el que fue posible una relación de correspondencia entre lenguaje y mundo, representación y mundo representado; un estado originario en el que el hombre vivía en el mundo y no “hacía” un mundo paralelo más adecuado a sus labores de autoconservación. Todo ello olvidando una cualidad esencial de la representación sobre la que él trata de establecer una teoría que se consolide como nueva forma de filosofar.

Benjamin es muy consciente de que las palabras, además de significar, “prometen”; su error o su inocencia consiste en pensar que las palabras vayan a cumplir, de una vez por todas, su promesa (puesto que a cada mónada prometen una cosa distinta).

El lenguaje hace mundo a la vez que sólo habla de sí mismo.

No importa escoger blancas o negras, da igual torre blanca o alfil negro para derribar a la reina, qué importa en qué casilla caiga el rey; suceda lo que suceda es el juego quien de todas maneras resulta victorioso.

La Filosofía no es más que un inmenso salón, decorado según los gustos de cada época, en cuyo centro no hay más que un amplio y confortable sillón; en él entran y se sientan dos tipos de personas: quienes pretenden salvar la Filosofía y los que, aún, quieren salvar la polis y, para ello, no pueden más que unirse a los primeros y desfallecer en ese sillón.

Hay quienes prefieren descansar en ningún lugar.

Símbolo; concepto; alegoría; idea; imagen... ¡Qué más da viajar en tren o en avión si la “distancia” es siempre la misma!

Murcia, 4 de junio de 2007
                                                                      

 

 

NOTAS

 

1 Adorno, T.W., “El ensayo como forma” en Notas de literatura, Barcelona: Ariel, 1962, p. 16.

2 Benjamin, W., El origen del Drama barroco alemán [trad. José Muñoz Millanes], Madrid:Taurus, 1990, p. 18.

3 Benjamin, W., “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”, Angelus Novus [trad. H. A. Murena], Barcelona:Edhasa, 1971.

4 Heidegger, M., History of the concept of time. Prolegomena, IUP, 1992.

5 Heidegger, M., Ser y tiempo, México:Fondo de Cultura Económica, 1951.

6 Op. (cit.), 1990, p. 17-20.

7 Op. (cit.), 1990, p. 16-17.

8 Op. (cit.), 1990, p. 17.

9 Op. (cit.), 1990, p. 18.

10 Op. (cit.), 1990, p. 19.

11 Op. (cit.), 1990, p. 19.

12 Op. (cit.), 1990, p. 20.

 

 
 

Walter Benjamin