El espejo de la piedra

Comentario acerca del arte en Clément Rosset

Socorro Giménez


 

 

 

 

En sus textos “Lo real y su doble; ensayo sobre la ilusión” y “Lo real; tratado de la idiotez”, Clèment Rosset se ocupa de examinar específicamente el problema presente en toda su obra: la relación del hombre con lo real. Y estos textos son tratados de filosofía, según lo quiere la tradición occidental. Tratados o ensayos, son textos filosóficos. Para las preguntas que los atraviesan, un maestro del budismo zen hubiera, tal vez, esbozado un gesto por toda respuesta. Un filósofo francés escribe tratados. La comparación puede hacerse en virtud de un problema, y  también de una respuesta, que quizá les fuesen comunes. Pero la diferencia entre un gesto y un tratado no es desestimable.

 

Según lo caracteriza Rosset, lo real es silencioso, o al menos monótono: emite un único sonido, inaudible. Su realidad es cualquiera, a la vez determinada y fortuita, siempre insignificante. Su carácter aislado e incognoscible se expresa cabalmente mediante el término“idiota” (del griego idiotes: simple, particular, único). No hay, pues, propiamente un problema de lo real. Lo real es sin más, es lo que es, es eso que hay. El problema aparece, como se ha dicho antes, en la relación que el hombre establece con la realidad; el problema es nuestro o, más específicamente, de la filosofía.

 

El hecho de dar razón a lo real constituye el problema específico de la filosofía: en el sentido de que es su tarea, pero también de que, como tal, nunca podrá enfrentarse a él en absoluto.[1]

 

Una vez más nos viene definida la tarea específicamente filosófica. Una vez más se la define como imposible. Una vez más, allí donde el maestro budista daría por terminado el asunto con un gesto, nosotros nos encontramos escribiendo un texto sobre un tratado. La realidad, para nosotros, es siempre aquello de lo que no se puede hablar, y a la vez, aquello de lo cual sólo podemos, continuamente, hablar; a la manera de quien otorga un “valor añadido”a algo de cuyo valor propio no puede hacerse cargo, como quien da sentido.

 

Innumerables son los ‘textos’ sobre el mundo que presentan esta significación insignificante, exponentes de un sentido que al final no se entrega, portadores de un mensaje vacío[2]

 

Si esta última cita sirve a Rosset para condenar la “locura del sentido”es, evidentemente, porque su propio texto pretende colocarse en un lugar diferente. Lo que en él se intenta es justamente despojar a lo real de sus “significaciones imaginarias”, principalmente de las otorgadas por la filosofía. Sus proposiciones no son por tanto descriptivas de la realidad, sino que quieren ser críticas de aquéllas significaciones. No pretenden agotar ni comprender la riqueza de lo real, sino desligarlo de sus valores agregados. En cuanto al valor propiamente ontológico de lo real -el valor de la existencia-, no hay nada que decir de él: es misterio.

 

Devolver lo real a la insignificancia consiste en devolver lo real a sí mismo: en disipar los falsos sentidos, no en describir la realidad como algo absurdo o carente de interés.[3]

 

¿De dónde procede entonces el sentimiento de absurdo? No de lo real, en tanto su carácter es el de lo simple, sino de las propias expectativas humanas sobre la realidad. Expectativas que, en su voluntad de otorgar sentido, se ven siempre defraudadas por el inevitable desfasaje que se revela entre ellas y lo que acontece. La realidad no es lo que no tiene sentido, puesto que el problema del sentido le es completamente ajeno. Su relación con el sentido o el sinsentido es una relación pertinente sólo para los hombres, nunca una relación de la que pudiera esperarse una comparación de sus términos “en sí”.

La búsqueda de sentido, por otra parte, es una búsqueda inútil, condenada a fracasar en el intento de reunirlo con lo real: sus ‘naturalezas’ son inconmensurables. Toda voluntad de explicación racional estalla y debería enmudecer fente al puro azar de lo real y, sin embargo, sus dobles crecen, proliferan, se agigantan, hablan todavía más alto, con mayor “grandilocuencia”.

