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Sentido y falsedad

Gonzalo Torné de la Guardia


So that’s life, then: things as they are?
W. Stevens


I.

Debemos a Clément Rosset una brillante caracterización de nuestras relaciones con lo real. Más relevante todavía si atendemos a que la definición de lo real, terco caballo de batalla de numerosos filósofos, no parece suscitarle a Rosset mayores dificultades: lo real sencillamente, es lo que ocurre y no admite otro sentido que su falta de sentido, es, literalmente, insignificante. La realidad, por si sola, es una acumulación informe de sucesos regidos por el azar, tan caótico que repugna a la naturaleza organizativa de la razón. Es idiota, está tan encerrada en sí misma que carece de los atributos que podrían volverla susceptible de interpretación o representación. De una realidad así sólo puede afirmarse que es eso y nada más que eso, que está ahí y en ningún otro lugar que ahí:

‘La cosa es por siempre tal como es ella misma, sin que se trasluzca en ella ningún signo, ninguna significación’ .

Y, sin embargo, es raro que mientras vivimos manejemos de una manera consciente y continua esta concepción de lo real. Parece, por el contrario, que nuestras facultades tienden a laborar para encontrarle un sentido a lo que, como actores o espectadores, experimentamos. Sólo en casos excepcionales se desvela la verdad sobre lo real oculta por el mundo del sentido. La irrupción del sentido sin sentido de la realidad es una revelación. No es de extrañar que en su tratado sobre la idiotez de lo real Rosset emplee a la inversa esa estrategia narrativa tan querida por Wordsworth y tan admirablemente empleada por Proust donde la memoria, como una gracia divina, descubre de repente el sentido que ata un largo tiempo cronológico donde nos debatíamos sin significado; con la diferencia de que lo que se revela aquí es la insignificancia de lo que creíamos atado por un sentido, y cuyo agente provocador es una ingestión desmedida de alcohol . El borracho ve las cosas en su singularidad, desligadas de sus sentidos imaginarios. Las percibe en su idiotez, en su estar, por azar (no responden a ninguna previsión racional) necesariamente allí (una vez son no pueden ser de otra manera) . Despojadas del sentido que les atribuíamos ‘nuestras cosas’ son intrascendentes.

Insignificancia que sólo es trágica a medias pues viene complementada por una alegría repentina que no es otra cosa que un sí a lo real en toda su monótona falta de sentido. Una beatitud, deudora de la Seligkeit de Nietzsche, que contiene tanto el júbilo por estar vivo (por ser una forma especial de la nada) como la visión trágica de la existencia (por no ser, en el fondo, poco más que nada), y se opone al modo corriente con el que no sólo los filósofos, sino también el resto de ciudadanos perciben lo real: una sucesión de discursos que se protegen de la insignificancia cubriéndola con un velo de sentido. De modo natural superponemos a los objetos y a los sucesos un sentido imaginario. Erigimos un doble de la realidad que es puramente ilusorio, y a cuyo análisis Rosset ha dedicado algunas de sus páginas más brillantes . El motivo de esta reduplicación, al que volveré más adelante, es la necesidad de separarnos de la realidad cuando se vuelve demasiado atroz para soportarla (Human kind / Cannot bear very much reality, diría Eliot): ya sea para desviar la acritud de lo que padecemos (ilusión oracular) o para confundir la aspereza de nuestra insignificancia personal (ilusión psicológica).

Cuando el significado imaginario no va dirigido ni hacia un suceso concreto ni contra un acontecimiento particular, cuando el doble forma parte de un proyecto deliberado y concienzudo cuyo propósito es negar de raíz las características distintivas de lo real, cuando el doble ilusorio trata de doblar todo el mundo, nos encontramos ante el delirio metafísico, cuyo representante más conspicuo es la versión convencional de la filosofía de Platón, y que, como se sabe, consiste en negar el valor de la realidad inmediata y desplazar su sentido a ‘otro mundo’ del que el real es un pálido remedo. La versión de ese ‘otro mundo’ varía en cada concepción metafísica, pero conserva en todas ellas una estructura común: negar el aquí y el ahora, rechazar la crudeza del presente, sustituyéndola por un doble más digerible que en opinión de Rosset constituye una intolerable falta de aplicación hacia la vida.

