Primeras impresiones

 
Frederic Jameson

 


 

 

The Parallax View, Slavoj Zizek, MIT, 434 pp.
[Publicado en inglés en London Review of Books, septiembre de 2006] Traducción de Enrique Lynch.

A esta altura del partido cualquiera sabe que un libro nuevo de Zizek debe de incluir, sin ningún orden especial, análisis de Hegel, Marx y Kant, varias anécdotas y reflexiones pre y post-socialistas, anotaciones sobre Kafka y sobre escritores de la cultura de masas como Stephen King o Patricia Highsmith, referencias a la ópera (Wagner, Mozart), bromas sobre los hermanos Marx, exabruptos obscenos, tanto escatológicos como sexuales, intervenciones en la historia de la filosofía, desde Spinoza a Kierkegaard, Kripke y Dennett, análisis de películas de Hitchcock y otros productos de Hollywood, referencias a acontecimientos actuales, disquisiciones sobre algunos puntos oscuros de la doctrina lacaniana, polémicas con distintos teóricos contemporáneos (Derrida, Deleuze), teología comparada y, últimamente, informes sobre filosofía cognitiva y “adelantos” neurocientíficos. Todo esto aparece en lo que Eisenstein solía llamar “un montaje de atracciones”, un tipo de show compuesto por variedades teóricas donde se suceden una serie de “números” que sirven para que el público se mantenga en estado de arrebato y fascinación. Es un espectáculo maravilloso, el único problema que tiene es que al final, delante de las ideas presentadas uno se queda perplejo y se pregunta cuáles serán las principales, las que hay que recordar. Podría pensarse que es la lectura de todos los libros de Zizek, uno tras otro, lo que da lugar a este problema: pero, por el contrario, lo cierto es que lo simplifica y hasta cierto punto permite que algunos conceptos más importantes emerjan en medio de la bruma. No obstante, cabe observar que el presente volumen –que, junto con “El asunto espinoso” (The Ticklish Subject) nos suministra un resumen del sistema en su totalidad (si lo hubiese) o, cuando menos, una única afirmación monumental— nos proporciona algún anclaje.

Afirmar que este anclaje se confirma y no se confirma sería dialéctico. El primer capítulo, que explica el título y trata de fundamentar la filosofía de Zizek sobre un determinado, es verdaderamente arduo; más adelante volveré sobre él. Pero el resto de los capítulos –sobre Heidegger y la política, sobre la filosofía cognitiva y sus impases, sobre el antisemitismo, sobre la política actual— son luminosos y elocuentes, y con toda seguridad serán considerados argumentaciones importantes en las que se puede encontrar argumentos suficientes como para provocar e irritar a lectores situados en todos los ámbitos del espectro ideológico (yo mismo soy objeto del ataque de Zizek quien me pone como una especie de ingenuo practicante de la teoría de la mercancía). No faltan en ellos las bromas, alguna de ellas de pésimo gusto, y las observaciones superficiales sobre películas actuales (Zizek parece haber quitado a Hitchcock de su sistema, aunque no de su inconsciente: uno nunca consigue hacerlo).

En cuanto a lo que queda de esta obra ya considerable, comenzaré refiriéndome a la dialéctica, de la que Zizek es uno de los grandes exponentes contemporáneos. El estereotipo nos dice que Hegel opera de acuerdo con una progresión disecada de la tesis a través de la antítesis hasta la síntesis. Zizek nos explica que esto es completamente erróneo: en Hegel no existen verdaderas síntesis y la dialéctica ha de ser considerada de una manera completamente diferente. Se dan varios ejemplos de ello; sin embargo ese estúpido estereotipo no estaba del todo equivocado. En la dialéctica hegeliana hay un movimiento en tres partes; y de hecho, continua Zizek, él mismo acaba de ilustrarla: estúpido estereotipo o “apariencia”, ingeniosa corrección, realidad subyacente o “esencia”, y finalmente retorno a la realidad de la apariencia- A fin de cuentas la apariencia resulta que era “verdadera”.

