El moderno insoportable

 
 Enrique Lynch

 


 

Il faut être absolument moderne.
Arthur Rimbaud

 

Pocos asuntos han porfiado en la obra de nuestros contemporáneos tanto como la definición de la modernidad. Saber en qué consiste ser moderno parece un conocimiento necesario para describir cómo estamos con relación al presente que nos ha tocado. Todo atañe a la autoconciencia moderna: las ideologías al uso y los estilos de vida, las normas básicas, los consensos y los prejuicios, las creencias y las descreencias. Y sin embargo, como pauta de época, lo moderno sólo se verifica de forma clara en unos pocos y, en esos, lo hace inexcusablemente.

La condición moderna es un momento de autodeterminación. Alguien se afirma o se constituye a sí mismo, como en aquella ocasión (1687) en que Perrault leyó en la Académie Française un poema didáctico donde reclamaba para sus coetáneos el reconocimiento de la misma autoridad que se otorgaba a los clásicos antiguos. Autoafirmación o autodeterminación, o sea, lo que (supongo) tenía en mente Fichte cuando hablaba de un yo que se pone a sí mismo. Como aquél que dice “Hala, que aquí estoy yo, qué demonios...”

Y, puesto que autodeterminarse es darse a uno mismo nomos con indiferencia del nomos de la época, la “modernidad” conlleva necesariamente un gesto de prepotencia; reforzado, además, si viene acompañado de alguna innovación en la forma o en el estilo. Así pues, todo lo que es nuevo es también y por eso mismo moderno. El individuo que se reconoce o se pretende moderno quiere destacar porque se atreve a ponerse contra la corriente. Más aún, pretende constituir una nueva corriente y ofrecerla como alternativa a los demás. La cantidad de variaciones a que ha dado lugar esta tontería teórica o conceptual es inmensa, por no hablar del cúmulo de artistas y escritores y pensadores que “modernizan” adrede, poniéndose estrafalarios o recursivos o cambiando las comas de lugar. No menos tontos han sido los argumentos y observaciones que hablan de un giro en la condición moderna debido a una “crisis de lo nuevo”, supuesto contratiempo cultural que se desencadena cuando ya parece evidente que una época no puede realizarse en una indefinida, inacabable sucesión de novedades. Lo que es de todo punto evidente: no puede haber tantas cosas nuevas, tantas moderneces y tantos modernos. No señor. La cultura no es como los cortes de pelo.

Más extraño aún es que se haya fijado el signo de lo moderno en lo que se suele llamar “vanguardia”.

(Por cierto, a propósito del contenido o razón de la vanguardia y la posvanguardia y la transvanguardia, etc. también ha habido infinidad de elucubraciones intrascendentes...)

En efecto, es extraño que algo nuevo sea pensado además como “de vanguardia”, porque “vanguardia” no tiene nada que ver con una novedad. “Vanguardia” es una burda metáfora militarista, una extrapolación, probablemente de origen bolchevique, que dice muy poco con relación a aquello a lo que suele aplicarse. Apenas si refiere una mera determinación espacial en una serie en la que se discrimina como “vanguardia” la sección del cuerpo que precede a la columna de soldados en marcha, la cual, por otra parte, se presume seguida, como el furgón de cola de un tren, por una retaguardia. Vanguardia y retaguardia son los parachoques del cuerpo en marcha.

(Curiosamente, la determinación espacial no ha inspirado la imaginación de nuestros críticos de arte. Que yo sepa a ninguno se le ha ocurrido hablar de un “arte de retaguardia”, por ejemplo, que, si acaso, serviría para permitir que esta actividad, siempre amenazada de muerte en la modernidad, sobreviva a la pulsión de las novedades.)

Si nos atenemos a la metáfora militar, a la vanguardia en una columna en movimiento cabe la anticipación o la prospectiva del terreno que la columna habrá de transitar. Así pues, quien se declara moderno y de vanguardia afirma estar comprometido con lo que se da inmediatamente después del momento presente por la simple razón de que, por su ubicación en la primera línea, lo avizora antes y puede reclamarlo para sí como propio. El vanguardista piensa entonces que lo inminente –en un sentido más que temporal, histórico– es lo suyo; y mira por dónde, debería reconocerse, aunque sea a regañadientes, posmoderno, si es verdad que lo posmoderno es, como aseguraba Lyotard, que fue quien introdujo ese rótulo en la teoría de la cultura, el loop que describe un proceso cuando retrocede para recuperar aliento, ganar impulso y lanzarse de nuevo hacia adelante. Lo posmoderno está delante, no detrás, de lo moderno, porque sigue en el tiempo al presente y lo recalifica.