Curiosamente, y pese a su lúcida crítica, Rosset y Platón coinciden en un punto: ambos expulsan, por emplear una expresión convencional, al artista de la ciudad. Aunque sus vías son, por supuesto, opuestas: Platón les acusa de doblar el equívoco mundo de los sentidos, es decir, les reprocha que dificulten el acceso a la ‘verdad’, añadiendo más ‘realidad’; mientras que Rosset les regaña por añadir un sentido ilusorio, es decir, por esconder la ‘verdad’ sobre lo ‘real’, añadiendo más ilusión de sentido. ‘Verdad’ y ‘realidad’, pese a su antagónica significación, ocupan en sus respectivos discursos una posición análoga. Desempeñan el mismo papel en dos estructuras inversas, pero paralelas. Lo que para Platón el arte hace con la verdad (esconderla); lo hace para Rosset con la realidad. Ambas, ‘verdad’ y ‘realidad’ se presentan como damnificadas por el arte, sobre el que planea una misma acusación: que falsea.

Una afirmación así merece ciertas matizaciones. Rosset es demasiado educado para dictar una sentencia condenatoria contra el arte . Además de un elogio de clara ascendencia nietzscheana a la música, en cuya inmediatez experimentamos el júbilo de asentir a la realidad, Rosset hace una defensa explícita de la pintura de Vermeer, extensible a la gran tradición de maestros flamencos cuyo estilo va desde las minuciosas telas de Van Eyke hasta el siglo XVII, que se abre con la vívida pincelada de Franz Hals y se cierra con una escena íntima en el taller de un maestro al que sorprendemos trabajando en un cuadro alegórico sobre la musa de la historia, y en el que vamos a demorarnos un tiempo. En The art of panting , una pesada cortina se ha descorrido, y vemos de espaldas al artista que ha empezado a pintar sobre un lienzo algo ajado la corona de laurel de una Clío que posa con los ojos cerrados y la expresión de estulticia propia de tantos retratos de Vermeer. La máscara de yeso, la silla en escorzo, la lámpara para seis candelabros, las losetas de mármol y el mapa flanqueado por gravados de las ciudades de Amsterdam, Namur, Mechelen o Bruselas, reciben un trato individualizado y cuidadoso. Aunque no vemos la ventana, la escena está bañada por esa prodigiosa luz que suaviza las formas sin deshacerlas, avivando la cubierta del libro, la tela del mapa y la pared. El cuadro es un compendio de los valores del arte de Vermeer y con algo de cursilería suele considerarse el testamento artístico de su autor. Rosset destaca, por un lado, el atrevimiento del autor al retratarse de espaldas, medida con la que se opone a cualquier tipo de complacencia consigo mismo y, por tanto, a la denostada ilusión psicológica, y, por otro lado, al consagrarse a una meticulosa representación de las cosas, al presentarnos un instante congelado en su propio taller, al desdeñar el drama en favor del sosiego mundano, Vermeer manifestaría el puro goce que suscita la realidad, cuando apreciamos las cosas en su singular idiotez, aisladas de los esfuerzos humanos por ligarlas en acontecimientos cargados de sentido (históricos). Expuesta así , la defensa de esta ‘pintura de la cosa’ resulta un tanto débil, sobretodo si la comparamos con las conclusiones que se desprenden de una lectura coherente de sus escritos sobre el lenguaje y las relaciones que éste establece con lo real.

