El yo moderno

 
 Gottfried Benn

 


 

 

(...) se contempla a sí mismo
en la laguna Estigia.

Ovidio, Metamorfosis (Narciso)

Queridos colegas deseosos de estudiar medicina, compañeros de estudios prontos a explorar especialidades en ciencias de la naturaleza, gente joven que lee con vehemencia en sus horas libres Naturaleza y mundo del espíritu de Teubner y libros de bolsillo de Göschen; señoras y señores, y toda aquella juventud que va a entrar en laboratorios e institutos para levantar el velo de Sais: me propongo sembrar en sus corazones recelo contra la palabra y la obra de sus maestros, desprecio contra la cháchara de esos cincuentones bigotudos, cuya palabra es recompensada y protegida por el Estado. En suma, me gustaría engendrar aversión por un oficio que nunca tuvo fe en la creación.

Algunos de ustedes llevan un ojo de cristal, otros un brazo vendado, casi todos estuvieron en la guerra. Tras años en el fango, tras años de Yprés, tras una tarde de cine en la retaguardia, una vez cada seis meses, tras noches en las que las ratas les devoraban la mugre de los uniformes y las migajas de pan de las comisuras de los labios, helos aquí temblando al pensar qué les ha reservado el destino. Se encuentran al borde del abismo, en una situación semejante a la de Psyché en aquel cuento, en el que, tras obedecer la orden de un oráculo, padres y amigos la condujeron a la cumbre de una montaña, la ataviaron con mortaja y la abandonaron al pie del abismo, a la espera de que un dios la raptara. Pero el dios acudirá sólo si saben a quién deben invocar.

Mas si alguien les pusiese un hueso sobre las manos y unas lentes ante los ojos, si alguien les condujese a salas impregnadas de un olor aséptico a yodo y alcohol; si, a continuación, se presentase un tipo calvo tras el mostrador y gritase «¡en pie, mis jóvenes amigos!» y conjurase a la cosa en sí y al velo de Maya, entonces golpeen los pupitres como si fueran un mortero, y hagan saber a ese representante de comercio que era costumbre cada año sacrificar en honor de Maya una puerca preñada, pues los lechones que ese individuo les quiere arrojar no son sino fiambres gelatinosos y su verdad no es más que una resolución de Facultad.

La máquina es una institución venerable, el espéculo es puro como un panecillo consagrado en nombre de dios: el mundo acontece en el espacio y en el tiempo. Pero cierren los ojos, aspiren un perfume, volátil, exhalado de lejos, desde bosques templados, carga de felicidad. El tiempo comienza a discurrir por ustedes, sienten fatiga en el punto cardinal de la estructura y entonces se oye como un batir rumoroso de alas de palomas: asciende más y más, y, finalmente, un viento que llega de lo más profundo del desierto, tras emigrar sobre islas y mares, el Levante.

Les cuelgan tubos de los oídos para auscultar el entorno, mas tras los párpados se oculta un sueño silente. Les enseñarán a recopilar datos, mas deberían posar desnudos; definitivamente extraviados, señores y señoras, con sus desesperaciones y alegrías, enrojezcan el desierto, arrojen su escarlata a las escorias de cuatro milenios que humean a su alrededor. Opio, ¿conocen el opio? Lenguas de brasa, pieles rojas, lluvia de chispas, tripas que revientan bestialmente: señoras y señores, ¡del sistema a la catástrofe, a la ekthese de esta última impresión! Es la época de las torres, la de Babel que el Señor destruyó y la de Siloé donde cayeron los inocentes.

Es la época de los diluvios, de las nubes que vienen de los desiertos y de los mares que inundan el último palmo de tierra. Es el estallido, es el delirio, más allá de las ruinas de Selinonte, en torno a los acantilados del mar, sobre los escoriales de la fiebre se cierne la ceniza de los dioses y el dolor de Hermes.

Pero, señores, en Hamburgo hay un Instituto que oferta orientación profesional. Un profesor de psicología, un gran aparato. Les hacen repetir tres cifras, tienen que decir cuándo caerá una bola y, según la respuesta, les aconsejarán hacerse clown o tenedor de libros. Señores, ¿qué exigen ustedes del Estado?, ¿un tratado con motivo de la cesión de Siberia?, ¿una mina de azufre?, ¿un salitral argentino para comodidad de esta sala? Señores, ¿qué son sus profesores titulares? Una dirección general de correos con cables telegráficos sobre el techo; también aquí 'εκτιδημι: ¡una patada a la cruz!

