Innombrable

 
Juan Manuel Reyes Massiel

 

 

Cuando nos enfrentamos a la tarea de decir algo sobre los libros de Beckett parece surgir siempre la secreta conciencia de que se trata de antemano de un exceso, de una tomadura de pelo, o, en todo caso, de “demencia universitaria(1) ”, como calificaba el propio Beckett la avalancha de tesis y ensayos que le eran dedicados. Como si cualquier intento de escribir sobre Beckett fuese de por sí abominable, o cuando menos que requiriese un ejercicio de complicidad escritural respecto de la propia deflagración que lleva a cabo Beckett con el lenguaje. Desde ese lenguaje “agujereado”, establecer una hoja de ruta resulta por lo menos arriesgado, porque no gravita en torno a un centro, ni nos ofrece garantía alguna de que estemos hablando de algo o de alguien, ni de un tiempo, sólo lo innombrable en el vacío de un lenguaje que se niega a sí mismo:

“Nada tengo que hacer, es decir, nada de particular. Tengo que hablar, esto es vago. Tengo que hablar, sin tener nada que decir, sino las palabras de los otros. Tengo que hablar, sin saber ni querer hablar. Nadie me obliga a ello, no hay nadie, es un accidente, un hecho. Nada podrá dispensarme nunca de ello, no hay nada, nada que descubrir, nada que disminuya lo que por decir queda, tengo la mar por beber, por consiguiente hay un mar. No haber sido engañado habrá sido lo mejor que he tenido, lo mejor que habré hecho, haber sido engañado, no habiéndolo querido, creyendo no serlo, sabiendo que lo soy, no engañándome acerca de que no lo estoy(2) .”

Y sin embargo, cuando ese lenguaje habla, sabemos que algo aparece. No un hombre, no un sentido, no una cosa en su prístina representabilidad, sino la experiencia de un lenguaje que sólo parece decir: “hablo”, pero cuya enunciación carece de toda densidad respecto de las reglas más elementales de lo enunciativo, no hay en ella la garantía de una conciencia ni de un tema, todo sujet ha desaparecido:

“Dicen ellos, cuando hablan de ellos, para que crea que soy yo el que hablo. O bien digo ellos, cuando hablo de no sé quien, para que crea que no soy yo el que hablo.(3)

Todo pronombre, toda conciencia, es un error:

“Es inútil multiplicar las ocasiones de error. […] No volveré a decir yo, nunca más lo diré, es demasiado estúpido. Lo sustituiré, cada vez que lo oiga, por la tercera persona, si pienso en ello. Si es que esto les divierte. Nada cambiará. No hay más que yo, yo que no estoy, allí donde estoy. Lo primero. Palabras, dice que sabe que son palabras.(4)

“Es inútil discutir, de aquí allá, acerca de los pronombres y de otras partes de la charlatanería.(5)

En efecto, sólo hay palabras, el lenguaje opera una vuelta sin retorno hacia el vacío de la representación, donde los objetos, el tiempo, los hombres "los hombres?, no, no hay hombres, sólo nombres sin sustancia, pronombres intercambiables, palabras al fin",  son densamente despoblados de toda su capacidad de decir algo sobre un mundo exterior, y en el que cada categoría de funcionalidad lingüística se repliega y sirve sólo para la martingala de acontecimientos ínfimos cuyo escenario es la experiencia de uno que antecede al hombre, al mundo y al tiempo, pero que no es nadie, y que los ha inventado como excusa para hablar, “son palabras, es lo único que hay”:

“Inexistentes, inventados para explicar ya no sé qué. Ah, sí. Todo mentiras. Dios y los hombres, el día y la naturaleza, los impulsos del corazón y los medios de comprender, soy yo quien cobardemente los ha inventado, sin ayuda de nadie, pues no hay nadie, para retrasar el momento de hablar de mí. En adelante, se acabó este asunto(6) .”