Pero ¿qué más?

Ni falta hace recordar que la tal “condición posmoderna” tampoco es tan manifiesta o transparente como podría parecerlo a primera vista; y menos todavía cuando, tras décadas de manoseo mediático por efecto de la banalidad y la estulticia periodísticas, que todo lo convierten en eslógan bobo, esta condición ha quedado reducida, en versión positiva, a una manera de hablar de “lo más”; y, en negativo, a una manera sofisticada de insultar a quien piensa a tono con su propio tiempo.

No parece fácil saber en qué consiste verdaderamente ser moderno (o posmoderno). Y, sin embargo, sabemos que si bien entre los contemporáneos hay muchísimos a los que se tiene por modernos, sólo algunos lo son absolutamente, tal como lo exige, con su más que equívoca vaguedad –tan sugestiva cuanto ambigua y engañosa, lo mismo que las consignas y los eslóganes publicitarios a los que tanto se parece– el verso célebre del joven Rimbaud. O sea, no podemos reconocer ninguna cualidad específica en la modernidad salvo, quizá, esos atributos que señala Walter Benjamin (he ahí otro que escribe siempre vaguedades) al interpretar a Baudelaire como un romántico urbano (o un urbanita romántico, tanto da). En suma, no sabemos qué es lo moderno y sin embargo sabemos con seguridad quién es absolutamente moderno.

(Vaya paradoja).

¿Quiénes? Absolutamente modernos son –claro, cómo si no– muchos franceses. Marcel Duchamp, por ejemplo, era un caso paradigmático. Además de la profusa serie de extravagancias que compone su obra ahora centenaria, tómese su no menos profusa elaboración del llamado Grand Verre, también conocido como La Mariée mise à nu par ses célibataires, même...

(Menudo título)

..., auténtica summa de la modernez y obra que, según cuenta él mismo y corean sus biógrafos, le requirió años de trabajo, no sé si obsesivo pero sin duda recurrente y tenaz, a pesar de la conspicua indolencia de su autor. Duchamp trabajó en el Grand Verre durante ocho años, sin contar el tiempo que dedicó a reconstruirla años después. Allí está la caja que dejó, llena de bocetos y anotaciones donde se puede seguir el proceso de su gestación.

(Esto también es muy moderno: trabajar pero no olvidarse de guardar todas las huellas y los bocetos y las señales del trabajo. Trabajar para la posteridad y con un ojo puesto en la posteridad. Porque quien es moderno es, además, íntimamente historicista...)

No hay un solo detalle en el Grand Verre, esa obra de absurda complejidad y factura delirante, que no pueda identificarse con la vocación duchampiana de “ser absolutamente moderno”.(1) En su proceso hay, en efecto, un “moderno” paradigmático. Para empezar, la pretensión de trascender todos los registros de la expresión y del lenguaje plásticos y alcanzar así una obra de absoluta transparencia, como cabe a una pintura/escultura realizada en un vidrio, material que dícese diáfano pero que al mismo tiempo puede ser muy opaco. Constructo lo suficientemente hermético como para que la obra y su clave poética, borren las respectivas transparencias de sus materias básicas. El extraño diseño de La Mariée [...] está íntegramente articulado en y a través de su propia cifra que además es la de su autoproducción maquínica, de tal modo que el Grand Verre es la máquina de sí misma representada. En ella, resultado, principio y realización se sostienen en un contexto compartido que, además, sirve de complejísimo enmascaramiento para un procedimiento que, en el fondo, es bastante onanístico. Quizá por eso Duchamp llama a su delirio “máquina solipsista”, eufemismo que de todas formas permite reconocer sin confusión posible el característico onanismo moderno.

(Tan escatológico Duchamp, tan guarro...)

La obra del austero e implacable Samuel Beckett parecería muy alejada de las irrisorias ocurrencias dadaístas, pero tiene el mismo compromiso con la mostración del gesto moderno que anima el trabajo de Duchamp. El mismo desenfado (humor) y lo que de modo absurdo quedó asociado a cierto modelo teatral y, de ahí en más, introdujo por añadidura una categoría absurda: “teatro del absurdo”. Y tampoco está demasiado lejos del onanismo, asunto que asoma al pasar, aquí o allá, en la llamada Trilogy, aquel conjunto de narraciones que la inercia académico-literaria insiste en presentar como “novelas”: Molloy, Malone meurt y L’Innomable, cuando en realidad se trata de un trío de engendros narrativos con que Beckett pone a prueba la paciencia del lector moderno (o posmoderno), tanto como hace la obra cumbre de Duchamp con el entendimiento del respetable. Ambas, la Trilogy y el Grand Verre, se inscriben en la característica tradición del ascetismo moderno que, porque se ofrece sin iniciación, resulta el más duro, el peor de los ascetismos y el más arduo de los aprendizajes, comparable a aquella formación cruel que le impone el maestro de Kung-Fu a la Mamba (Umma Thurman) en la primera parte de Kill Bill.