Rosset parte del análisis de un estilo de escritura, la grandilocuencia, que se caracteriza por ser una pretendida traducción de lo real que ha perdido todo anclaje con él. El ejemplo más puro de grandilocuencia es la litote, una figura literaria que consiste en entender lo máximo diciendo lo mínimo. La exposición de este recurso retórico da pie a una serie de afirmaciones ingeniosas sobre fatuidad de Tácito, el lenguaje de los periódicos, la banalidad del estilo académico cuyo privilegio consiste en no hablar de nada, o ese vicio narcisista tan extendido entre los intelectuales que consiste en creer que cualquier ocurrencia por el mero hecho de ser escrita por ellos se transforma en un pensamiento profundo. Pero entre estos dardos festivos brilla una idea desasosegante, la convicción de que la grandilocuencia no es sólo un defecto atribuible a la pomposidad del escribiente corregible con aplicación, sino el síntoma de un desarreglo insalvable entre el lenguaje y la realidad.

Mientras que la realidad se agota en su mero acontecer y no admite otro sentido que su estar sucediendo aquí y ahora, las palabras son siempre significativas. Siempre dicen algo más. Tratan (y logran) sobrecargar la realidad con un comentario significativo, falseándola. La grandilocuencia abre una brecha mayor, más violenta y, al mismo tiempo, más cómica y fútil, pero la falsificación aparece siempre que tratamos representar verbalmente la realidad. Hablar de lo real es perderlo en un doble sentido, primero, operamos con una disminución: de la variedad compleja de lo real nos quedamos con un retrato simple; segundo, con una supresión por la que el lenguaje se despega definitivamente del objeto del que habla:

‘el destino más probable de lo real es el de escapar del lenguaje, y el destino más probable del lenguaje es echar a perder lo real’ .

Rosset concibe la realidad como Platón la Verdad, ambas son irreproducibles . Tanto el griego como el francés se oponen a toda forma de representación veraz. Aquellas manifestaciones artísticas que complacen a Rosset están lejos de ser ‘realistas’ o ‘naturalistas’ en el sentido de un Zola o un Courbet, pues la realidad es precisamente lo que no puede representarse verbalmente (o mediante cualquier otro signo artístico). Más bien son aquellas que nos transmiten los dos únicos conocimientos que admite la realidad: que no tiene sentido y que su idiotez debe experimentarse con júbilo.

La música, como vimos, es una vía de acceso a la experiencia de lo real, precisamente porque no trata de representar la realidad, sino que como realidad autónoma nos introduce de manera inmediata en la alegría de vivir. El valor que se le atribuye a la música no es sólo cognoscitivo, sino que introduce un criterio de valor, arraigado en una tradición fundada por Nietzsche, que se presenta como una oposición a los lemas más romos del romanticismo y que forma un gusto, a su manera, tan coherente y sectario como aquella. Sólo recurriendo a su supuesta alegría podemos entender (compartir es más difícil) el entusiasmo que Nietzsche experimentaba ante Heine o Bizet, a quienes prefería por encima de Dante o Beethoven.

Las obras literarias, condenadas a la representación, se jalean sólo en la medida que acusan explícitamente a las ilusiones, ya sean de índole metafísica o narcisista, que ocultan la insignificancia de lo real. No se me ocurre otro modo de que un lenguaje tan mal articulado para reportar lo real pueda transmitir cierta sensación de realidad. Y así es como Rosset elogia las obras literarias: aquí entresaca un monólogo de Faulkner sobre la ineptitud de las palabras, allí jalea una frase de Celine, y acullá el pasaje de Lowry donde las alucinaciones de un dipsómano son la magdalena que nos abre la puerta a la comprensión de la indiferencia de lo real. La estética de Rosset se asemeja a una cribadora dedicada a separar de las obras literarias aquellos pasajes capaces de, o bien, intensificar el júbilo que nos suscita la realidad, o bien, ofrecernos adagios o aforismos coincidentes con las ideas de Rosset.

La estética resultante de su original planteamiento es una aguda crítica contra alguna obtusidad románticas (la obra como testimonio del yo, el tono pesimista o melancólico, y la indefinición), pero es de una pobreza decepcionante. Nos dice muy poco sobre las obras literarias y sólo sugiere un criterio de gusto (curiosamente similar a la lectura fragmentaria de sus denostados románticos ) equivalente al de Platón cuando exige valorar los poemas atendiendo a la imagen que nos dan de los dioses . En ambos casos los criterios censores provienen de teorías muy distantes de las motivaciones estrictamente estéticas y, si a Platón no le cabía Homero en la polis, cada lector puede imaginar a los escritores a quienes la aplicación del criterio realista según Rosset descabalgaría del canon.