¿Qué puede tener que ver todo esto con la cultura popular? Consideremos un producto de Hollywood como Woman in the Window de Fritz Lang (1944). (Yo diría que hoy en día Fritz Lang pertenece a la alta cultura y no tanto a la cultura de masas, peroÉ). Edward G. Robinson es un profesor de maneras delicadas que una noche, al dejar su apacible club queda atrapado en una red de amoríos y asesinatos. El espectador piensa que está ante un thriller. Al final, exhausto, se refugia de nuevo en su club y se queda dormido, y al despertar descubre que todo era un sueño. La película ha hecho la interpretación por nosotros y que Lang finalmente capitula a las exigencias de Hollywood de dar finales felices a las películas, pero en realidad –es decir, en la verdadera apariencia— Edward G. Robinson “no es un profesor tranquilo, decente, educado y burgués que sueña que es un asesino sino un asesino que sueña, en su vida cotidiana, que es un profesor tranquilo, educado, decente y burgués”. La censura de Hollywood, por lo tanto, no es un atildado mecanismo de la clase media para reprimir el lado obsceno, sucio, antisocial y violento de la vida sino la técnica para revelarlo.

Página tras página la labor interpretativa de Zizek parece revelarse en estas paradojas: pero esto, a su vez, no es más que una “primera impresión estúpida” (una de sus frases favoritas). En realidad el efecto paradójico sirve para desmantelar el segundo momento de la ingenuidad, el de la interpretación (usted cree eso pero en realidad lo que sucede es esto otro): la paradoja es de segundo orden, de tal modo que, lo que parece ser una paradoja, en realidad es simplemente un retorno a la primera impresión.

åO quizás podríamos expresarlo de otro modo: no es una paradoja, es una perversión. Y en efecto, la dialéctica es justamente esa perversión furiosa e inveterada por medio de la cual la visión de la realidad que brinda el sentido común empirista resulta repudiada y desmantelada. Pero es desmantelada conjuntamente con las interpretaciones de esa realidad que la acompañan, que parecen tanto más astutas e ingeniosas que la propia realidad del sentido común empirista, hasta que comprendemos que las interpretaciones forman parte de aquella primera impresión. De ahí que la dialéctica pertenezca más a la teoría que a la filosofía: esta última siempre persigue el sueño de conseguir un sistema autosuficiente y a toda prueba, un conjunto de conceptos trabados que son causa de ellos mismos. Por supuesto, este sueño es la imagen ulterior de la filosofía como institución en el mundo, profesión cómplice del statu quo en el ámbito óntico caído de “lo ente”. La teoría, por otro lado, no tiene intereses ocultos en la medida en que en ningún caso se remite a un sistema absoluto, a una formulación no ideológica de sí misma y de sus “verdades”; como siempre pretende formar parte del lenguaje corriente, su única vocación y su tarea inacabada es desfundamentar la filosofía como tal por medio de todo tipo de afirmaciones y proposiciones afirmativas inquietantes. Dicho de otro modo, los dos grandes cuerpos de pensamiento filosófico, señalados por los nombres de Marx y Freud, quedan caracterizados como unidades de teoría y práctica, lo que significa que su componente práctico interrumpe siempre la “unidad de la teoría” e impide a ésta consumarse en la forma de un sistema filosófico satisfactorio. Recientemente Alain Badiou ha acuñado la expresión “antifilosofía” para estos nuevos y escandalosos modos de intervenir conceptualmente en el mundo. “Antifilosofía” es un término que Zizek estaría dispuesto a reivindicar para sí mismo. Sin embargo, ¿cuál puede ser el contenido teórico, si no filosófico, de los pequeños trucos interpretativos de Zizek? Fijémonos primeramente en la figura absolutamente inclasificable de quien preside, aunque de forma indefinida, toda la obra de Zizek. Uno de los últimos seminarios de Lacan lleva por título Les Non-Dupes errent. La broma está en la homofonía de esta proposición enigmática (“Los que no mienten se equivocan”) con la fórmula más antigua del libro lacaniano, “le nom du Père” (el nombre del Padre) o, en otras palabras, el complejo de Edipo. Sin embargo la última variante de Lacan no tiene nada que ver con el Padre sino más bien con la estructura del engaño. Como es sabido, la verdad es el mejor disfraz. Así pues, al ser preguntado sobre su actividad, el espía responde: “Bueno, soy espía”, respuesta que es recibida con una sonrisa. Lo que esta verdad tiene de peculiar, cosa que se expresa ampliamente en el engaño o en la falsedad, juega un papel crucial en el análisis, como cabe esperar. Así mismo, como también era de esperar, encontramos en ese no-filósofo o antifilósofo que es Hegel el despliegue más elaborado de la dialéctica de la necesidad del error y de lo que él llamaba apariencia y esencia, así como la afirmación más cabal de la objetividad de la apariencia, que es uno de los asuntos más profundos tratados en Visión de paralaje. El otro gran dialéctico moderno, Theodor Adorno (cuyo tono genérico quizás es comparable con el de Zizek como la tragedia lo es con la comedia) solía observar que en ningún lugar está Hegel más cerca de su heroico contemporáneo Beethoven como en ese gran acorde atronador que es la Lógica, en la afirmación de que “¡La esencia debe aparecer!”.