En sus ojos puedo leer la respuesta: “se han destruido tantas cosas que sólo queremos trabajar y olvidar lo sucedido a Alemania”. Pero que el descalabro de Alemania sea consecuencia de una supuesta necesidad interna es una aseveración sin fundamento alguno. Que el estado de los súbditos, de la máscara y de las figuras de Eduard Thóny hubiera madurado para la catástrofe es una frase huera, pues ¿existía un pueblo menos maduro?

¿Pero acaso existían aún pueblos?, ¿había algo antes de la guerra que no fuese europeo? Vagones litera y balnearios de moda, estafadores y futuristas, motores Diesel y alta nobleza, tenores y socialistas, especialistas en riñón y magnates del carbón: ¿podía caer todavía la bosta de una idea sobre el suelo de Europa sin que acudieran los periodistas y olieran las heces para su público ?

¿Existía quizás un pueblo cuyos profetas no lo hubiesen destinado al ocaso? Recuerdo lo que Taine había escrito en 1889 sobre Francia: “Al obrar como motor central, como resorte, Napoleón ha introducido en esa máquina el ansia de medrar, la ambición sin escrúpulos, el egoísmo desnudo y la enorme tensión de esos muelles produce chirridos en todas las juntas de la máquina. Sus sucesores procedieron como él. Hasta ahora, en este siglo, el período más largo no ha durado más de veinte años”. Y si las últimas palabras en el tomo de su obra sobre Francia que Taine llegó todavía a editar decían: “Y prosigue su marcha hacia la bancarrota”, y si Francia no marchó hacia su ruina, sino que fue Alemania la derrotada, ¿debe reconocerse en la victoria del tanque la astucia de la dialéctica?

¡Insípido da capo! ¡Ah! ¡la idea en la historia!

Quien haya leído Los dioses están sedientos o Salammbo, recordará cuál era la situación en aquel entonces. Valenciennes asediada, Fonteney tomada por las gentes de Vendée. Disturbios en Lyon, los Cevennes en clara rebelión, las fronteras españolas abiertas, dos tercios de los departamentos en manos del enemigo o en estado de sublevación, amenazados por los cañones austríacos, sin dinero y sin pan. Si se necesitaban cañones, se veían constreñidos a fundir campanas, faltaba pólvora y se rascaban las paredes de los sótanos, se lixiviaban ladrillos para obtener nitrato potásico. Se conducía a generales ante el tribunal por haber perdido batallas, se reunían comisiones v consejos que se suprimían y encarcelaban unos a otros, e incluso: “la convención había fijado un precio máximo e inmediatamente después desaparecían el grano y la harina”. Como el pueblo de Israel en el desierto, los parisienses se veían obligados a levantarse antes de rayar el alba si querían tener algo para comer. Frente a las panaderías se extendía una cuerda para mantener a todo el mundo en fila, pero las manos aferradas apretadamente a la cuerda acababan en reyerta. Un pregonero aparecía con una escalera y colocaba un cartel con el decreto comunal que fijaba los precios de mercancías de carnicería. Una carbonera pasa con su capacho y dice: se acabó la buena carne de buey, tendremos que sorber las tripas.

Y después los cartagineses en el jardín de Amílcar. La horda vencida saquea las terrazas del palacio abandonado por el amo en fuga: tres mil doscientos talentos eubeos por la sangre que hemos derramado para defender Cartago, y las copas, las copas de la legión sagrada y los peces de Barca, las anguilas primigenias que habían incubado el huevo místico donde se ocultaba la deidad. ¿Dónde está Gisco?, ¿dónde está el Consejo Supremo? ¡Adelante! ¡Vino, carne, oro! Despedazad los taburetes de marfil, la cristalería de Tiro, las ánforas de la Campania; ¡prended fuego a los árboles!, ¡libertad a los leones!, ¡ay de Cartago!

