Una ideología para Paul de Man

 
  Gonzalo Torné de la Guardia

 


 

Uno sólo puede entusiasmarse si escribe de modo apocalíptico.

Paul de Man

 

I. La crítica como ideología.

 No parece haber nada peligroso en él. Pese a la apariencia de libro que le concede el lomo, la fea cubierta granate, el encuadernado rudimentario y el espantoso diseño (que no logran mitigar ni las coquetas letras del título que con su tono rosado forman la palabra ‘Bells’) lo delatan como un ejemplar común de revista universitaria. Una rápida ojeada a la tabla de contenidos confirma lo que se promete en la portada: una iniciativa promovida por un departamento de Filología Inglesa; de manera que nos esperan en su interior desde textos que transitan por cauces bien establecidos como ‘el clasicismo de T. S. Eliot’, hasta otros menos consolidados como ‘la propuesta andrógina’ de Virginia Woolf, pasando por un estudio difícil de calificar como es el tema de “los Toros y la Fiesta en la literatura inglesa entre 1920 y 1936”; todos ellos emparentados entre sí con ese vago aire de extravagancia  que el lector asiduo, pero lego los intereses académicos, suele experimentar cuando hojea escritos de esta naturaleza.

 

Seleccionemos a modo de muestra el artículo titulado: “Sobre Joyce y la alteridad femenina: hermanas solteras en Dubliners” que además de su breve extensión reúne la ventaja de referirse a un libro más familiar al lector corriente que la literatura sobre bullfighters. Enseguida nos enteramos de tres cosas: (1) que en la década de los ochenta la academia experimentó un interés creciente por elucidar la actitud que Joyce tuvo con las mujeres[i]; (2) que ante la dificultad de aclarar si Joyce hablaba en serio o hacia bromas cuando dijo: ‘I hate women who know anything’ (por lo visto no se refería a todas, sino sólo a Mary Colum que le había puesto reparos a una de sus novelas) los críticos se habían dividido entre los que le calificaban sin paliativos de misógino[2] y quienes consideraban que se había opuesto a los auténticos escritores machistas de su generación[3] (o sea, de Lawrence, Pound o Eliot); (3) de manera que a mediados de los noventa la cuestión estaba tan enredada que a Mª Teresa Gilbert Maceda no le quedó otro remedio que dirigirse a los textos para tratar de aclarar si Joyce: “se limita a repetir los principios misóginos de sus contemporáneos o bien se esfuerza por captar la auténtica naturaleza de unas mujeres sometidas a condiciones adversas y revelar así algunas de las múltiples facetas de la verdad en torno a ellas?”[4]

 

Para tal propósito la autora se fija en dos parejas de solteronas: las Flynn y las Morkan, secundarias del primer y del último cuento de Dublineses. Que las Flynn sean medio analfabetas y vivan aisladas de la sociedad a expensas de la caridad del padre O’Rourke y las Morkan sean unas señoras de clase media, que reciben en su casa a un encantador elenco de irlandeses bien asentados y que se ganen la vida impartiendo clases de música, no arredra a la autora en su propósito de demostrar que las cuatro son símbolos encargados de manifestar en el texto la realidad de todas las mujeres irlandesas sumisas y privadas de una auténtica religión católica (¿?). Tras convocar una estadística que demuestra que las irlandeses se casaban poco y tarde y que se esgrime como prueba irrefutable, se concluye que Joyce no quiso ser sarcástico con las mujeres, sino reflejarlas como las víctimas de una sociedad decadente que se propuso denunciar suscitando así en ánimo del lector nada menos que una catarsis.