Que dos filósofos con ontologías tan dispares como Platón y Rosset coincidan en desdeñar el arte es un síntoma de la sospecha generalizada sobre su falsedad. Y como el arte es una región extensísima y dado que en virtud de sus supuestas coincidencias y similitudes semánticas se producen no pocos desatinos me centraré en la literatura, concretamente en la narrativa.

II.

‘Ficción’ es una buena palabra para aproximarnos a la narrativa. La ficción narrativa nos ofrece un relato sobre un mundo que no es el nuestro, sobre unos hombres que son como nosotros pero que no somos nosotros, los vivos (los que hemos vivido); es decir, cuenta cosas que si bien podrían haber sucedido no lo han hecho. Ordenan y desordenan lo probable imaginario (ficticio). Inventan (en el sentido etimológico de descubrir) o mienten (como le gusta repetir a Vargas-Llosa) o falsean la realidad: aumentando los objetos imaginarios, si seguimos el razonamiento de Rosset, o bien, multiplicando el laberinto de los espejismos sensibles si preferimos la terminología platónica.

Y, sin embargo, las ficciones narrativas exigen nuestra atención, al menos por dos motivos. En primer lugar, porque la idea de Nietzsche, según la cual, cuanto puede pensarse sobre el mundo tiene que ser, sin dudarlo, una ficción, ha ganado adeptos, de manera que la ficción literaria y las teorías sobre la realidad (filosóficas, científicas, religiosas ) han variado sus maneras de relacionarse. Donde hasta hace poco existían dos formas de construir sentidos sobre el mundo: una real (sometida a la falsabilidad) y otra ficticia (imposible de falsear) encontramos ahora dos modalidades de la ficción. ¿Cómo podemos distinguir entre la ficción literaria y la teórica ficticia después de que haya arraigado la sospecha de que el poder de nuestras estructuras lingüísticas y la habilidad de nuestras facultades racionales para apresar una realidad azarosa, compleja, caótica o imbécil, es insuficiente, desplomando así el nítido criterio de distinción entre lo verdadero y lo falso?

En segundo lugar, porque esas ficciones no son meras veleidades compuestas para distraer espíritus ociosos o a individuos abrasados por sus ocupaciones. Las teorías no son malabares. No suceden en un ámbito impermeable a la realidad, no son inofensivas. Dicho de otro modo: el hecho de que sean falsas respecto la realidad no les impide influir sobre ella. Probablemente, el destino de un suicida cargado de explosivos que se inmola contra cientos de congéneres no sea un fresco vergel repleto de beldades vírgenes, y es muy posible que el Dios al que apela George W. Bush para justificar la privación sensorial de cientos de prisioneros de guerra sólo exista (como los hombrecitos verdes que esperan sin desesperar algunas sectas) en la imaginación de varios miles de fanáticos, pero las carnicerías periódicas de Al Qaeda y la sostenida vejación de Guantánamo son realidades efectivísimas. Las ficciones son peligrosas. Inflamables.

Urge, por tanto, establecer un criterio de distinción entre las ficciones, sobretodo entre lo que separa la teoría de las supercuerdas o la curiosa tesis de Gott según la cual el universo se habría, viajando en el tiempo, creado a sí mismo, con las ideas genocidas que promueve el extremismo de fundamentalistas o nacionalistas. Pero lo que nos atañe es discriminar una ficción narrativa, y su especificidad parece consistir, como ya intuyó Sir Frank Kermode , en una cuestión de pretensiones. Las teorías ficticias pretenden ser verdad. Se atribuyen el estar diciendo algo sobre la realidad, mientras que la ficción literaria no pretende decir la Verdad sobre la realidad; la regla del juego de la ficción literaria es que ni siquiera trata de referirse a ella. A menos que el escritor esté loco o el lector sea muy ingenuo no se entiende bien cómo un novelista podría estar mintiendo.