O ¿quién ha leído a Plutarco?, ¿quién ha retenido en su memoria todos los reinos que se escurrieron de las manos de un Demetrio como granos de racimos hasta que un sirio o un escita los arrojó a una cuba?, ¿quién sigue bostezando?, ¿quién no ha huido aún?, ¿quién no percibe todavía la casuística de las batallas, el ritmo de las catástrofes y el delirio cíclico maníaco-depresivo de la historia bélica?

¡Insípido da capo! ¡La idea en la historia! Ya lo vieron, sí, ¡qué neumáticos y telescopios de tijera!, ¡ de primera clase, para que no se diga! Una vez más se ofreció la oportunidad de exhibir toda la química, desde alimentos sintéticos hasta gases tóxicos. ¡Qué vida, qué ajetreo se desplegó en las artes técnicas, columnas de soldadura autógena subacuáticas! ¡Qué progreso más vigoroso desde la bala con camisa hasta la granada de lidita!

He aquí concentrado este siglo de la realidad y el conocimiento donde el espíritu ha creado la estadística y el análisis de orina, donde la gráfica ascendía y la creación naufragaba, donde para llegar a ser profesor bastaba con dominar el fondo de las fosas nasales, y para llegar a ser presidente de congresos bastaba con haber visto tres granillos, mientras que el vecino tan sólo había visto dos; donde no había casa ni calle en la que no habitara un sacamuelas y un consultor de patentes, un urólogo o un geódeta, por la conquista de la tierra y por el dominio del mundo.

¿Acaso se ha tomado alguien la molestia de comprobar de qué índole era el llamado trabajo intelectual, realizado, por ejemplo, en Alemania durante los últimos decenios por el estamento dirigente, el más libre e ilustrado? Aplicar un electrodo sobre el anca de una rana bastaba para el bachillerato; con algunas cifras sobre diabetes en el ejército prusiano, ordenadas según sus diversos cuerpos, se obtenía rango y título académico; con tan sólo cincuenta páginas escritas y sin competir con nadie, el aspirante podía aprobar una oposición universitaria. La mayor parte de los trabajos comenzaban así: “no parece inoportuno” o “no parece carecer de interés” o recientemente: “la guerra, gran maestra, ha proyectado también una nueva luz sobre las relaciones entre la albuminuria ortostática y las ladillas”.

¿O quizás ha leído alguien las obras de los profesores titulares de ciencias naturales? La mayor parte de las veces se trata de manuales escritos conjuntamente con otros doce profesores y algunos asistentes con rentas para que también se hagan valer todos los puntos de vista. Que el salmón remonte en primavera el Rin hasta Basilea para desovar: tal hecho es motivo de entusiasmo y le consagran innumerables tratados; que cruzando la vena de espigas negras con otras de espigas amarillas se consiga una determinada proporción de cada una de ellas, según los casos: a eso lo llaman inducción. Tropel de argumentos, gráficas, definiciones generales, casuística de un nivel de masajista en sus secciones especializadas. Y todo esto sobre un trasfondo catastrófico.

Señores, no es mi intención declarar la guerra al darwinismo. Esto ya se llevó a cabo hace tiempo en Berlín, sobre todo en la obra de Hertwig El devenir de los organismos y, de forma especialmente actual, en su libro de 1918 Contra el darwinismo ético, social y político. También pueden encontrar referencias bibliográficas sobre esta cuestión en el libro de Norman Angell La falsa cuenta; si bien Nicolai indica en su libro que ya en época temprana los rusos dudaron de la validez de las leyes darwinistas. Entre estos últimos cabe mencionar sobre todo el libro del príncipe Kropotkin traducido por Landauer. Son también dignos de mención Nowikow en Francia y Carl Pearson en Inglaterra. Sin embargo, en este contexto quiero más que nada llamarles la atención sobre un libro denso, oscuro, y francamente exuberante, acaso el libro más profundo que haya surgido en círculos naturalistas y del que jamás he oído decir que fuera alguna vez leído por uno de sus científicos. Es el libro de Semi Meyer, un médico desconocido de Dantzig, sin cátedra alguna: Problemas de la evolución del espíritu. Primer tomo: “Las formas del espíritu”.