 

Si el cúmulo de sublimes tonterías no hablasen por sí mismas uno estaría tentado a preguntarse: ¿Qué giro copernicano convierte a Jim Joyce y no a sus textos en objeto de estudio académico?, ¿Por qué lo que pensaba sobre las mujeres iba a plasmarse no sólo en Dublineses, sino en todas sus obras y todo el tiempo?, ¿Qué tipo de ceguera les lleva a estos críticos a dar por supuesto que el tema de las mujeres, de amplísimo alcance en las ficciones de Joyce, puede agotarse limitándolo al estudio de los modos de dominación masculina?, ¿Y porque las Flynn y las Morkan y no la prostituta que inicia a Stephen o su mamá no atendida en el lecho de muerte o las niñas que le enseñan las bragas a Bloom o la propia Molly o la fluvial Anna Livia Plurabelle?, ¿Y porque no se recurre a la estructura de la novela o a los pensamientos complejísimos que Joyce puso en la cabeza de Bloom y que se elevan mucho más alto que estas discusiones sobre las costumbres de las solteras en la Irlanda prebélica? Y, no obstante, ni el artículo ni la revista que lo ampara pertenecen a francotiradores culturales o a provocadores underground, sino al sexto número de una revista con una veintena de profesores universitarios en su consejo de redacción, sufragado, en parte, con fondos de la venerable UB, y cuya autora se presenta como Senior Lecturer de la UNED, donde ha desarrollado una carrera considerable que en 1995 incluía cuatro libros y siete decenas de artículos preocupados fundamentalmente en la actitud que Joyce y Eliot tenían con las señoras. ¿No hay aquí algo peligroso o incluso muy peligroso?

 

II. El crítico como sepulturero.

 

Todas estas aberraciones son todavía más sorprendentes en la medida que a diferencia de los relatos míticos o de las parábolas sufíes, no sólo no contravienen las reglas del argumento lógico, sino que son escrupulosamente cartesianas en su desarrollo. Esta desproporción entre la seriedad de la exposición y la idiotez de los pronunciamientos, que recuerda a esos casos silogísticos donde la verdad formal del razonamiento se opone a la facultad del contenido y que son el orgullo de los maestros que enseñan los rudimentos de la lógica, no es tanto una aporía como el rasgo distintivo de una estructura de pensamiento ideológico. Un fenómeno exclusivo del mundo moderno que ya ha sido debatido y acotado con precisión en términos académicos y de cuyos devastadores efectos prácticos deben ocuparse todos los libros y manuales históricos del siglo XX, pese a que la lección dista mucho de estar aprendida entre los periodistas que se complacen en elogiar la solidez ideológica de los líderes políticos (con la aquiescencia de un gremio que se pirra por las palabras esdrújulas) y entre cierta crítica universitaria como atestiguan los numerosos émulos de Terry Eagleton.

 

Si uno se contenta con una explicación rudimentaria bastaría con decir que lo ideológico consiste, primero, en tomar por verdadero algo que tan sólo es fruto de la imaginación anhelante o paranoica de un individuo o de un grupo (de una impresión o de una intención subjetiva); segundo, en interpretar textos, acciones y palabras del mundo en esa clave fantástica; y tercero, en actuar para acelerar el desarrollo de la Idea o purificarla de las impurezas que arrastra la espuma de los días. Una Idea que en el artículo es explicitada por su autor como una firme creencia sin la cual el texto se hundiría irremediablemente en su propia vacuidad: "la persistente hostilidad que sufrieron las mujeres por parte de una larga serie de escritores, temerosos de que las nuevas escritoras les usurpasen la primacía en el mundo de las letras, regido hasta entonces por un canon patriarcal o la autoridad masculina”[5].No hace falta señalar que la única manera de convencer a un individuo de que se encuentra cómodamente preso en el interior de una ideología es promover una conversión religiosa que le obligue a abjurar de sus principios; ni tampoco que en contextos de este tipo ni los bromistas ni las ironías suelen ser bienvenidas.

 

Si este apresurado resumen no basta puede leerse con provecho la precisa y puntillosa definición de ideología que manejaba Paul de Man: “lo que llamamos ideología es precisamente la confusión de la realidad lingüística con la natural, la de la referencia con el fenomenalismo”. Y De Man sabía bien de lo que hablaba. Practicante de un tipo de lectura que aprendió en los cursos sobre “La interpretación de la literatura” que su colega Reuben Brower, autor de libros sobre Shakespeare y seguidor de T. S. Eliot, impartía en los años cincuenta en Harvard, consistente en leer los textos, sin pasar al contexto general de las experiencias, la historia y las ideas recibidas antes de haber agotado las afirmaciones que se apoyaran en los usos explícitos del lenguaje, y que De Man perfeccionó en las célebres close reading, centradas en la indagación de cómo la retórica se inmiscuye siempre entre la lógica de las ideas y la gramática de la expresión; y fundador de una brillante escuela de teoría crítica conocida como Escuela de Yale, que cuenta con sus apóstoles (*), su judas (Harold Bloom) y sus parientes de prestigio (Derrida), además de ostentar el honor de ser la corriente hermenéutica más vilipendiada por sus colegas, algunos de ellos insignes, cuyas divergencias sólo parecen mitigarse cuando se trata de escandalizarse antes la ‘saturnalias' de los de Yale. De Man ha sido capaz de elaborar en medio centenar de textos una efectiva vacuna (toda vez que el antídoto que sane a los contagiados es, como ya he señalado, una cuestión sobrenatural) contra la tentación de una lectura ideológica de la literatura canónica.