Sólo un catedrático español de historia del arte puede encontrar disposición de ánimo para reconstruir el proceso del Grand Verre y repasar con atención obsesiva la lista de disparates duchampianos y no sucumbir de tedio en el intento; y sólo un moderno recalcitrante (y algo masoquista también) puede afrontar la Trilogy de un plumazo, leer una “novela” tras otra –como hemos hecho nosotros–

(Bien hecho.)

y comprobar al cabo de la lectura que lo correcto y lo facultativo es renunciar a toda interpretación de ellas, entre otras razones de peso porque eso no ha sido escrito para ser interpretado. En efecto, en ninguna parte de la obra de Beckett se sugiere que eso deba ser interpretado. Más bien se trata de lo contrario, se reclama siempre lo mismo: para ya de reflexionar. Mira. Y si lo entiendes, bien; pero si no, no fastidies.

En esto la escritura de Beckett debe mucho a la de Kafka, cuando menos en que ambas desafían toda tentativa razonable de interpretación. Por eso acierta Canetti cuando dice de Kafka que uno lo lee con la sensación de que el checo te espeta: "Interprétame, si puedes". También Beckett, sólo que el irlandés hace de ese desafío una diktum perentorio: ni lo intentes. De ahí que, con toda malicia, sus textos y astracanadas estén llenos de claves y enigmas falsos, como otros tantos anzuelos para hermeneutas pretenciosos y filosofantes y espectadores de films y obras de teatro “de vanguardia”. Algunos –bastantes y, por cierto, conspicuos: Critchley, Adorno, el mismísimo Blanchot– se tragan el anzuelo, entre otras razones porque la interpretación jerarquiza al intérprete, lo consagra como contertulio privilegiado del genio. Ya pasaba esto con los sacerdotes eunucos de Delfos, que cobraban poder y relevancia cada vez que descifraban el delirio de la Pitia.

Beckett se parece a, pero no es, Kafka. Me atrevería a decir que ni siquiera desafía la interpretación. ¿Qué demonios se propone pues? Probablemente, mostrar que la ficción, en cualquier registro: narrativo, teatral, poético, ensayístico, no deja ver lo que un autor quiere decir porque siempre hace que se interponga el drama de una existencia. Una propuesta de la modernidad radical es superar esta limitación –¿cómo llamarla? ¿mimética?– para dar absoluto dominio del sentido al autor y al mismo tiempo borrarlo de la escena.  Supongo que para eso uno decide hacerse moderno: por ejemplo, para trascender el existencialismo. Beckett se propuso serlo de forma radical, tal como manda Rimbaud: absoluta, insoportablemente moderno. E imaginó que nada sobreviría a su gesto modernista radical. En él, como en Duchamp, no es la temática ni el tratamiento de la forma lo que importa –las formas son esquemáticas– sino afirmar que “conmigo se acaba la cosa”. Après moi le Déluge

(El propio Rimbaud lo hizo: un buen día huyó a Abisinia, se convirtió en traficante de armas y no escribió una línea más.)

En una semblanza bastante sentida y respetuosa, sobre todo cuando se la compara con lo que se suele encontrar en él, ese décadent profesional que es Cioran, describe a Beckett con auténtica admiración, como hace el bufón cuando cae rendido delante del daimon. Lo llama escritor aparte –en realidad, la torpe traducción dice “separado”, lo que convierte a Beckett en un personaje de serie norteamericana o de novela de Paul Auster (2) . “Aparte” (probablemente écarté en el original) quiere decir apartado, excéntrico (lo que en su caso es obvio), fuera de lugar, excepcional, y también, por supuesto, misántropo, alejado de sus semejantes. En efecto, pero Beckett no se mantuvo aparte porque fuera un freak sino porque su obra trata de un único tema que asalta cuando se han asumido todas las tribulaciones que caracterizan nuestra condición moderna: la soledad urbana, la decrepitud y la muerte, la perplejidad, la muerte de Dios, etc., todas esas cuestiones que hacen poner los ojos en blanco a nuestros contemporáneos. Los especialistas en anotar leit-motivs literarios –pongamos por caso, Azúa, Steiner o Adorno (3) – han dedicado estupendos ensayos a resumir los motivos y los principales asuntos de Beckett y, todo hay que decirlo, aciertan siempre, salvo cuando –con excepción de Azúa, más prudente o más astuto a la hora de arriesgar opinión teórica– no resisten a la tentación de ponerse a interpretarlo.(4) El tema de Beckett es, en definitiva, la condición humana, que describe a contrario de la solemnidad sartreana con humor escatológico y bastantes excesos expresivos y de efecto. Los personajes de Beckett suelen ser grotescos, patéticos, como unas “moscas que se estremecen tras haber sido aplastadas por el matamoscas”(5) y, no obstante, esa representación los hace justamente muy reales.