Este libro abre una auténtica brecha en los fundamentos de las ciencias naturales y plantea la cuestión del concepto de evolución. Ciertamente, Bergson, con mayor penetración que cualquier predecesor, había mostrado el aspecto creativo de la evolución y había dado un nombre a tal fuerza creadora con su principio del élan vital: así introdujo una especie de fuerza originaria que impulsa con necesidad la vida hacia adelante. No obstante, a pesar de toda su profundidad, acabó finalmente por desembocar en una línea de pensamiento que, por doquier, desde la época de los griegos, no había hecho sino enredar el problema de la evolución. Se asumía como axioma la idea de que en la forma inicial de una evolución estaban ya contenidos de algún modo todos los resultados. Sin embargo, Meyer se representa la evolución como un principio que en vez de desarrollar o desplegar un contenido, construye, gracias a un acto creador, algo imprevisible, sobre una base existente.

El espíritu se ha formado y lucha cada día por su reino. No es la luz quien ha creado el cristalino, sino los organismos quienes lo han creado en la luz y para la luz, y el espíritu es libre y grávido de creación. Señores, no han conocido aquellos tiempos, cuando los cuerpos se desplazaban según leyes eternas y no había más actividad que las formas de energía, cuando el mundo no era sino un proceso de acontecimientos mecánicos o energéticos. Quizás no puedan ponderar en su totalidad qué sentimiento insondable se deriva del conocimiento contenido en la siguiente afirmación: tienen ustedes un destino, y está por entero en sus manos.

Pero, señores, vuelvan a echar una mirada sobre el representante tras el mostrador. Provisto de gráficas con las cuales se afana por servirles, vean cómo está ahí de pie entre la abundancia de su mundo de ideas; véanle, ¿no dirían que se retuerce?, ¿no parece como si algo se moviera en sus intestinos? ¿Quizás el mordisco que un mesopotamio inocente dio hace varios miles de años a la manzana del conocimiento, bajo condiciones higiénicas más favorables, le ha provocado una grave intoxicación? Escuchen cuántas flatulencias por detrás expele el instinto de verdad y, por delante, la libre investigación; en la mano derecha, se limpia con el modo de pensar higiénico, en la mano izquierda la anti-especulación; en torno al cuello se le infla el observatorio, por la bragueta se le sale el fundamento estadístico. ¿No se diría recién salido del Arca de Noé, como si estuviera sobre el monte Ararat bajo el arco iris?, ¿o será más bien el jefe maorí del Museo de Etnografía, con vestimentas y taparrabos de lino australiano, aretes de colmillo de morsa con agujas de hueso, sobre el pecho un tiki de piedra nefrítica? ¿Nadie quiere decirle?: ¡oiga!, ¡usted!, ¡móntese en su canoa!, ¡zarpe para gozar su vida privada, hacia su villa de Grünewald adquirida gracias a su lucha espiritual!

¡Partan! ¿Y ahora qué? Ha transcurrido el segundo día de Europa, si la fe era culpa, si la experiencia ha devenido azar, estamos en la noche de vela anterior al tercer día. Hemos sucumbido al tormento sobre la rueda del determinismo, al acoso de procesos, a la lapidación cotidiana de una realidad sin escapatoria. Pueden ustedes crearse a sí mismos, son libres. ¿No han visto el gran incendio de Timur o las visiones ebrias de Benkal? ¿No han visto el violín de Picasso como un hacha blandida contra esa realidad o, más bien, como si fueran astillas de universos recompuestos en un violín de sangre? ¿A dónde van a ir a crearse?

En torno a la momia de Dios, sobre las aguas que baten contra la fortaleza, va a la deriva un ser informe; al borde del vacío, amarillo y azotado por el simún, se yergue, desolado, el palacio del desierto con sarmientos sobre sus muros. Han pasado cuatro mil años de humanidad y la proporción de felicidad y desdicha se ha mantenido siempre igual. Abandona a tu prójimo, dirá la nueva doctrina, cuando comience a vibrar la columna de Memnón. Sin duda, se amaron, se apoyaron, compartieron lecho; y, sin embargo, allí donde dirigen su mirada, ¿no ven corazones grávidos de aflicción y pena? Pero si enseñáramos a contemplar la danza en rueda y a superar la vida mediante la creación de formas, ¿no se convertiría entonces la muerte en la sombra azul donde se oculta la dicha? Dulzura del fin, ebriedad de lo fugaz; un postrer resplandor aureola cada tarde, el cansancio órfico atraviesa cada hora, la zozobra del naufragio, ¿la dicha funesta del Sí?i Ya veo, tras sus frentes fatigadas, la cabeza del gavilán con sus alas desplegadas cual manto protector, el par de alas de la gran avenida del Nilo, del ave con efigie de chacal, oriunda de los tamariscos, ya oigo llegar su reclamo: la muerte se me insinúa hoy como un aroma de mirra, como un aroma de flor de loto, cuando yacemos a orillas de la ebriedad.

