La evidencia doble

Juan Antonio Montiel


Un libro de Peter Sloterdijk, El extrañamiento del mundo, documenta la dilatada historia de las consecuencias de una idea fundamental en Occidente: la que anticipa la falsedad de lo que se impone a la vista. En el estudio de Sloterdijk, la filosofía ocupa desde luego un lugar central: está claro que la propia empresa presocrática, la búsqueda del αργή, en la que ha de buscarse el origen del pensamiento filosófico, suponía ya la recomendación de confiar en la razón mucho más que en la inmediatez de los sentidos. El extrañamiento del mundo no ahorra caracterizaciones irónicas al lector y en distintos momentos mueve a risa: los procedimientos ascéticos, por ejemplo, nos parecen hoy guiados por la más radical extravagancia no solamente por las características de su práctica, sino por el ideal que las animaba: la posibilidad de acceder a una —otra— vida auténtica que hoy nos resulta improbable. La verdad, sin embargo, es que ahora mismo, tanto como en cualquier otro momento de la historia que podamos recordar, lo real ocupa el espacio de lo oculto antes que el de lo evidente: estamos habituados a asumir como ciertas, casi religiosamente, la realidad microscópica del virus lo mismo que la ignota existencia de los genes o de los átomos; la ciencia patrocina un amplio repertorio de dudas sobre lo que aparece ante nuestra vista y certifica oscuramente lo que se nos escapa. Por su parte, y de un modo más radical que el del grueso del pensamiento científico, la filosofía ha buscado en tiempos relativamente recientes otros derroteros, y ha operado una nueva vuelta de tuerca: a la sospecha frente a lo que aparece —con la que la filosofía se identificó plenamente— se ha antepuesto una nueva precaución, que bien podría ser descrita como la sospecha de la sospecha. Esta empresa tiene un antecedente obvio en el estudio de las condiciones de posibilidad de la filosofía misma y del pensamiento en su conjunto que comenzó con Descartes, pero encuentra su especificidad en la moderna reflexión sobre el lenguaje; se trata, en último término, del llamado giro lingüístico. La conclusión recurrente de estos esfuerzos es negativa para la causa de la razón y, por tanto, para el pensamiento y la filosofía entendidos tradicionalmente: la puesta en cuestión de las condiciones de posibilidad de la filosofía, que supone la reiteración de la pregunta por el conocimiento y por el lenguaje, ha llevado muchas veces en tiempos recientes la reflexión filosófica más allá de los límites de la filosofía misma, hacia terrenos que algunos consideran pertenecientes más propiamente a la mística o a la literatura. Lo cierto es que parece demasiado pronto aún para decir si la filosofía ha llegado a su fin, si ha entrado en un círculo sin escapatoria, o si se trata solamente de una crisis pasajera de la que saldrá eventualmente bien librada, quizá incluso rejuvenecida.

En el contexto de la crisis es que ha de ubicarse el pensamiento de Clément Rosset. Textos como Lo real (Tratado de la idiotez) y Lo real y su doble se explican como una reacción a la larga zaga de la filosofía histórica, fundada, como hemos dicho ya, bajo el signo de la sospecha de lo que aparece. En tanto reacciones frente a la tradición, estos libros exhiben algunas de las características más notables de la filosofía póstuma de la que hemos hablado: por una parte rehuyen —y carecen de— la solidez de lo sistemático, por otro, sin embargo, se las arreglan para ser irrebatibles; son inmensamente sugerentes y al mismo tiempo parecen orientar al pensamiento hacia un callejón sin salida. La propia caracterización de lo real que Rosset deja traslucir en las páginas de estos libros es un magnífico ejemplo de la condición paradójica de esta clase de pensamiento: la frase lo real es idiota tiene la forma de un principio, de un punto de partida ineludible de toda actuación en el mundo; idiota, sin embargo, hace referencia a la condición imprevisible y singular, opuesta a toda ley, del acontecimiento de lo real. De esta manera, un principio aparentemente general enuncia en realidad la imposibilidad de todo principio. La imprevisibilidad se indica como la característica consistente de lo real, con lo que resulta difícil no recaer una y otra vez en la paradoja.