La vacuna demaniana consta de dos tomas. La primera, de orden digamos metodológico, consiste en renunciar todo sistema filosófico o religioso o ético o estético que implique una concepción a priori sobre lo que debe ser la literatura o sobre lo que conviene “encontrar” en el texto[6]. De Man se opone aquí con una actitud moral a las lecturas ideológicas: si la close reading se centra exclusivamente en las maneras cómo el lenguaje produce mediante cambios singulares de tono, frase y figura el sentido del texto, se bloquean todas las veleidades de una lectura que consolida su fuerza gracias al maridaje aberrante entre la realidad lingüística y la realidad fenoménica. Pero es en la segunda toma de la vacuna (la que resulta de extraer los resultados que ofrece la observación escrupulosa de la estructura del lenguaje) donde se concentra su genuino poder: en el descubrimiento (del que De Man, para ser justos, viene a ser tan sólo un divulgador) de que el lenguaje posee un potencial autónomo que no considera la verdad ni la falsedad ni el placer; una dimensión donde se revela que el efecto del sentido no se produce por la referencia (la mimesis es un tropo entre otros), sino por lo que se ha venido a llamar el libre juego del significante. De manera que, por un lado, la crítica puede desembarazarse de las teorías ingenuas de la narración que ven en la ficción literaria un intento de reflejar el mundo fenoménico que puede usarse con provecho para encontrar las claves interpretativas de la historia; y, por otro lado, deslegitima al lenguaje y al pensamiento humano como instrumentos fiables para comprender, y no digamos ya para dirigir, el mundo más que como una tentativa, consciente de su posición insegura. Al reaccionar contra aquellos que confunden la materialidad del significante y la materialidad del significado, al precisar que sólo el hábito disimula la evidencia de que es tan absurdo tratar de encontrar una ‘verdad definitiva’ con unos esquemas que pertenecen a las prácticas narrativas de la ficción como intentar madurar uvas con la materialidad de la palabra ‘luz’, la lectura atenta de De Man desarticula desde su interior cualquier tentativa de una construcción ideológica que pretenda negar su propio truco. Si los bromistas deberían ser purgados de los cuadros del partido de la Idea, aquellos que no sean diestros en la ironía se encontrarán inevitablemente incómodos en una close reading.

De Man aplica con habilidad sobre los textos de ficción los descubrimientos de índole filosófica que hicieron, sucesivamente, los así llamados románticos menores, Nietzsche, Heidegger o Derrida y que suelen agruparse bajo la equívoca etiqueta de 'giro lingüístico’. Un descubrimiento que no parece susceptible de ser abordado por la opinión o el gusto, pues se trata de algo que sucede en el interior del lenguaje y que pone en entredicho su supuesta correlación con el mundo. Un aparato teórico que forma la sólida coraza donde se desperdician sin mellarla la mayoría de los dardos que De Man suele recibir, pues al atacarle desde esta perspectiva, mal que les pese a los nostálgicos de la Razón, el Sujeto o la Verdad, supone tratar de invertir el paso del pensamiento contemporáneo (algo así como tratar de atacar la filosofía de Hume afirmando la existencia de una causalidad necesaria). Sí es cierto, sin embargo, que hay algo en la manera cómo De Man aplica estos descubrimientos filosóficos que le convierte en una figura algo más fascinante, irritante o grotesca que lo que se podría esperar de un mero amanuense de teorías acuñadas por otros. Un algo que encontramos en una peculiaridad de su uso. Un algo que De Man no dudaría en calificar como ‘rigor’: el esfuerzo por llegar hasta las consecuencias últimas de los presupuestos sin dejarse arrastrar por el entusiasmo diletante del gremio filosófico, tan proclive a las brillantes síntesis redentoras. Un rigor casi metódico que dota a sus trabajos de una peculiar coloración crepuscular.