 

Señores, el proceso de transformación social del yo en el siglo XIX resultó inevitable: Dios fue desplazado de donde siempre estuvo. Todavía hacia 1800 la descripción de una especie de hormiga valía como descripción de la omnipotencia divina y de su influencia milagrosa en el caso particular de aquellas trompas y de aquellos ojos compuestos: como ciencia particular en el ámbito de la teología. Pero treinta años después irrumpe la descripción analítico-causal sin relación con el todo: ¿a dónde han ido a parar la materia de la plegaria y las energías de elevación que, desde el tránsito histórico del mito a las tablillas de arcilla recocida entre Menfis y Tebas, habían nutrido, mediante herencia y nueva adquisición, esa enorme tensión paraboloide del sentimiento humano, y la habían transformado en absoluta dependencia?

¿Qué otra cosa podía hacer con la idea del yo autónomo esa congregación de pequeño formato, susceptible tan sólo de emociones voluntaristas, cuyo mérito consiste en la densidad de población de Europa?, ¿qué otra cosa podía hacer con la idea más absoluta que haya sido pensada, idea con la que no cabía regatear ni la más mínima calderilla ni cabía explotar en valores de prensa? ¿Qué hizo pues la chusma ante el imperativo del Absoluto?: se volvió social. El congénere, el hombre medio, el pequeño formato, el tentetieso del bienestar, el que grita Barrabás y quiere vivir bon y propre, los puercos satisfechos a la mesa para almorzar, los guerreros agonizantes al hospital, el gran cliente del utilitarismo: meta y medida de toda una época.

Donde el dolor es como un moscardón inoportuno al que se aplasta con un matamoscas, donde el dolor llega como herpes y se va como caspa, donde el problema de los afectos se plantea realmente como lo desean los utilitaristas para la humanidad. Es decir: los sentimientos son una secuencia continua que se extiende uniformemente a partir de un punto cero, o el recíproco de una relación, cuyo resultado pueden manipular industriosamente, identificando el aumento positivo de bienestar con sus mejoras: rapsodia de generaciones enteras.

¿No recuerdan haber encontrado ya en Schopenhauer la idea que cabría denominar ley de la constancia de la relación del hombre medio con el ámbito de los afectos?, ευκολος y δυσκολος de Platón, que no tiene ni conoce ningún destino, que nace, disfruta y es arrojado de un golpe a una tumba que los vientos deshacen prontamente?

Dolor, puñetazo contra el panfleto de la vida surgido en las fauces desflecadas de las democracias hedonistas; dolor, caos que azota y aniquila profundamente los campos de regadío de la razón burguesa y fuerza al cosmos a renovarse por medio de su destrucción; palabra oriunda de reinos donde impera el destino y el más estremecedor acontecer del genio: eres piedra de escándalo cuando el utilitarista te prostituye para las discrasias del hombre medio.

Caballeros, aún no se ha escrito la biografía del yo, mas si profundizan en la historia de la relación entre mundo y yo, verán con gran claridad la siguiente evolución: cada vez se refuerza más el sentimiento de autonomía del sujeto individual. El yo, emplazado plenamente en el mundo externo y al comienzo sin diferenciar apenas en su conciencia la posición de su propia persona y la de los seres vivientes circundantes, va reuniendo y concentrando progresivamente su sentimiento de vida subjetiva hasta convertirse en conciencia de una existencia individual.