Las implicaciones de tal paradoja fundante son muy variadas. Por una parte, es obvio que el problema lógico puede blandirse como un medio útil para probar la inconsistencia de la teoría, con intención de rechazarla; se trata del reputado método policiaco de descubrir la contradicción y condenar al autor a la hoguera. Desde luego ese procedimiento es indeseable, pero resulta además, en este caso particular, completamente impertinente: el hecho de que en la realidad sólo exista el hecho singular no queda invalidado por la incapacidad lingüística de dar cuenta de ello —en el entendido de que la lengua es incapaz de escapar a la generalidad—. Esta limitación del lenguaje, por el contrario, terminaría apoyando algunas conclusiones de Rosset sobre la inconmesurabilidad entre las palabras y las cosas: a la lengua corresponde la grandilocuencia, el exceso de tamaño. La cuestión central pareciera ser, más precisamente, la necesidad de establecer si esa perspectiva sobre lo real debe asumirse como verdadera, es decir, si lo real es estrictamente como el filósofo francés señala: una suma de hechos singulares en la que el sentido general no tiene cabida. Desde luego soy incapaz de dar respuesta a una cuestión como esa; me contentaría con mostrar cómo, sin intención explícita de establecerse como un principio, la proposición de Rosset funda su propia irrebatibilidad y funciona de hecho como un principio: lo anterior sucede así porque tal idea se presenta como una evidencia, y mi intención última es, justamente, problematizar el estatuto de evidencia tomando como punto de partida el pensamiento de Clément Rosset. No pretendo ninguna vuelta a la metafísica, pero asumo que establecer un escape posible es más complejo de lo que puede creerse y, en mi opinión, el filósofo francés que nos ocupa simplemente no consigue escapar. Eso debe obligarnos a sacar conclusiones también sobre las condiciones del escape.

Con relación la prueba fundada en la evidencia, Rosset escribe:

“...todo pensamiento razonable hace una parada obligatoria, en la conducción del razonamiento, en el momento en que se alcanza la cosa misma. Aristóteles y Descartes designan este momento con la misma palabra: la evidencia, lo directamente visible, sin el auxilio y la mediación del razonamiento. [...] Es el momento en que la discusión se detiene y se interrumpe la filosofía: Adveniente re, cessat argumentum”[1].

 En tanto la descripción que Rosset propone para lo real se acoja a una pretendida evidencia, cualquier argumentación contraria puede ser desechada justamente como tal: una mera argumentación, y en consecuencia acusada de doblez; esto último en concordancia plena con lo que se afirma en Lo real y Lo real y su doble: la existencia de dos ámbitos inconmensurables que corresponden a la realidad y a la representación. Insisto en que el problema al que da origen la posición de Rosset sobre lo real tiene que ver precisamente con la necesidad de establecer si lo que se presenta como evidencia es tal. Esto implica la obligación de preguntar si la idiotez de lo real es evidente y, en tanto esa pregunta deba ser hecha necesariamente, con una necesidad que no es metodológica sino propiamente existencial, preguntar ¿qué es lo evidente? y ¿cómo es lo evidente? Lo que intento decir es que cualquier duda frente a la evidencia de las propuestas de Rosset termina proyectándose sobre el estatuto mismo de lo evidente que debiera ser, precisamente, lo que no admite ninguna duda.

El caso es que en este punto nos topamos de nueva cuenta con la paradoja: la pregunta por la evidencia, formulada como necesidad de cuestionar el estatuto de lo evidente, conduce de modo obligatorio a la argumentación, que es justamente lo que se ha condenado como contrario a lo real; conduce a la filosofía, que es ajena a la evidencia, en tanto ha de interrumpirse en los límites de ésta. El problema no es fútil, puesto que Rosset condena a la impertinencia todo intento de poner en cuestión lo que él mismo ha enunciado en un contexto filosófico, esto implica no solamente el fin de la filosofía sino el arribo, ciertamente inesperado, de la verdad última sobre lo real —somehow/anyhow— enunciada justamente por Clément Rosset.

Asumiendo que no hay posibilidades de argumentar sobre lo real podemos, sin embargo, analizar las propuestas de Rosset asumiendo que se trata de afirmaciones y no de evidencias, entendiendo, en fin, que están del lado de acá: en el lugar del lenguaje y no en el de las cosas, en caso de que esos ámbitos existan como tales. En primer lugar hay que decir que la alusión a lo directamente visible como prueba última nos permite restablecer la filiación metafísica del pensamiento de Rosset, un vínculo que este último abiertamente rechaza. El mencionado filósofo alemán Peter Sloterdijk ha enunciado de un modo suficientemente conciso para nuestros fines la estrecha relación histórica entre el pensamiento metafísico y la vista; justamente en El extrañamiento del mundo, Sloterdijk escribe:

 “Según su rasgo básico, la metafísica occidental era una ontología ocular que tenía su origen en la sistematización de una vista exterior e interior. El sujeto del pensar aparecía como un vidente que no sólo veía cosas e imágenes ideales, sino, a la postre, también a sí mismo como alma que ve —una manifestación local de energía visora absoluta—“[2].