 

Pese a todo, en la década de los sesenta, ante las dudas sobre sí era posible compatibilizar los valores poéticos y los hermenéuticos, De Man todavía podía secundar un proyecto bicéfalo de enseñanza para la literatura: una rama humanística que se encargase de su estudio como hermenéutica (a lo Steiner o Bloom) y otra lingüística dónde se la abordase como retórica y poética (a lo Barthes o Eco). Pero esta civilizada delimitación de las funciones saltaría por los aires en virtud de un sorprendente movimiento que puede considerarse como su aportación genuina al debate: y que consiste en afirmar, contra las pretensiones del estructuralismo, que las ideologías (entendidas como dislate) no provienen tan sólo de un mal cálculo sobre las posibilidades del lenguaje, sino en su propia manera (por así decir: natural) de hacer que en cuanto se trata de elevar el discurso del plano de la letra conduce de manera inevitable hasta la aberración[7]. Lo peculiar del lenguaje estriba en que los tropos no son susceptibles de un análisis crítico-lingüístico. De manera que una teoría literaria seria sólo puede ser honesta si declara con un harakiri la imposibilidad universal de la teoría. Al articular una concepción del lenguaje donde ya no sólo es imposible dar cuenta del mundo, fijar el sentido del texto o rastrear cualquier atisbo de la intención del autor, sino también controlar unos métodos de producción del sentido que se revelan indiscernibles lo que se produce es una incontrolable circulación de los tropos y de las figuras cuyos efectos nada alentadores De Man expone en su análisis de la ironía, entendida como el tropo de los tropos. En la medida en que la teoría se declara impotente, es imposible establecer si un texto es o no irónico, y esta incapacidad de detener la ironía impide tanto la posibilidad de decidir sobre cuál es el significado del texto como la de acotar un conjunto múltiple de significados o una amplia polisemia de sentidos; la posibilidad de una disrupción continua produce como efecto una ironía incontrolada que amenaza con disolver por completo el texto. En este punto De Man no quiere engañarse: la incapacidad de la teoría para controlar los tropos vierte sobre el lenguaje el veneno del nihilismo, que corroe la lectura, la legibilidad y la comprensión, y deja un abismo de error, locura y estupidez[8].

 

Casi no haría falta incidir en la comprometida situación (por calificarla de alguna manera) en que esta concepción de lo que el lenguaje hace con el significado deja a la crítica, sino fuera porque aquí concentra De Man sus dotes de poeta apocalíptico. ¿Qué función podría tener una crítica que se enfrenta a un lenguaje que está obligado a decir las cosas de una forma que no coincide en absoluto con lo que queremos que ellas digan; qué actúa como una máquina textual movida por una arbitrariedad total que destruye cualquier consistencia narrativa o todo esfuerzo reflexivo?[9] Allí dónde la teoría debe limitarse a levantar acta de su propia impotencia, a la crítica sólo se le permite escribir el parte de la hemorragia del sentido. De Man, en un artículo donde logra que Benjamin diga lo contrario de lo que parece decir (y que se ajusta con notable eficacia a sus propias ideas) equipara la idea de traducción que según él maneja Benjamin, con su propia idea de crítica: ambas muestran una inestabilidad en el original que no se había notado hasta entonces. Dan vida al texto (lo liberan de interpretaciones impostadas) matándolo (demostrando que su interpretación es, en última instancia, imposible). Su tarea, certifica De Man en un juego de palabras, es en realidad un abandono. El crítico es un sepulturero: se ocupa del texto enterrando cualquier posibilidad de darle un sentido. Su función es la de constatar que lo único que hay en un texto es su ‘materialidad’, su ‘letra’, su ‘inscripción’, o si se quiere: pasar el plumero sobre los epitafios esgrafiados de una enorme colección de lápidas.