Pero esta conciencia, es decir, el individualismo de la época ática y helenística, de índole totalmente objetivista, como la imagen global del mundo de este período, se consuma en dos líneas de evolución paralelas que conducen hasta la conciencia actual como sujeto portador de un mundo de fenómenos puros.

La transformación de la imagen del mundo a partir de la interpretación totalmente pluralista del animismo: el mundo escindido en incontables existencias singulares y objetivas, entre las cuales el yo –una existencia singular como cualquier otra– no ocupa ninguna posición privilegiada; pasando por el politeísmo, con su separación cada vez más nítida entre deidades y espíritus; a la actividad plural, imprevisible y caprichosa de los espíritus se opone el dominio de los dioses, regido por leyes, hasta llegar a la idea de unidad propia del monoteísmo: el mundo regido por una voluntad, por una ley, animado por un principio vital. Todo este cambio discurre paralelamente al desarrollo de un sentimiento vital en el ser humano, mientras el yo va formando en su interior el pensamiento del subjetivismo, a saber: que la totalidad del mundo exterior le viene dada como una vivencia interior.

Como ustedes saben, existe un sendero que desde la oscura y casi perdida obra de Heráclito conduce, pasando por el libro de Marco Aurelio sobre sí mismo, por la lírica de Gregorio de Nizancio y las Confesiones de Agustín, hasta la gran revuelta del Renacimiento, cuando el yo renuncia a sentirse tan sólo “como corporación o integrante de cualquier otra forma universal” (Burckhardt); ante sus ojos se encuentra la oscura abundancia de motivos subjetivistas de la mística cristiana en la Edad Media; no ignoran cómo Descartes extendió su duda radical sobre toda realidad, el neo-ocasionalismo de Malebranche, para el cual todo conocimiento posible y auténtico se agotaba en la captación de ideas y sus relaciones, el psicologismo de Locke y sus seguidores, la separación kantiana entre cosas en sí y fenómenos y, a la postre, se presenta el final verdaderamente orgiástico del positivismo moderno con su relativismo temporal y espacial.

He aquí pues, este yo, portador de toda vivencia, pre-formado antes de recibir siquiera algún contenido susceptible de experiencia. Origen y fin, eco y campana de chimenea de sí mismo, consciencia hasta en sus pliegues más ocultos, a priori reducido experimentalmente a vacío, cosmos, rueda de pavo de escapadas discursivas, dios que ningún eléboro lanza al estrépito; consciencia, plana como boñiga, afectos cerebrales; conciencia hasta la fotofobia, sexo inherente; consciencia, roquedal con la inscripción real, padeciendo el mítico tú de la sintaxis, postrera letra mayúscula: en la lengua de Persia, Susa, Eleam, poder que amenaza las llanuras sometidas: herencia, fin y Aqueménide.

Ojo mortecino, pupila ensimismada, sin reflejar siquiera personas, tan sólo el Yo; orejas sobrecrecidas hasta cerrarse y escuchar su propio caracol, sin recibir ningún estímulo externo, tan sólo el ser; en sobresazón, putrefacto, jirafudo, reluctante a la circuncisión, sin fe y sin doctrina, sin ciencia y sin mito, sólo conciencia eternamente absurda, eternamente torturada; desde las costas en la playa, desde los yermos junto a los estrechos de Belt, más allá de los mares, sobre grandes navios, a través de brisas, entre gaviotas de las Azores, entre peces voladores, atravesando las corrientes del Golfo allende la mujer más esplendorosa de New York, malditos gemidos oscuros, muchedumbre de cowboy, violación en la pradera, a ser posible con lencería blanca, de lino nevoso, algo distante, donde están los grandes frutos de California y el golpe abrasador del verano canadiense o transportado por venenos, los postreros, los que corroen la mucosa, al borde del abismo que causa la muerte.

Se despierta, barrunta, a la busca de una palabra del Sur; a la redonda: a la busca del complejo ligurino; mortal, nórdica, maldición nebulosa, funèbre occidental.

Grecia, plena de luz, los helenos de Taine, con cuello robusto y pecho erguido. Raza pobre, frugal, joven, pastores que viven de tres olivos, un diente de ajo y una cabeza de sardina; que duermen al sereno, las mujeres sobre los techos, vientos luminosos, alegrías por una nadería; sus dioses, inmortales, que el viento no hace estremecer, que ningún aguacero cala jamás, que no alcanza la nieve, “donde el Éter se abre sin nubes y la luz blanca fluye con pies ligeros.”