Pero no se acaba, el asunto es que no se acaba, que acabar no forma parte del asunto, porque el asunto es siempre “hablar”, pero un hablar que ya no conserva ningún movimiento de reciprocidad funcional con el mundo, no dicta nada, y lo que opera en él son más bien los residuos de aquello que en tanto lenguaje constituía una garantía de comprensión y ordenamiento del mundo; pero que tampoco implosiona sobre sí mismo como en un movimiento de interiorización, pues carece de centro, de interior, y su movimiento se dirige más bien hacia el límite de un afuera, un afuera en el que resulte imposible fijar las anécdotas, los adminículos, los “personajes” “en este momento ya se habrán acabado los Murphy, Mercier, Molloy, Moran y otros Malone, a menos que esto siga en el otro mundo.(7) ”, y en el que el lenguaje resulta inválido como vínculo con unos significados continuamente negados, cuya remanencia, siempre presente, sirve únicamente para volver a negarlos, en un límite que nunca deja de serlo y cuyo lenguaje existe en la medida en que pretende violarlo, y en la medida en que éste nunca deja de ser tal límite: “Me parecía que cualquier lenguaje es un error del lenguaje.(8)

Y acaso se trata de que aquello que llamaríamos experiencia, es más bien la experiencia de un afuera en tanto que límite, sin núcleo, en la que no se posee siquiera la garantía del “yo soy”, pues ésta no es tanto lo que bajo el pronombre y el nombre de la cosa se nos ha hecho proposicionalmente asequible: al borrar las fronteras de la forma del lenguaje, se cuela desde sus agujeros lo innombrable que debe ser registrado como aquello que al estar desnudo de toda categoría lingüística, aparece, pero que en su aparecer no contiene ninguna de las prerrogativas que ciertos “desvelamientos” occidentales contendrían, no, no se trata de que aparezca ante nuestros ojos la verdad sobre algo, o el intríngulis que da vida a algún oscuro sistema lógico, ni siquiera el registro de la memoria de un ser, por más perturbado que se encuentre, un antes y un final, pues sólo hay olvido “mi incapacidad de absorción, mi facultad de olvido fueron subestimadas por ellos”, olvido del relato y la fabulación, no se enseña nada, no, su aparecer entraña la violación de lo aprehensible lingüísticamente, y es sin embargo sólo el lenguaje quien puede hacer aparecerlo. Se dice lo que no puede ser dicho, o se dicen las condiciones para lo indecible, como si todo otro decir fuese en realidad un intento ramplón de borrar las huellas de lo indecible, o más bien, de eliminar esa presencia constante que es una experiencia pero que no deja huella, sólo el tibio gusanear de una oración desprovista de lugar, de tiempo, de densidad espacial, de acción, de principio, de fin, de mí: por lo demás, lo indecible. De ahí que diga Blanchot:

“Precisamente El Innombrable es experiencia vivida bajo la amenaza de lo impersonal, aproximación de una palabra neutra que se habla sola, que atraviesa a quien la escucha, que carece de intimidad, excluye cualquier intimidad y a la que no se puede hacer callar; es lo incesante, lo interminable.(9)

Y el lenguaje de Beckett es lo incesante, lo interminable, porque de él está borrada la garantía de una conciencia en tanto que sustrato del hablar: se trata no sólo de hacer de él algo inhóspito para la conciencia, sino de vaciarlo formalmente de ésta y hacer que lenta y tenazmente el sujeto desaparezca. En la medida en que dicho lenguaje no nos provee de dicha garantía, la interpretación adquiere los visos de un eterno retorno del interpretans,  que ante el vacío del discurso pierde su condición heurística y se vuelve sólo inventio repetitivo e incesante desde la soledad, como un eco: el signo posee la fisura de que en torno a él puede sucederse una interpretación ad infinitum, sin descanso, es decir, la fisura de la imposibilidad de interpretarlo; pero esa fisura es al mismo tiempo su riqueza, la garantía de que él mismo interprenderá como una mancha todo contenido: todo puede ser dicho, pero decirlo equivale a decir nada, el silencio es el árbol prohibido que al ser violado nos encierra en un círculo infinito del que es imposible salir: todo puede ser dicho sobre lo innombrable, pero decirlo equivale a no decir nada, su transparencia interpretativa nos toma por sorpresa en el vacío y los gestos lingüísticos que hacemos ante él se pierden en ese vacío, sólo pueden adquirir su tempo, que es el de la ausencia de lo dicho, de la posibilidad de decir algo. Y sin embargo, “hay que seguir, voy a seguir”, porque nada es más angustiante que ese vacío, nada peor que una heurística cuyo resultado está de antemano puesto en duda, desfondado, pero que no puede volver hacia atrás ante la evidencia de su nulidad.