 

III. Paul de Man, entre pirrónicos.

 

En el año 1941 T. S. Eliot daba con la publicación de Cuatro cuartetos  uno de esos golpes en la mesa a los que el poeta era tan aficionado. Eliot (que para los críticos feministas siempre será el hombre que arruinó la carrera de Vivianne Eliot), de quien no se podía negar una notable familiaridad con las cuestiones lingüísticas, también ofrecía allí sagaces indicaciones sobre la naturaleza del lenguaje:

 

           Se mueven las palabras, la música

           se mueve sólo en el tiempo; [...]

           Se tensan las palabras,

           crujen y se quiebran a veces

           por el peso y la tirantez, se pudren

           de imprecisión, abandonan su sitio,

           no se quedan quietas. Voces que gritan,

           riñen, se burlan, o que simplemente

           parlotean, las amenazan siempre[10].

 

 Y si estas palabras recuerdan cierta ‘libre circulación del referente’ que ya hemos mencionado, vale la pena detenerse en la soberbia tirada de versos con la que Eliot empieza a cerrar la sección tercera de su poema:

 

Aquí estoy, en la mitad del camino, habiendo pasado veinte años

veinte años en gran medida baldíos, los años de l’entre deux guerres

intentando aprender a utilizar las palabras, y cada intento

es un comienzo completamente nuevo, y una clase distinta de fracaso

porque uno sólo aprende a dominar bien las palabras

para decir lo que uno no quiere decir. [...]

Sólo existe la lucha por recuperar lo que se ha perdido

y encontrado y perdido de nuevo y de nuevo [...]

 

Esta cercanía entre Eliot y De Man no sería más que una coincidencia si no fuera por la particularidad de que ambos son escritores apocalípticos, que se regodean en cierta retórica sobre la contemplación del fin del mundo. Aunque en Eliot esa afirmación sea la esperanza visionaria de una realidad eterna cuyo advenimiento negará el mundo del tiempo y para De Man sea sólo una figura para señalar el derrumbe de las expectativas del sentido (¿Pero no anuncian también esas trompetas la clausura de nuestro mundo?); aunque el primero crea en un más allá convalidado por la Iglesia Anglicana[11] y el segundo anuncie la llegada de un caos inmanente, los dos tienen sus ojos vueltos hacia el absoluto. Recordemos el pasaje en el que De Man caracterizaba el lenguaje, allí en menos de cinco líneas empleaba ‘absoluto’, ‘total’, ‘cualquiera’, o ‘todo’, de manera que uno no puede sino preguntarse si tanto énfasis no venía en realidad a ocultar cierta hipérbole expositiva. El mismo ejemplo empleado por De Man es el que le hace resbalar, recordémoslo (por si alguien no sigue las notas): Schlegel había descrito un acto sexual empleando la terminología propia de la filosofía académica de su época provocando las ira de Hegel al demostrar que las palabras podrían significar varías cosas al mismo tiempo. Pero si algo significa varias cosas al mismo tiempo, si podemos reconocer un coito entre las brumas del geist, el kunts, del Selbstschöpfung, del Selbvernichtung e, incluso, del Selbstbeshränkung es que toda esa terrorífica circulación trópica, una vez liberada del tono de nihilista riguroso, es bastante más estable de lo que se nos trata de persuadir.

 