Ciertamente, el hechizo de la ficción se da también en la narrativa literaria. Las obras literarias modifican nuestra visión del mundo real y de nosotros mismos. Lo que es una manera de afirmar que, indirectamente (pues hablan de lo que no es), ofrecen un sentido sobre lo que sí es. La distinción sigue en pié porque ese sentido no cristaliza, no se fija, no pretende afirmar nada definitivo, sabe de su fugacidad. El sentido que ofrece es algo que sucede con plena conciencia de que lo que ha sido así, mañana puede ser asá (conciencia que le viene dada, precisamente, por su estarse refiriendo a un mundo inventado y a unos seres que no han existido). Es intrínsecamente, como ha señalado Kundera , irónico. No sostiene nada y, por tanto, tampoco dispone de una apoyatura sólida desde donde sugerir un modelo de comportamiento. Por el contrario, la teoría no sólo está condenada a convertirse en metodología, sino que corre el riesgo de degenerar en ideología. De corromperse en un mito. Es decir, de oscilar entre la convencida exposición sobre lo que existe y la exigencia de una sumisión a sus orientaciones prácticas.

Que una novela pueda definirse como una ficción conscientemente ficticia, que ofrece sentidos parciales sin propuestas ideológicas ni llamadas a la acción, puede tranquilizar nuestras conciencias de lectores o la de los novelistas, pero no desbarata del todo la acusación de falsedad que está implícita en las tesis de Rosset. Porque, si bien no se refieren directamente al mundo, ofrecen una posibilidad de sentido para el mundo. Nos dicen que si esto hubiese ocurrido éste sería su sentido. Y como muchas de las situaciones ficticias son análogas a las reales, proponen una propuesta de significado que se añade y falsea lo que no puede tenerlo de ningún modo. Aunque no lo pretendan, las ficciones narrativas terminan siendo evasiones de la realidad, pálidas esperanzas de, un día, encontrar una significación a la mera sucesión de los hechos.

Damos por supuesta esta proposición de sentido, porque si alguna cosa demostró la teoría sobre las ficciones fue que las obras literarias son, necesariamente, máquinas de producir sentidos. Toda ficción pone necesariamente en relación un principio con final , estructura el tiempo en una peripecia que nos lleva desde su inicio hasta su desenlace. Convierte el chronos (la mera sucesión vacía de tiempo) en kairos, que podría definirse como un tiempo humanizado, dotado de sentido humano por la complicada operación de estructurar el tiempo en pasado, presente y futuro gracias a la expectativa de un fin. Acota lo que de otro modo, en el tiempo, pero también en el espacio, tiende hacia el infinito, esa dimensión que repugna a las facultades humanas. O dicho de otro modo, la ficción emplea elementos estructurados en relaciones complejas que introducen un orden en la mera sucesión. De manera que cuando nos ponemos a contar (y aquí los dos sentidos de la palabra encajan significativamente: tanto quien cuenta según la escala de los números naturales (quien numera), como el que cuenta los hechos (quien narra), ordenan el tiempo) estamos alejándonos de la realidad, la falseamos forzosamente, aun de manera involuntaria y sin pretensiones, aunque, como veremos, no seamos del todo ilusos. La ficción literaria nos dice poco sobre la realidad, pero mucho sobre nuestras posibles relaciones con ella.