 

El tiempo de lo real es el presente; la realidad es presencia efectiva y en tanto que efectiva, necesaria. La necesidad de un acontecimiento no es tal por oposición a su posibilidad, sino sólo unidimensionalmente necesaria, necesaria en tanto que acontecimiento cumplido. En este sentido, todo acontecimiento es oracular, es decir, no puede ser sino de este modo concreto, que a su vez es un modo cualquiera, azaroso. Lo real, pues, es lo que acaece de una manera cualquiera, en virtud de su cualidad azarosa, propiamente in-significante, y a la vez siempre de una manera determinada –de “esta”única manera-, y sólo por ello necesaria. Necesario por ser determinado, lo real aparece además, siempre, como una sorpresa.

 

En efecto, hay algo que existe y que se llama destino: eso designa no el carácter inevitable de lo que sucede, sino su carácter imprevisible.[4]

 

Notemos que los dos términos “inevitable” e “imprevisible” hacen alusión al ámbito de la posibilidad. Inevitable: lo que no se puede evitar. Imprevisible: lo que no se puede prever. En el ejemplo de Rosset, Edipo es sorprendido por el cumplimiento del oráculo. No puede evitarlo aunque lo intenta, y, aunque cree poder preverlo –eso es propiamente lo que el oráculo le ha permitido: pre-ver-, una vez acaecido lo real, su pre-visión se revela como ceguera o, más bien, como un “ver doble”. Su pre-visión pone la mirada en otra parte, espera otro modo de hacerse efectivo su destino, cualquier otro, nunca “este”. Edipo sabe que matará a su padre, que desposará a su madre. Sin embargo, este hecho es para él “posible” de muchas maneras, y es dentro del ámbito de la posibilidad donde cabe la esperanza de una manera que le permita evitar la estricta realidad del oráculo, aunque si le preguntáramos la forma concreta de tal manera posible, Edipo el iluso no sabría qué responder.

 

La estructura de la ilusión funciona así fabricando un “doble” del acontecimiento real, desdoblando la realidad para mantenerse a salvo de ella, para intentar poner distancia, protección frente a su sorpresa y su irrevocabilidad. Pero, ¿es que estos desdoblamientos sólo tienen por fin siempre una negación de lo real? Tanto la “locura del sentido” como la voluntad “desdobladora” del iluso denunciadas por Rosset, ¿tienden siempre y sólo a la evacuación de lo real, a su aplazamiento al infinito, a su no confrontación? Y todavía más, ¿es que acaso hay algún otro modo de relacionarse con aquello a lo que se llama “lo real”, un modo primero, no secundado por doble alguno?

 

 Para la última pregunta, el mismo Rosset advierte una respuesta negativa:

 

Lo real no empieza sino a la segunda vez, que es la verdad de la vida humana, marcada con el sello del doble; en cuanto a la primera vez, que no dobla nada, es precisamente una vez para nada. En suma, para ser real, según la definición de nuestra realidad concreta –doble de un Real inaccesible- hay que copiar algo (…)”[5]

 

El modo metafísico de desdoblar el mundo, que quiere ver un mundo verdadero siempre en otra parte, en un más allá oculto e inaccesible para los hombres, es denunciado por Rosset como la ilusión propiamente filosófica. Pero también el filósofo francés señala en lo real las características de un más allá inaccesible, mudo, impenetrable, sólo dable a los hombres mediante su desdoblamiento. La diferencia fundamental entre el mundo platónico y la realidad caracterizada por Rosset estriba, quizá, en su valor “significativo”. Mientras que el mundo de las Ideas, inmaterial,  es verdadero por poseer la totalidad de la significación, es decir, la suma de la Razón, la realidad según Rosset es verdadera en otro sentido: con minúsculas, sensible, insignificante y, fundamentalmente, idiota, no sólo en el sentido de particular, sino también en el de “carente de razón”.

 

Persiste, sin embargo, la idea de que la verdad de la vida humana es la verdad del doble. Pero si el conocimiento por medio de dobles es el único posible para los hombres, cualquier alusión a una realidad “primera” y a la vez innombrable resuena sin duda a metafísica, por más material que aquella realidad sea. Y tal vez, mal que a Rosset le pese, el problema de lo real guarde siempre inevitables raíces metafísicas, toda vez que se encuentre ligado al de la “representación” y sus dualidades.[6]

 

Nos interesa aquí hacer hincapié en el problema del tiempo de la realidad. Se nos ha dicho que su tiempo es el presente. Lo real se conjuga en presente, según querían los estoicos; es presencia efectiva.