Así cómo Eliot, en su presciencia del cielo cristiano sentía una repugnancia innegociable hacia cualquier desarrollo temporal, De Man en su tensón por no aceptar otra lectura que la que no contenga ni poso ni residuo de indeterminación termina por negar cualquier estrategia de lectura que no sea capaz de estabilizarse en una certeza. De Man se inscribe así, por una ruta bien peculiar, en una tribu intemporal del pensamiento que se caracteriza por destruir la razón mediante argumentos y raciocinios, y que sobrepasa ampliamente al escepticismo, porque si bien éste pretende poner de manifiesto los principios de nuestro conocimiento y extender cierto grado de duda, prudencia y modestia que erosionan la complacencia dogmática; lo que pretenden los miembros del club al que se apunta De man (y que nunca podrían admitir ni a Hume ni a Nietzsche ni a Derrida como miembros) es a una detención total del movimiento (eleatas) o absoluta del conocimiento (pirrónicos) o radical de los procesos de significación (Yale). Recuérdese el argumento que manejaba De Man según el cuál la ironía destruía los textos en la medida que podía manifestarse en cualquier punto; y compárese su estructura con el argumento de los eleatas según el cual el espacio destruye el movimiento en la medida que puede dividirse en cualquier momento; o con la aseveración de Pirrón de que el objeto queda destruido como entidad cognoscible en la medida que puede en cualquier momento parecer divergente a dos individuos cualesquiera; para establecer el vínculo entre ambos grupos y De Man: todos ellos caracterizados por el intento de demoler las facultades del conocimiento mediante una hábil crítica de la metafísica, de las seguridades del uso común, de las razones de hecho o de las constataciones históricas en aras de lograr una suspensión del juicio (de cualquier capacidad lingüística que trascienda la inscripción) cuyo propósito sólo puede ser (si nos abandonamos a la suposición psicoanalítica) librarse de la inquietud con la que las limitaciones de la razón (o las lingüísticas) torturan a los temperamentos más escrupulosos y relamidos.

En esta obstinación por alienarse con los pirrónicos, confundiendo las limitaciones del lenguaje con un inverosímil hundimiento, es donde descubrimos al De Man más advenedizo e ingenuo en relación con la tradición filosófica. Pues su pirronismo desdeña una corriente de pensamiento más sutil que podríamos llamar perspectivista, de la que quizás podría haber aprendido varias cosas. Fundamentalmente, que ante la disyuntiva entre el símbolo y la disrupción continua, es posible pensar y razonar, emitir juicios y valoraciones dentro de unos juegos lingüísticos que no necesitan estar asentados sobre una certeza[12]. Aunque no nos libre de la inquietud, deslizarse sobre un lecho arenoso –a menudo, incluso, sobre una ciénaga–, por emplear la metáfora de Wittgenstein, demuestra que uno puede sostenerse aunque no disponga de un basal granítico.

Una lección que tal vez le hubiera preservado de practicar lo que había tratado de combatir. Si atendemos a los trabajos que De Man emprendió en los últimos años de su vida (antes de que cierto predicado desplazado le devorase) percibimos que lo que pudo  considerarse un pensamiento parásito, se ha convertido en un trabajo de ventrílocuo. Ya sean Baudelaire, Hölderlin, Kant, Benjamin o Hegel los autores a los que dedica su atención, tras algún giro más o menos forzado (y que en ocasiones parecen asustar al propio De Man[13]), como sibilas animadas por la fogosa voluntad de su oráculo terminan declamando sus propias tesis. Aunque De Man se complacía en asegurar que antes de ponerse a escribir sobre una close reading uno no podía estar nunca seguro de lo que podía salir, lo cierto es que dado el número de escritores que terminan por coincidir, tras pasar por su estrategia de lectura, con sus presupuestos no parece demasiado presuntuoso interpretar que cuando De Man sostiene que las suyas son lecturas exactas, lo hace en el mismo sentido que el científico que conoce con precisión matemática el resultado que debe darse para así validar su experimento en el sentido de la hipótesis cuya confianza trata de incrementar. La incertidumbre, en el caso de la lectura atenta, parece residir más bien en cómo logrará el perito de Yale alcanzar el seguro qué. De Man sugiere así que todos esos fantasmas célebres que convoca del pasado ya intuían sus propias tesis que no se atrevieron a sostener por pudor o miedo. Como esos críticos feministas que también ven en las pobres Flynn & Morkan los síntomas de una ubicua dominación masculina, pareciera que el propósito demaniano es demostrar por acumulación una tesis que dada su inesperada proliferación no logra desprenderse de la sospecha de pertenecer a la estirpe aberrante de las confusiones entre el signo y la referencia.  O en otras palabras: al de las lecturas ideológicas.