Rosset plantea una disyuntiva: o vivimos en la realidad idiota o entre los dobles ficticios. Plantea una curiosa teoría del conocimiento donde de lo que se trata es de desembarazarnos de la ilusión del conocimiento. Pero aun cuando su análisis de lo real y de la ilusión sean ciertos, su planteamiento, si bien es muy útil contra la metafísica que pretende suplantar la realidad por una Verdad, es ajeno a las preocupaciones humanas. Porque lo cierto es que la realidad por sí misma nos importa un bledo. Incluso cuando a través del alcohol, el desengaño amoroso, la música o la muerte de un ser querido contemplamos con nitidez el abismo del sinsentido, experimentamos el aterrador silencio del cosmos infinito (Pascal), no por ello renunciamos a tejer nuevos sentidos. Aunque no terminemos de creérnoslos, aunque estemos seguros de que serán desgarrados; aunque estemos convencidos de que el mundo es azaroso e idiota no cedemos en el intento de construir perecederas formas de orden. Nos contamos el sentido de nuestras vidas y de las de los otros empleando relatos (ficciones) cada vez más complejos. Y no parece que la voluntad juegue mucho papel aquí. Seguimos segregando sentido como la araña tela, con la misma naturalidad instintiva e inevitable con la que el castor roe. Aunque ya no comulgamos con las ficciones supremas y estáticas, seguimos teniendo la necesidad de vivir en un tiempo humanizado, con su principio y su final. La estructura de la ficción narrativa refleja nuestra propia naturaleza. Nada de esto tiene que ver con el amor por el mito, las metafísicas de la consolación o las ideologías (políticas, étnicas, ecologistas). Necesitamos un tiempo finito y abarcable no para volver el mundo más soportable (no somos ilusos), sino para no volvernos tan idiotas como él .

Las ficciones literarias no son meras evasiones. Basta con hurgar en nuestra experiencia como lectores para saber qué lejos está del escapismo una lectura atenta del Rey Lear, de En busca del tiempo perdido o de Cuatro Cuartetos. La literatura culta no esquiva nuestra condición, no traza una arcadia dócil y suave a la altura de nuestros anhelos, no es escapista, por el contrario, nos obliga a interrogarnos, nos informa (descubre) sobre nuestras relaciones con la realidad aquí y ahora. La verdadera evasión es esa propuesta, tan inhumana como la metafísica platónica, que pretende vivir a ras de los hechos, en la pura inmediatez, de un modo permanente. Y tampoco es nunca ilusa, porque conocemos bien nuestras trampas, los remiendos, porque sabemos que esos acontecimientos tramados de modo distinto o defiriendo un poco el final podrían ofrecernos un sentido distinto. La verdadera ilusión es creer que podemos librarnos de las complejas estructuras del sentido.

Ni tampoco es falsa porque no pretende representar la realidad, sino nuestras relaciones con ella. Quienes acusan a la ficción narrativa de ser falsa acompañan a Platón cuando le hace señalar a Sócrates que el arte es como un espejo en el camino : nos da una forma detenida y estática de lo que está siempre en movimiento. La pintura más precisa lo es de un instante que ya ha pasado. Pero la ficción literaria no refleja ni representa la realidad (cómo podría hacerlo si no se refiere a nuestro mundo), sino nuestras relaciones cambiantes con ella, nuestros modo de humanizarla y de vivir que, además, no pretenden fijarse. Lo que representa es ese continúo acercarnos y alejarnos, ilusionarnos y desengañarnos, que en buena medida constituye la principal actividad de nuestra existencia. Aquí no hay desengaño ni ilusión ni falsedad. Si describe algo describe esa brega y el complejo proceso de estar vivo, que es mucho más que deleitarse en la contemplación de las cosas, idiotas: nada más y nada menos que tejer sentidos que sabemos tan caducos como nosotros o el día presente; o en palabras del poeta contemporáneo que mejor se ha ocupado de las complejas relaciones entre la realidad y la imaginación:

La poesía es el tema del poema,
de ésta el poema nace y

a ésta regresa. Entre los dos,
entre nacimiento y retorno, hay

un ausencia en la realidad,
las cosas como son. O eso es lo que decimos.

¿Pero están éstos separados? ¿Es
una ausencia para el poema, lo que adquiere

su verdadera aparición allí, verdor de sol,
rojez de nube, sentimientos terrestres, cielo que piensa?

De éstos lo toma. Quizás lo da,
en la reciprocidad universal.


 

Clément Rosset

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