 

Lo real no es lo que se conserva, sino lo que está presente en cada momento, la ofrenda del ser sobre el fondo del eventual no ser, que sólo tiene valor en el momento en el que es, no en tanto que ha sido o podría ser en el futuro.” [7]

 

Pero justamente el tiempo de lo efectivamente presente parece ser ajeno a la temporalidad tal como es experimentada por los hombres. La experiencia humana sólo puede acontecer en el seno de una temporalidad que acoge la posibilidad del relato, de la palabra como fundamental productora de sentido, como vinculante primordial. La vida del hombre transcurre. Su tiempo no es el del instante ciego, sino el de la duración como tiempo vivo, en el que vive no sólo lo efectivamente presente aquí y ahora sino, también, lo posible.

 

Si lo posible está del lado de la vida humana, del lado de los dobles –pues ya hemos visto que lo real es sólo lo efectivamente real, actual- podemos comprender por qué Edipo se sorprende con el cumplimiento del oráculo. Para Edipo, a partir de su intento por rehuir su destino, existe “otra realidad”: una “realidad posible”, que la realidad viene a defraudar.

 

Para su peculiar tipo de existencia, la ilusión, el doble, las representaciones, cuentan con el ámbito de lo posible. Tampoco la palabra, que puede conjugar múltiples tiempos verbales, procede de lo efectivamente existente aquí y ahora. Más bien al contrario, podemos decir que se habla justo porque algo no está efectivamente allí, porque la coincidencia de mundo y hombre en presente corresponde sólo al excepcional “estado de gracia”.[8]

 

Ahora bien, preguntaba anteriormente si acaso el doble tenía siempre por fin la negación de lo real. Es evidente –y el texto de Rosset lo expone con claridad- que en tanto estructura que produce un desdoblamiento de la realidad, la ilusión sirve sobre todo de protección, para mantener lo real y su insignificancia a prudente distancia. Pero hay un tipo de doble que no tiene por objetivo el rechazo de lo real sino más bien su convocatoria mediante la afirmación: se trata de la creación artística.

 

El arte aparece en los citados textos de Rosset como una de las vías de acceso a lo real, junto a la embriaguez y al desengaño amoroso. El filósofo francés considera la obra de arte como un doble no en el sentido de la pura ilusión, sino “más como reveladora de las cosas del mundo que como ocasión para evadirse de ellas”, y distingue dos concepciones diferentes: la romántica, que, con Baudelaire, considera que el arte debe aportar “otra cosa” a las cosas del mundo, de fácil acceso, y la clásica, que, con Heidegger, ve en las cosas cercanas las más difíciles y valiosas. Una cuarta vía de acceso a lo real se da en la filosofía, cuando ella resume las tres anteriores, es decir, cuando el “estado filosófico” es un estado “continuamente ebrio, amoroso y artístico”. [9]

 

Independientemente de sus vías de acceso, hay dos modalidades fundamentales de enfrentamiento con lo real, cuya oposición queda sugerentemente dibujada en dos imágenes: la piedra y el espejo. La primera alude al “contacto rugoso, que tropieza con las cosas y que no extrae de ellas más que el sentimiento de su presencia silenciosa”, mientras que la segunda produce un “contacto liso, pulido, reflejado, que reemplaza la presencia de las cosas por su aparición en imágenes”. La primera es sin doble; la segunda sólo existe con ayuda del doble.[10]

 

Referida al sí mismo, al “yo”, la oposición aparece vinculada a la necesidad de una “elección”:

 

El original debe prescindir de toda imagen: si no me encuentro en mí mismo, menos aún me encontraré en mi eco. De modo que es preciso que uno mismo baste, por insignificante que parezca o que en efecto lo sea: porque la elección se limita al único, que es muy poco, y a su doble, que no es nada.[11]

 