Grecia, plena de luz, los helenos de Taine, raza pobre, frugal y joven, y de repente: desde Tracia, Dioniso.

Desde las montañas de Frigia, al lado de Cibeles, bajo el incendio de antorchas a medianoche, con el retumbar de címbalos broncíneos, al son grave de las flautas de los auletes ebrios, rodeado de hordas de Ménades cubiertas de piel de zorra y coronadas con cornamentas, irrumpe Dioniso en la llanura abierta.

Sin vacilar, sin preguntas, sobre las cimas pasa el dios nocturno, sus cabellos coronados con ramas de pino, el ser con figura de toro, cubierto con follaje; le siguen cabezas tambaleantes, humo de cáñamo y el brebaje sin aguar: ya manan veneros de vino y miel, rosas de Siria, el grano fermentado y finalmente llega la hora de la gran noche, de la ebriedad y de las formas evanescentes.

Brasas de hachís exhalan sobre el mundo, entre Haití y las Abipones, se oye un grito, desde una isla en la desembocadura del Loira hasta los indios Tinglit, que conjura el trance, las epifanías. Vean cómo esos dos imperios fraternales se acoplan en danza común: recojan la antorcha arrojada al suelo y el vástago de la adormidera, sueñen y mientras, para el otro, ya ha transcurrido todo. Es mediodía o verano sobre el yo; hay un silencio de frutos, sobre todas las colinas, un silencio de adormidera. Grita; suena el eco, no es ni voz, ni respuesta, ni felicidad, ni llamada.

Atraviesa veloz la floresta, los sahumerios de los lentiscales, hace tiempo que terminaron los adónides, es verano, Pan arde. “¿Dónde estás?, tu sombra me precede, por las praderas amarillas, por los prados de cardaminas, tierra de rojos acerolos y poblados de lilas; ¿dónde estás?, te he visto junto a las aguas, entre los olmos, a la ribera.”

“Donde hay agua, ahí hay mar. Agua sin delfines, donde se oye el arrullo, sin embargo es verano, rocé un abrojo, y dejó un hálito de miel sobre mi mano. Los mirtos zumban, el romero, la salvia y la lavanda asaltan sus sueños; la tierra exhala, la isla se inflama cual resina, ¿dónde está el oleandro que sigue a los torrentes?”

“¿Dónde estás? Estoy solo, ando siempre por los pastos, en la tierra de las codornices, con mis redes, en los bosques, donde arraigan las enredaderas, con el turón y la estrella de Orion.” Es mediodía o verano sobre el yo, hay un silencio de frutos, sobre todas las colinas, un silencio de adormidera. Grita, suena el eco, no es ni voz, ni respuesta, ni felicidad, ni llamada.

Pero hay campos sobre la tierra que no engendran sino flores de ebriedad. Detente, Narciso, las Moiras han muerto, hablas con los hombres y tus palabras se las lleva el viento, por muy lejos que fuera tu sentimiento, por mucho que te sumergieras en las aguas, no te fue devuelta más que tu propia imagen dionisíaca.

Narciso, Narciso, callan los bosques, callan los mares que ciñen sombra y árbol. Tú, tierra, nubes, mares que abrazan tus hombros, gimiendo por engendrar, con puños tan hambrientos que desearían desgarrarte a trozos del cuerpo del mundo, para darles forma y encontrar olvido profundo en ellos, lejos de toda penuria y vergüenza de la soledad, sobre los párpados del árbol un aliento; después, un murmullo; finalmente, entre los asfódelos, te contemplas a tí mismo en la laguna Estigia.

 

[Extraido de Benn, Gottfried. El Yo Moderno. Traducción de Enrique Ocaña. Valencia: Pre-Textos, 1999. 27-39 pp.]

i.  [N. del T.] Sich-heit. Benn substantiva el reflexivo sich añadiendo la terminación heit. De este modo crea una palabra tan rara c inexistente en alemán como en castellano, con la cual enfatizar el carácter impersonal del yo o, mejor dicho, del “ello”.


 

 

Gottfried Benn