Esta filiación redescubierta no tendría ningún interés que no fuera policiaco de no ser porque permite comprender mejor algunas de las características que Rosset atribuye a lo real, en tanto éstas se revelan como determinadas por los presupuestos de lo visual. El propio Sloterdijk resume las implicaciones de este vínculo entre lo real y aquello que es propio de la vista:

Para ver algo, el vidente tiene que estar a una distancia abierta frente a lo visible. Ese estar espacialmente separado y enfrentado sugiere un abismo entre sujetos y objetos que, a la postre, no solamente entra en consideración espacial sino ontológica; en cuya última consecuencia, se entienden los sujetos como observadores sin mundo que, respecto a un cosmos siempre apartado, sólo tienen una relación, en cierto modo, exterior. Entonces, la subjetividad, en analogía con una preponderante divinidad teórica, sería contemplativa, de manera primaria, y activa, secundariamente. En tanto el mundo del ojo es un mundo de la distancia, la subjetividad ocular va acompañada de una inclinación a interpretarse como una testificación global, a la postre, no envolvente. El sujeto vidente está ‘al borde’ del mundo, como un ojo sin cuerpo ni mundo ante un panorama —contemplación olímpica y teología óptica son sólo dos caras de la misma moneda—[3].

En Lo real tanto como en Lo real y su doble, Clément Rosset se solidariza con esta idea del mundo como visible, lo que aquí quiere decir apartado, incluso remoto. El mundo es, para Rosset, el ámbito del que quedamos expulsados por la conciencia. La paliación de un exilio tal sólo es posible entendida como renuncia a lo que nos es más propio; una renuncia que a la postre se revela, además, como algo altamente improbable: el yo es fundamentalmente ineludible y, en ese sentido, la condición de cosa, la única libre de doblez, nos está vedada. En Lo real y su doble, podemos leer:

“De todas maneras hay un dominio en el que el argumento no cesa, porque la cosa jamás se muestra: y es justamente mi dominio, el yo, mi singularidad. Para detenerme razonablemente en mí mismo, me falta ser visible”[4].

El exilio del yo está signado, de este modo, por el argumento que no cesa y por la invisibilidad, es decir, por la falta de distancia. Resulta curioso que sea justamente el espacio de la máxima certidumbre cartesiana, el yo, aquel cuya existencia quede ahora indefinidamente puesta en duda: a la temible posibilidad del solipsismo —el yo que lo es todo— le sucede una condición aún menos satisfactoria, la soledad que está siempre rozando el borde de la nada:

“la elección se limita al único, que es muy poco, y a su doble, que no es nada”[5].

El propio Rosset alude a Descartes cuando, en el fragmento que hemos citado más arriba, caracteriza la evidencia como aquello frente a lo cual no media razonamiento. Lo evidente en Descartes es, sin embargo, simétricamente opuesto a lo que Clément Rosset caracteriza como tal: ya hemos señalado que el lugar que el yo ocupa en el esquema cartesiano es cubierto en la obra de Rosset por la realidad idiota. Lo cierto es que esto nos lleva nuevamente a considerar la necesidad de la pregunta por el estatuto de la evidencia, pero además nos hace advertir un paralelismo entre el pensamiento de estos dos filósofos franceses entre los que median cuatro siglos. Este vínculo, que antes hemos caracterizado como simétrico no se limita a la idéntica función que los opuestos yo y mundo ocupan en cada una de las obras; continúa, por ejemplo, cuando nos percatamos de la existencia de una serie de procedimientos idénticos entre los dos pensadores: en ambos casos —y este es el ejemplo eminente— la frontera que separa el interior del exterior se revela muy pronto como inexpugnable y la separación entre los ámbitos sólo puede ser vencida gracias a la intervención de un tópico que se trae a colación de un modo tan urgente como inesperado. En la obra de Descartes, el riesgo del solipsismo —que surge ante la incapacidad de probar la existencia de la res extensa— se conjura apelando a la perfección divina; ésta última, por su parte, se pone en juego más como una posibilidad razonable —tópica— que como una indiscutible verdad espiritual. En el caso de Rosset, la grandilocuencia que se atribuye al lenguaje parece por momentos cerrar la posibilidad de toda referencia a lo real que no sea mera representación, un doble. La mención de cuatro posibles vías a lo real gana, en este contexto, la textura de un salvavidas lanzado de última hora a una conciencia que amenaza con ahogarse. La lucidez que Rosset atribuye al estado de embriaguez absoluta es todo menos evidente, y parece fundarse mucho más en la admiración por la obra de Malcolm Lowry que a la experiencia de perderse en la borrachera; por otra parte, cumple una función similar a la que en otro tiempo se atribuyó a las drogas, de las que se dijo también que revelaban lo real. Por otra parte, la mención de la posibilidad abierta por el arte y por la filosofía están apenas esbozadas y parecen ser auténticos lugares comunes: hace varias décadas ya que el pensamiento busca su salvación en el arte y cada filósofo expone su versión de la manera en que éste nos conduce más allá; todo esto sucede, sin embargo, al tiempo que el arte va convirtiéndose cada vez más en una empresa comercial que genera enormes dividendos y alimenta innumerables egos. Nada más ajeno a la pureza de lo real.