No obstante, esta insistencia en la apariencia parece llevarnos de forma inesperada a la manida cuestión del posmodernismo y la posmodernidad que no es sino el repudio abierto de las esencias en nombre de la superficie, de la verdad en nombre de la ficción, de la profundidad (pasada, presente o futura) en nombre del eterno retorno nietzscheano. Zizek parece identificar el posmodernismo con la “filosofía posmoderna” y con el relativismo (identificación que comparte con otros enemigos de estos desarrollos, algunos de ellos antediluvianos, otros resistentes a la cosificación de la etiqueta) mientras que, por otro lado, aplica la proposición a un cambio epocal, siempre y cuando no la llamemos así e insistamos en que, en cualquier escala, se trata en cualquier caso del capitalismo (algo que imagino que hoy en día todos estamos dispuestos a admitir). En efecto, algunas de estas proposiciones básicas son impensables fuera de lo epocal y fuera de cierto momento del capitalismo; en ocasiones Lacan aparece como si formara parte de la teoría de estos cambios que han venido sucediéndose desde que Freud hizo sus principales descubrimientos.

Tomemos la nueva definición del super-yo. Ya no se trata de una instancia de represión y juicio, de tabú y culpa. Hoy en día el super-yo es algo obsceno, cuyo imperativo perpetuo es: “¡Gozad!”. Por supuesto el victoriano también se sentía constreñido a gozar con sus propias represiones y sublimaciones históricas, pero aquella juissance probablemente no era la misma que tiene lugar en el sujeto de la sociedad de consumo y de la permisividad obligatoria (Marcuse la llamó “resublimación represiva”), el sujeto de una desesperada obligación a “liberar” los propios deseos y “realizarse a sí mismo” satisfaciéndolos. Sin embargo el psicoanálisis siempre implica un equilibrio tramposo e inestable entre la teorización de una psique humana eterna y la histórica singularidad de la cultura y las costumbres: esta última nos retrotrae a la periodización mientras que el modelo “eterno” es asegurado por la simple advertencia de que el deseo nunca se satisface, tanto si somos unos victorianos constreñidos al deber como si somos unos  posmodernos entregados al placer.