En cualquier caso, los escritos de De Man no sólo son textos llenos de sugerencias, escritos con una inteligencia que a menudo resulta avasalladora, sino que leídos a cierta distancia resultan una vacuna impagable contra los ‘doctos de una vela’ o los Sancho Panza del periodismo a quines ‘la Verdad les pone’. Pero administrados en dosis excesivas o dejándose arrastrar por el entusiasmo apocalíptico, el lector corre el riesgo de terminar como tras una ingesta excesiva de morfina: con el juicio adormecido. Alcanzado este punto, los émulos de Paul de Man, a cambio de no bloquear el camino de una crítica que corre paralela a sus notas luctuosas y que trabaja con una escrupulosa conciencia de su fragilidad y de su carácter temporal, incurran en la obsesión de obsesionarse con defender el umbral de una puerta que como el guardián de la Ley una vez muerto el obstinado campesino en la parábola de Kafka, nadie con cierta inteligencia parece estar interesado en cruzar.

 

Barcelona, Febrero de 2006.

 


  NOTAS

 [i] Para curiosos: Bonnie Kime Scott, Joyce and Feminism, (Brighton: The Harvest Press, 1948), pág. 117.

[2] Entre los que destacan: Kate Millet, Florence Howe, Marilyn French (que definió a Molly Bloom como “una versión surrealista de la mujer como realidad mítica y arquetípica”), Marcia Holly y la propia esposa del escritor, Nora Barnacle, que pese a no haber pasado del primer capítulo de Ulises suele ser convocada como autoridad gracias a su declaración sobre los conocimientos nulos que Jim tenía sobre mujeres.  

[3] Entre los que destacan: Florence L. Walzs, Bonnie Kime Scott y el mismísimo Jung.

[4] Mª Teresa Gilbert Maceda, “Sobre Joyce y la alteridad femenina: hermanas solteras en Dubliners”, Bells, (Barcelona, 1995, pág. 64). Los subrayados (muy útiles para la argumentación posterior) son míos.

[v] Íbidem.

[6] De Man reconoce en este punto su deuda no sólo con el rigor de los estructuralistas (Saussure, Jakobson o Barthes), sino también con el gran dinosaurio de la crítica norteamericana, Northop Frye, quien, pese a no estar bien predispuesto a debatir con sus colegas de Yale, abrió en la introducción polémica de su Anatomía de la crítica, (Caracas: Monte Ávila, 2ª Ed, 1991, págs. 15-49), las hostilidades contra las lecturas ideológicas del momento.

[7] La argumentación teórica de la que sólo menciono sus conclusiones y consecuencias puede consultarse en Paul De Man, “Roland Barthes and the Limits of Structuralims”, Romanticism and Contemporay Criticism, (Baltimore: Hopkins University Press, 1993); y en “Semiology and Rhetoric”, Allegories of Reading, (New Haven: Yale University Press, 1979).

[8] Una operación que deja incluso a sus teóricos aliados en una posición incómoda: ‘Cualquier esperanza que uno pueda tener acerca de que la de-construcción podría “construir” es eliminada’. Paul de Man, “El concepto de ironía”, La ideología estética, (Madrid: Catedra, 1998, pág. 260)

[9] Parafraseo aquí un pasaje de “El concepto de ironía”, Op. Cit., pág. 256s, incidiendo en los términos claves que se ajustan a la poética que De Man confiesa en la cita que encabeza mi artículo. No está de más recordar aquí que el ejemplo escogido para ilustra este lenguaje que‘entra por la puerta de atrás’ es el pasaje de una novela de Schlegel (Lucinda) donde lo que parece un argumento filosófico espléndido describe en realidad los aspectos más físicos de un encuentro entre amantes.

[10] T.S. Eliot, “Burnt Norton”, Four Cuartets, vv. 157-180.

[11] Eliot no tenía dudas sobre nuestro destino en la tierra: ‘You are not here to verify, / Instruct yourself, or inform curiosity / Or carry report. You are here to kneel / Where prayer han been valid’, “Little Gidding”, Four Cuartets, vv. 43ss.

[12] De hecho esta es nuestra forma natural de conocer y dar sentido a un mundo que no parece tan hostil al lenguaje si observamos la solvencia con la que la especie, mal que le pese a Carnéades, ha abandonado las cavernas.

[13] Véase el ‘sublime’ recorrido que hace De Man por la estética de Hegel y sus sospechas al respecto:Paul de Man, La ideología estética, (Madrid: Cátedra, 1998. Págs. 138ss).

 

 

Paul de Man