Ciertamente no puedo simplemente llamar tópica a la última de las vías que Rosset caracteriza como un posible campo de aproximación a lo real, me refiero a la decepción amorosa. Está claro —cuando menos para mí— que los aspectos más estimulantes del pensamiento de Rosset tienen que ver con temas psicológicos. En cualquier caso, debo decir que no parece del todo evidente que la nada que sobreviene al abandonado sea algo más —lo real, por ejemplo— que una nada del yo en la que este último se apresta a reconformarse sin haber sido nunca destruido; en este caso no habría cabida para ninguna realidad exterior. Por encima de todo, parece claro que Rosset es incapaz de abandonar el paradigma metafísico de la visualidad, que impone —tal como hemos leído en la cita de Sloterdijk— una distinción aparentemente ineludible entre un adentro y un afuera. Esta dialéctica interior/exterior continúa presente incluso cuando lo que se propone son ciertas vías de acceso a lo real; finalmente, éstas redundan en todos los casos en la postulación de una materialidad exterior que nos resulta inevitablemente ajena y frente a la que no cabe sino la contemplación y la renuncia: la elección se limita al único, que es muy poco, y a su doble, que no es nada. Heidegger, Derrida, el propio Sloterdijk han pensado el oído como el sentido que da la pauta de otro modo de entender nuestro ser-en-el-mundo: la inmersión; para Rosset, sin embargo, es el ojo y con él su ley de la distancia, lo que se impone como posibilidad única y como prueba indefectible. Se trata, en último término, de la correspondencia entre la proposición y la realidad, la coincidencia entre el adentro y el afuera: la metafísica.

En mi opinión, lo anterior basta para mostrar que la paranoia del doble no queda conjurada optando por el afuera frente a la posibilidad de elegir el adentro. La risa a la que mueven las descripciones de Sloterdijk sobre los ermitaños que pasaban la vida encaramados en lo alto de una columna se convierten en una mueca cuando se hace evidente que la quiebra del paradigma metafísico no puede disponerse como un programa a cumplir. Aproximadamente en los mismos años en que se publicaba Lo real y Lo real y su doble, Michel Foucault dio a conocer un texto titulado El pensamiento del afuera en el que se planteaba la desaparición del sujeto como posibilidad de superación de la metafísica; esa posibilidad, desde luego, está en el aire. Es el programa de Foucault, de Blanchot, de Artaud, del propio Rosset lo que se ha revelado como fallido: quizá la desaparición sobre la que los primeros pontificaron no se identificó suficientemente con el desmesurado amor a lo real que abriría paso al nuevo paradigma. Es un hecho que las campanas se han lanzado al vuelo con excesiva premura: ni la filosofía ha muerto ni parece haber nada aún que venga a sustituirla.

En cuanto a la evidencia, quizá lo único que pueda decirse es que resulta menos cierta que la prueba de amor.

Barcelona, octubre de 2004.

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[1] Rosset, Clément, Lo real y su doble. Ensayo sobre la ilusión, Tusquets Editores, Barcelona, 1993, p. 109. Es curioso que Rosset enuncie su prueba última acudiendo a una frase en latín: la lengua grandilocuente por excelencia, en sus propias palabras. N. del A.

[2] Sloterdijk, Peter, El extrañamiento del mundo, Pre-Textos, Valencia, 2001, p. 286

[3] Id, p. 287

[4] Rosset, Op. Cit., p. 109

[5] Id., p. 111

 

Clément Rosset