He aquí uno de los temas más persistentes y fundamentales de Zizek: la voluntad de muerte, thánatos, o lo que él prefiere llamar la “pulsión de muerte”. La teoría moderna está efectivamente imbuida de la freudiana voluntad de muerte, aquel cepo que todo intelectual que se respete a sí mismo se impone para inventarle una teoría (la propia versión freudiana, dicho sea de paso, no satisfizo a nadie). Pero también nos imponemos el retener todo lo paradójico (o perverso) en la versión que Zizek (o Lacan) da del asunto, porque aquí thánatos no tiene nada que ver con la muerte. Su horror radica en su compenetración con la vida misma, la vida sin más, en efecto, como inmortalidad y como una maldición de la que sólo nos libra, si cabe, la muerte (los matices operísticos de El  Holandés Errante son importantes aquí, todas las connotaciones míticas del Judío Errante, o también del vampiro, el que no muere, todos aquellos que son condenados a vivir para siempre). El impulso de muerte es lo que vive dentro de nosotros en virtud de nuestra existencia como organismos vivos, un destino que poco tiene que ver con nuestros destinos biográficos o incluso con nuestra experiencia existencial: thánatos vive a través de nosotros (“en nosotros lo que es más que nosotros”); es nuestro ser-especie; y por ello es preferible (de acuerdo con el último Lacan) llamarlo instinto, o pulsión, que deseo, y distinguirlo de la imposible juissance que se agita delante de nosotros a través del fluir de los deseos y las veleidades que constantemente inventamos y que después, o satisfacemos o sustituimos.

En cuanto a la juissance quizá sea la categoría central o, al menos, el más poderoso de los recursos explicativos de Zizek, un fenómeno capaz de proyectar una teoría nueva acerca de la dinámica política y colectiva así como un nuevo modo de considerar la subjetividad individual.  Pero para reconocer las implicaciones lo mejor es ver juissance como un concepto relacional y no tanto como una “determinación” en última instancia o como una fuerza.  De hecho, lo que explica la violencia colectiva, el racismo, el nacionalismo, etcétera, es el concepto de la envidia de juissance, así como las singularidades de las investiduras, elecciones y obsesiones individuales: ofrece un nuevo modo de construir toda la dimensión del Otro (hasta aquí concepto bien arropado que, cuando no se lo añade mecánicamente a alguna psicología individual, se evapora como sentimentalismo levinasiano). La potencia de esta concepción de la envidia se ve por la crisis que desencadena en ideales meramente consensuales y liberales como los que esgrimen Rawls o Habermas, quienes no parecen incluir nada de la negatividad que experimentamos en la vida y en la política cotidianas. En efecto, Zizek incluye poderosas críticas de otras formas actuales de idealismo político bienpensante como el multiculturalismo y la retórica de los derechos humanos (admirables ideales liberales pensados para distraer las energías de cualquier tentativa seria de poner en marcha un movimiento tendente a una reconstrucción revolucionaria, es decir, radical).

Todos estos ideales presuponen la posibilidad de cierta reconciliación y armonía colectivas como meta o final de la acción política. Sería un error identificar estos fines últimos con el pensamiento utópico, el cual presupone por el contrario una ruptura violenta con el actual sistema social. En vez de ello, para Zizek están asociados con esa ausencia de antagonismo de la naturaleza bastante diferente que se denuncia en el primero de sus libros, El objeto sublime de la ideología (1989), un objetivo también identificado por Lacan y que siempre ha sido crucial en la incansable explicación y propagación que lleva a cabo Zizek de la doctrina lacaniana: la convicción de que la subjetividad humana está permanentemente escindida y contiene dentro de sí una fractura, una herida, una distancia interior que nunca será franqueada. Se trata de algo que Lacan demostró una y otra vez mediante la articulación extraordinariamente compleja (y dialéctica) de modelos freudianos originales. Pero, si nos mantenemos en este nivel de generalidad no cabe sino concluir que es una concepción que podría fácilmente conducir al conservadurismo y al pesimismo sociales, a una visión del pecado original y de la naturaleza humana como algo permanente e incorregible.

La tarea de Visión de paralaje es anticiparse y excluir justamente tal desastrosa interpretación de las consecuencias sociales y políticas de la fractura lacaniana. El libro lleva efectivamente a cabo este cometido, pero no por medio de la extrapolación inmediata de la fractura o de la distancia constitutiva que va de lo individual a lo colectivo, sino yuxtaponiendo las consecuencias teóricas de la subjetividad escindida en varios niveles disciplinarios, de ahí la dificultad del capítulo inaugural.