Si tomásemos estas dos modalidades fundamentales de aproximación a la realidad en su extrema oposición, tendríamos que suponer que la primera no es dable para los hombres en ningún caso, entendiendo la percepción misma como una de las formas –quizá la primera-  del doble. Así también con la propia percepción, la percepción de sí, que supone siempre cierto “desdoblamiento”. Pero creo que la cualidad del pensamiento de Rosset pide otro tipo de lectura. Me parece que se trata de un pensamiento que apunta a modificaciones en el tono vital, en la estética de la existencia, más bien que a cuestiones de tipo gnoseológicas. Sus ejemplos, en su gran mayoría tomados de la literatura, de la pintura o del cine, hacen referencia a situaciones en las que lo que está en juego es siempre una manera de estar en el mundo, una modalidad de existencia. Y es en una lectura de carácter existencial que algo como una “elección” entre la realidad y sus dobles puede tener sentido. Ahora bien, si  -como he dicho antes- tal “elección” es estrictamente imposible, si -como Rosset mismo ha dicho- la vida humana se halla siempre “marcada con el sello del doble”, parece que debería poder hablarse de algo así como diversos ‘tipos’de dobles, según grados de aproximación a lo real: algo así como dobles que -más o menos- abren o cierran vías de acceso a la realidad, algo así como “espejos” que pueden -más o menos- darnos “piedras”, algo así como pequeñas elecciones vitales -más o menos- ilusas. La elección puede hacerse solamente en el territorio de los dobles, porque no hay ningún otro territorio en el cual algo sea decidible.     

 

Es en este sentido que el arte puede ser entendido como un “doble” que “revela cosas del mundo” o, más bien, que “puede” revelar cosas del mundo. Una vez aceptado que hay un peculiar tipo de ilusión que puede dar el mundo, ¿cómo encontrar un criterio que decida de qué tipo de ilusión se trata? Concretamente, ¿de qué puede depender que el arte sea (o no sea) revelador del mundo y de su realidad? Rosset no nos provee de suficientes elementos como para determinar propiamente una clasificación, pero podemos seguir algunas pistas. En Lo real y su doble, escribe:

 

Una de las características del arte de Vermeer -como quizá la de cualquier arte que haya alcanzado cierto grado de nobleza- es que pinta cosas, no acontecimientos. El mundo que percibe Vermeer no es el de los acontecimientos insignificantes, mudo para siempre, sino el de la materia, eternamente rica y viva.[12]

 

Tomando a Vermeer como ejemplo del artista que da cuenta de lo real, encontramos en su obra otras características que Rosset destaca: pinta, celebrándolo, “el azar de un momento de la jornada”;  “el yo está ausente (…) porque no es sino un acontecimiento entre otros”; “da testimonio de un júbilo perpetuo ante el espectáculo de las cosas”; sus lienzos manifiestan “el vínculo entre el goce de la vida y la indiferencia con respecto a uno mismo”. [13]

 

En Lo real, leemos:

 

Apartarse de lo que festeja para preguntarse angustiosamente por su propia obra-testigo es, en suma, desconocer la principal función del arte.[14]

 

El arte que toma la realidad como fundamento de toda belleza, no “produce” realidad (no “produce” belleza), sino que pone de manifiesto la belleza de la materia, testimonia el espectáculo de las cosas, celebra el mundo. Está, por tanto, esencialmente vinculado al “estado de gracia”, en el sentido en el que es sólo desde tal estado que la realidad ahí presente, la realidad cualquiera, se revela como belleza y se afirma con alegría. Si el arte no puede dejar de ser un doble, un espejo (puesto que si no lo fuera no habría, propiamente, ninguna obra sino tan sólo la muda contemplación de lo real), es preciso que sea un espejo cuya única función es la de decir “sí” a la piedra: no la de devolverla a la mirada humana liberada de su rugosidad, pulida, por así decirlo, sino la de festejarla señalándola en su singularidad, en su idiotez. Y este ‘espejo-señal’, este ‘espejo-índice’, testimonia la presencia del “yo” sólo en tanto que parte de lo que señala, como un “yo” dentro del mundo, incapaz de un autorretrato que no fuese incompleto, parcial, confundido entre las cosas del mundo como una cualquiera entre ellas, a la manera del autorretrato de espaldas de Vermeer.

 

He usado los términos “testimoniar” y “festejar” (o “celebrar”) como funciones sinónimas del arte. Sin embargo, no son sinónimos. El segundo añade algo propio a eso de lo que es testigo. Pero lo que se añade no es un “valor” a las cosas, un sentido, sino una actitud en su contemplación: se dice “sí” a lo que está allí. De eso parece tratarse la cuestión para Rosset: de decir “sí” o “no” a lo que hay, tomando en cuenta que acerca de ‘eso que hay’ no podemos, propiamente, saber nada. Y si el arte es un doble, cuando es ‘arte de lo real’, no desdobla nada en una realidad otra, no transforma nada de la propia realidad ni la convierte en imagen resignificada: su doblez es el espacio desde donde simplemente se dice “sí”. Es, en este sentido, un doble que afirma -en el mismo acto- tanto la realidad como el “yo” que la percibe y que es parte de ella, es un gesto en el que lo afirmado es la experiencia y su redundancia absoluta, es un puro “sí”. Pero en ese “sí” se abre el tiempo de la duración, el tiempo de la vida humana.