La cuestión que ocupa a estos patéticos personajes es siempre la misma: ¿cuál es la mejor manera de acabar con todo esto? Donde “todo esto” es comer, defecar, fornicar, cargar un fardo, temer, experimentar culpa, preguntar, escribir, trabajar, sentir odio, envidia o desesperanza, etc., en suma, lo que hacemos todos todo el tiempo. Pregunta que invariablemente resulta en fracaso, porque no hay una manera mejor de sostener la condición humana hasta el momento de morir. Así pues lo que el lector percibe en cada obra de Beckett es la conciencia de ese fracaso. Un fracaso que el propio autor ratifica cuando escoge su curiosa forma de morir, quizá su suprema performance, su acción más teatral y la más admirable: cuando ve llegar el momento de su muerte se interna en un hospicio para enfrentarla solo, como sus personajes.

¿Tiene algún sentido valerse de la literatura para llevar a cabo semejante propósito nihilista? Para quienes prefieren abordarla como militantes de la modernidad probablemente sí. Para mí, en cambio, el programa beckettiano, con todo su espartano atenerse s su propios principios y su allure expresionista es, sin embargo, una experiencia fracasada desde el punto de vista poético, Hay algo profundamente trivial en el acto de poner por escrito el horror de la condición humana, casi tan trivial como descubrir esa estrategia en el trabajo de los demás. Pero al mismo tiempo esa trivialidad encuentra una suerte de reparación simbólica en la conciencia del artificio que no enseña nada ni pretende ilustrar nada como no sea el poderoso recurso al placer de la pura repetición mimética de lo dado y la experiencia.

(El cine y su nunca exorcizada complicidad con el entertainment ya es una constante desmentida de toda pretensión de hacer de él un lenguaje trascendente.)

El profundo compromiso con cierta función edificante de la literatura hace la obra de Beckett muy ingenua y, su lectura, un auténtico pain in the ass, un ejercicio insoportable incluso para uno que se pretenda absolutamente moderno. Y, hasta cierto punto, es también una obra gratuita porque, en su afán de no significar nada y no obstante abordar, por alusión, todo cuanto afecta a la condición humana nos impone una inútil disciplina, muy parecida a esa tozudez del patético Buster Keaton en Film: personaje absurdo que, al mismo tiempo que protagoniza una película, se empeña en no ser observado.

 

Barcelona, junio de 2008.

NOTAS

1. . Quien quiera comprobarlo, puede seguir la minuciosa reconstrucción de su proceso de creación a partir de las notas del propio Duchamp, combinadas con muchas y variadísimas fuentes y referencias biográficas, llevada a cabo Juan Antonio Ramírez. Cfr. Juan Antonio Ramírez, Duchamp: El amor y la muerte, incluso (Madrid: Siruela, 1993), 66 -170.

2. . E.M. Cioran, Ejercicios de admiración y otros textos (Ensayos y retratos), Rafael Panizo (Barcelona: Tusquets Editores, 1992), 90.

3. . Theodor W. Adorno, Notas sobre literatura, vol. 11 de Obra completa, ed. gen Rolf Thiedemann, traducción de Alfredo Brotons Muñoz, en colaboración con Gretel Adorno, Susan Buck-Mors, y Klaus Schultz (Madrid: Akal, 2003), 270–310; Cfr. Prólogo a Samuel Beckett, Residua, traducción de Félix de Azúa (Barcelona: Tusquets, 1976), 9-23; y George Steiner, Extraterritorial: Ensayos sobre literatura y la revolución del lenguaje, traducción de Edgardo Russo, reprint, 1971 (Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2000), 27–39.

4. . Como caso típico de hermenéutica pretenciosa y gratuita, con las habituales paráfrasis de la mala teoría (Beckett leído epigónicamente a través de la lectura adorniana), véase Simon Critchley, Muy poco.. casi nada: sobre el nihilismo contemporáneo, traducción de Ramón Vilà Vernis y Elisenda Julibert (Barcelona: Marbot Ediciones, 2007), 255–325.

5. . Adorno, Notas Lit., 281

 

 

 

Le Grand Verre

 

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