“Paralaje” según el Webster’s es el “desplazamiento aparente de un objeto observado debido al cambio en la posición del observador”, pero es mejor no poner énfasis en el cambio o el movimiento sino en la multiplicidad de los lugares de observación porque, en mi opinión, a Zizek le interesa la inconmensurabilidad absoluta de las descripciones o teorías acerca del objeto y no tanto el mero desplazamiento sintomático. Así, la idea nos retrotrae al viejo coco del relativismo posmoderno con la que, por cierto, está relacionada. (La expresión popular encubre este escándalo mediante el uso de una narración: X cuenta la historia de la teoría cuántica o de la dictadura moderna, de esta manera; Y cuenta un relato diferente. Estos giros convenientes y ampliamente aceptados borran todo debate filosófico serio acerca de la causalidad, la responsabilidad histórica, el Acontecimiento, la filosofía de la historia e incluso el status de la narración misma, razón probable por la cual Zizek, al asimilar los propios problemas a la “filosofía posmoderna”, con frecuencia ha tenido muy poco en cuenta la narración como tal).

La diferencia más fundamental que se plantea aquí se verifica comparando la idea de paralaje con el viejo principio de Heisenberg que afirmaba que el objeto nunca puede ser conocido debido a la interferencia de nuestro propio sistema observacional, la inserción de nuestro propio punto de vista y del equipamiento relacionado con él, entre nosotros mismos y la realidad. Heisenberg se comporta como un auténtico “posmoderno” al afirmar la absoluta indeterminación de lo real o del objeto, que queda así convertido en un auténtico noúmeno kantiano. Sin embargo, en el pensamiento de la paralaje el objeto puede ser ciertamente determinado pero sólo de manera indirecta, por efecto de una triangulación basada en la inconmensurabilidad de las observaciones.

El objeto resulta así irrepresentable: constituye precisamente esa fractura o distancia interior que observaba Lacan en la psique y que convierte la identidad personal en algo eternamente problemático (“la radical y fundamental inadaptación y mala adaptación del hombre con relación a su ambiente”). Las grandes oposiciones binarias –sujeto versus objeto, materialismo versus idealismo, economía versus política— son modos de llamar de otra manera a esta fractura fundamental de paralaje: sus tensiones e inconmensurabilidades son indispensables para el pensamiento productivo (él mismo fractura), en la medida en que no incurramos en un agnosticismo complaciente o en una moderación aristotélica en la que “la verdad está en el término medio”; en otras palabras, siempre y cuando perpetuemos la tensión y la inconmensurabilidad en lugar de paliarla u ocultarla.

El lector juzgará a partir de los estudios casuísticos reunidos en este volumen si la teoría de la paralaje ha sido fructífera. El capítulo sobre los dilemas de la ciencia cognitiva –el cerebro material y los datos de la consciencia— es un logro estupendo que trasciende el paralelismo spinozista con vías a la definitiva paradoja hegeliana: “El espíritu es un hueso”. Por lo que toca a la política, me parece que la lección que dicta Zizek es tan indispensable como estimulante. Zizek piensa (igual que yo) que el marxismo es más una doctrina económica que una doctrina política, doctrina que insiste en la primacía del sistema económico y en el propio capitalismo como el horizonte en última instancia de la situación política, lo mismo que de otras situaciones, sociales, culturales, psíquicas. Sin embargo pensar que el marxismo era una “filosofía” que se proponía sustituir la “determinación en última instancia” de lo económico por la de lo político, fue un error fundamental. Hace ochenta años Karl Korsch nos enseñó que para el marxismo lo económico y lo político son dos códigos diferentes e inconmensurables que dicen lo mismo en lenguajes radicalmente distintos.