 

La crítica rossetiana es una crítica de las pseudosignificaciones, una crítica de la filosofía en su acepción más estricta -metafísica-, pero más ampliamente es la crítica de la pretensión de sentido. En el extremo, es la crítica de toda crítica, puesto que sólo en vistas del ámbito de los mundos posibles -que no son éste, ni aquí, ni ahora- puede hacerse una crítica (nunca desde el “estado de gracia”). En el extremo, cualquier palabra es grandilocuente para una realidad insignificante, cualquier pensamiento un valor añadido para una realidad muda. Pero ya antes he intentado evitar los extremos, que no parecen poder darnos lo mejor de Rosset. Si he querido hacer un comentario acerca de la función del arte en su pensamiento, es porque considero que tal comentario podría servir para valorar su propia obra, tomada como un doble que busca convocar lo real, como espejo que pretende dar la piedra o, al menos, distinguirse de los espejos que la falsean idealizándola.

 

 La lectura de Rosset es fructífera para una anti-filosofía que busca devolver la realidad a su insignificancia en favor de una estética existencial afirmativa; sin embargo, siempre lo será ante todo gracias a las palabras. Palabras que, además -como he destacado al comienzo de mi texto-, están puestas para nosotros en las librerías y en los estantes de filosofía, como la gran mayoría de las palabras ‘anti-filosóficas’escritas. El caso es que mientras no optemos por el silencio de la contemplación, ni nos sea dado transformarnos en piedra (o en bambú), nuestro asunto -nuestra realidad- deberá continuar siendo asumida en el interior de realidades hechas de palabras o de la materia que dura en el tiempo de las obras de arte, realidades en las que (también, si no fundamentalmente) se trama, acontece y se cuenta nuestra existencia.

 

 

 

 

Notas:

  1. ROSSET, C. Lo real; tratado de la idiotez. Valencia, Pre-Textos, 2004.  Trad. e introd. Rafael del Hierro, p.17.

  2. Lo real, p. 37.

  3. Lo real, p. 57.

  4. ROSSET, C. Lo real y su doble; ensayo sobre la ilusión. Barcelona, Tusquets, 1993. Trad. Enrique Lynch, p.46.

  5. Lo real y su doble, p. 57.

  6. En los dos textos aquí citados la lectura corre con fluidez sobre algunos supuestos difíciles de explicitar: lo real mismo, si bien nunca es propiamente definido, ni descripto, funciona como el polo segundo de cierta subjetividad (que encarnan alternativamente los hombres, el yo psicológico, los filósofos, etc.).Entre esta subjetividad y lo real median las representaciones, los “dobles” (el acontecimiento, el otro yo, el mundo, etc). ¿Cuál es la realidad de esta cierta subjetividad misma? ¿Y la de las representaciones? ¿En qué sentido se distinguen ambas de “lo real”? Son preguntas posibles para el texto, que tal vez revelaran la insuficiencia misma de la noción de realidad que se utiliza. Pero no son las preguntas que más nos interesan. Añadamos valor a las cosas, dice el filósofo: así las haremos significativas. Toda realidad es, así, susceptible de enriquecerse con un valor añadido que, sin cambiar nada en la cosa, la hace otra sin embargo, disponible, capaz de integrarse tanto en un circuito de consumo cualquiera como en una filosofía, en un circuito intelectual del sentido. (LR, p. 51). También nosotros creemos que las palabras funcionan como “valor añadido a las cosas” (¿quizá allí bastaría con decir sólo “como valor de las cosas”? ¿no todo valor es una significación?), y aceptamos el valor que la noción de “realidad” adquiere en este texto, para hacerse circular fluidamente en él.

  7. Lo real, p. 106.

  8. Acerca del “estado de gracia”, cf. Lo real y su doble, p. 75-76;  Lo real, p. 100-107.

  9. Cf. Lo real, p. 64-65.

  10. Cf. Lo real, p. 62.

  11. Lo real y su doble, p.111.

  12. Op. cit., p. 99.

  13. Cf. Lo real y su doble, p. 100-101.

  14. Op.cit., p.107.

 


 

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Clément Rosset