Nos encontramos con un lenguaje desarraigado de la configuración del mundo social, del mundo del trabajo y el día; ya no se trata de la palabra inmediata que nos relaciona con el mundo-cosa, pero tampoco se trata de hacer, como muchos poetas quisieron, un lenguaje-cosa, sino de desintegrar toda posibilidad de construir mediante el lenguaje un otro más allá de sí mismo, por ello sus palabras son sólo la ocasión que un movimiento incesante y sin destino tiene para violar su sentido de ser, su posibilidad de decir algo; de ahí que sea imposible interpretarlas, pues ese centro que sería su interioridad y el secreto descanso de su sentido ha pasado a negarse y a convertirse más bien en un movimiento lingüístico en el vacío del “yo”, cuyo lenguaje no es tanto la palabra arrojada mientras se va yendo, y utilizada sólo para esto, sino ese movimiento interminable.

Pues en el decir de ese lenguaje el discurso es más bien ausencia en la medida en que se ha elidido la posibilidad de representación de un “yo”, lo que hace al mismo tiempo que tampoco verse sobre ningún otro sujet, que habría de estar contenido en el límite de la conciencia del primero en tanto que hablante y en tanto que haría posible la experiencia de un discurrir sobre otro, o sobre la tragedia de su corporeidad azarosa y limitada, o sobre la emoción que ahora carece de contenido, sujets que mientras se anuncian son más bien la burla respecto a la ausencia de lo que les contendría, de lo que les haría aparecer como un significado.

Por eso los “otros” asumen el cariz de mero pretexto del hablar, de meros nombres cuya ausencia de densidad semántica sólo sirve para reduplicar infinitamente un lenguaje que nunca se agota pues no existe algo en que agotarse (“tengo la mar por beber”); por eso en él el nacer y el morir, límites que contendrían la aparición de un ser, y en cuyo marco se esbozaría la tragedia de una finitud, se encuentran borrados, y en su lugar aparece un hablar que se desplaza en un movimiento sin temporalidad y sin espacio, sin cuerpo, de lo que se desprende que lo innombrable pueda ser un muñón, un ano, una piedra, o Lucifer, lo mismo da; sólo hay palabras, palabras de un lenguaje que evoca el vacío de su discurrir sin forma. Las palabras sólo existen en su “aspecto manual”, en un “monólogo” sin epicentro que antecede al pensar que le daría sentido, pues no hay un “pienso”, sino un “yo” como pronombre desnudo e inútil que no da cuenta ni de sí mismo ni de un mundo imposible, sino sólo de un lenguaje cuyas pulsaciones no poseen la forma de los lenguajes que dan cuenta de un antes que dotaría de contenido a sus límites de expresión: no hay expresión, ese lenguaje está situado fuera de todo contenido y grosor significativo, es “Mateo y el ángel”: el que dice y el que es dicho, a la vez, sin antes, sin final, y sin sentido de éstos, en una amarga locura:

“¿Cómo hago, en tales condiciones, para escribir, no teniendo en cuenta sino el aspecto manual de esta amarga locura? Lo ignoro. Podría saberlo. Pero no lo sabré. No esta vez. Soy yo el que escribo, el que no puedo alzar la mano de mi rodilla. Soy yo el que pienso, lo justo para escribir, yo cuya cabeza está lejos. Yo soy Mateo y yo soy el ángel, yo llegado antes de la cruz, antes de la falta, llegado al mundo, aquí.(10)

 

Barcelona, junio de 2008


Notas

1..Juliet, Charles. Encuentros con Samuel Beckett. Madrid: Siruela, 2006, p.40

2, Beckett, Samuel. El innombrable. Con prólogo de Frederick R. Karl, traducción de R. Santos Torroella. Madrid: Alianza, 2006, p.65

3. Ibíd. p.131

4. Ibíd. pp.113-114

5. Ibíd. p.120

6. Ibíd. p.53

7. Beckett, Samuel. Malone muere. Traducción de Ana María Moix. Madrid: Alianza, 2006, p.82

8. Beckett, Samuel. Molloy. Traducción de Pedro Ginferrer. Madrid: Alianza, 2006, p.160

9. Blanchot, Maurice. El libro por venir. Traducción de Cristina Peretti y Emilio Velasco. Madrid: Trotta, 2005, p.251

10. Op.cit. El innombrable. p.49

 

 


 

.

 

 

.

.

.

.

.

.

 

 

Samuel Beckett