De modo pues que, ¿cómo pensar las combinaciones concretas que presentan estos dos códigos en la vida y en la historia reales? Es aquí donde se ve con toda claridad que Zizek emplea un modelo de paralaje básicamente lacaniano: la escandalosa y paradójica idea del Maestro de que entre los sexos “il n’y a pas de rapport sexuel” (Seminario XX). “Si, para Lacan no hay relación sexual” escribe Zizek, “entonces para el marxismo, no hay en rigor relación alguna entre economía y política, no hay “metalenguaje” que nos permita captar los dos niveles desde el mismo punto de vista neutral”. Las consecuencias prácticas que se derivan de esto son sorprendentes:

“Para ponerlo en términos de la vieja pareja marxista de infraestructura/supraestructura tenemos que tener en cuenta la dualidad irreductible de, por una parte, el material “objetivo” que configuran los procesos socioeconómicos reales así como, por otro lado, el proceso político-ideológico. ¿Qué ocurre si el campo de la política es inherentemente “estéril”, como un teatro de sombras, pero no obstante crucial para transformar la realidad? Así pues, si bien la economía es el ámbito de lo real y la política un teatro de sombras, la lucha principal ha de librarse en política e ideología.”

Este es un punto de partida para la izquierda bastante mejor que los actuales e interminables debates acerca de la identidad y la clase social (asimismo me parece que sugiere un clímax más adecuado que las enigmáticas reflexiones sobre Bartleby con las que de hecho concluye el libro).

Pero lo justo es que, a la luz de lo que acabamos de analizar, nos preguntemos hasta qué punto esto resulta dialéctico. Me parece que mi posición podría exponerse más o menos así: que el tercer momento de la dialéctica que retorna a la apariencia tal como se lo suele describir, en la jerga hegeliana, como retorno a “la apariencia qua apariencia”, a la apariencia con la comprensión tanto de que se trata de apariencia como de que, sin embargo, en tanto que apariencia, posee su propia objetividad, su propia realidad como tal. Esto es precisamente lo que sucede, creo, con las dos alternativas de la paralaje, la subjetiva y la objetiva. Descubrir que ni el código del sujeto ni el código del objeto son en sí mismos representaciones adecuadas del objeto irrepresentable que estos designan significa redescubrir que estos códigos no son más que representaciones, convencerse de que cada uno de ellos es necesario e incompleto, de que cada uno de ellos es, por así decirlo, un error necesario, una apariencia indispensable. Me pregunto si no hay formas más complejas de la situación de paralaje que formulen más de dos alternativas (en el orden del sujeto y del objeto) y que en cambio nos confronten con códigos múltiples e igualmente indispensables.

No puedo sino concluir poniendo de manifiesto mis dudas con relación al proyecto de Zizek. Está claro que la posición de paralaje es antifilosófica puesto que no sólo elude la puesta en sistema filosófico sino que hace de este sistema una imposibilidad y de la imposibilidad una tesis central. Lo que tenemos aquí es teoría en lugar de filosofía: y su elaboración es en sí misma paralájica. No reconoce ningún código maestro, ni siquiera el de Lacan, ninguna formulación definitiva; en cambio debe ser rearticulada en términos de todas las figuraciones en las que pueda ser extrapolada, desde la ética a la neurocirugía, desde el fundamentalismo religioso hasta The Matrix, desde Abu Ghraib hasta el idealismo alemán.

Sin embargo la teoría siempre ha estado ella misma “fundada” en un dilema fundamental (e insoluble): a saber, que los términos provisionales con que ésta trabaja, al cabo del tiempo, inevitablemente resultan “tematizados” (por usar una expresión de Paul de Man), son cosificados (e incluso convertidos en mercancías, caso de que pudiéramos hablar así) y eventualmente se convierten en sistemas por su propio derecho. El movimiento del proceso teórico, un movimiento que se consuma a sí mismo, se aminora y se detiene, sus palabras provisorias se convierten en nombres y más adelante en conceptos, la antifilosofía se convierte en una filosofía cabal. En ocasiones temo que entonces, al teorizar y conceptualizar las imposibilidades que designa la visión de paralaje, pueda suceder que Zizek haya producido a fin de cuentas un nuevo concepto y una nueva teoría por el simple hecho de que nombra lo que quizás fuera mejor no llamar Lo Innombrable. 
 

 

 

Slavoj Zizek