IMPORTUNO

Después de escuchar el discurso acerca de la vida literaria de aquel hombre, miraste el reloj, a quienes compartían contigo la mesa y, finalmente, aburrido echaste un trago. Durante los minutos siguientes, mientras intentabas mantener la línea de los ojos, al conversar con la mujer de pecho abultado y generoso escote que, sentada a tu lado, se acariciaba el cuello al hablar, recordabas lo dicho por aquel hombre. Insistía en ti la sospecha hacia quienes dicen y subrayan, como él, que lo suyo es vocacional. Es común en ellos, te dices, hablar de lo mucho que han escrito, buscar indicios en el pasado remoto de su historia personal y declarar, como algo significativo y concluyente, que a una edad muy temprana escribieron sus primeros poemas. Insinúan que, de alguna manera, fueron llamados para ello.

Apartada la mirada de la mujer del escote, pensaste en los posibles motivos que llevan a manifestar que uno escribe por vocación: Uno primero estaría relacionado con la estimación desmesurada que se puede tener de uno mismo. Ésta justificaría la querencia de ser el preferido, o la actitud vanidosa que, tan ridícula, apetece excitar la envidia de los demás. Otro, quizá de aquellos más inseguros, podría ser querer evitar que a uno se le considere superfluo y, para ello, necesite repetir que así nació, que posee una suerte de talento innato o sobrenatural. Un tercer motivo, algo más serio, sería querer dar respuesta a la molesta pregunta: qué hago aquí. Pensaste que quizá con sus palabras ellos se demuestren que tienen una función, en su caso escribir, y le den legitimidad creyendo que estaban predestinados a ello. De alguna manera, darían sentido al invento que es su yo y, no satisfechos con ello, pretenderían situarlo como algo que siempre estuvo allí, para encubrir su arbitrariedad.

Volviendo la mirada a la mujer del escote, llevado por la calentura, recuerdas, proyectado en los pechos, a un hombre que se dejaba ver de vez en cuando. Él decía que en algún momento, por los motivos que fueren, uno sin más decide dedicarse a la palabra, y que basta un poco de talento y muchas horas de trabajo. No habías terminado de recordar esta frase cuando oíste, de nuevo, la voz del hombre del discurso, recitando esta vez un poema. Te disgustó, pero no el escucharle, sino el ver que la mujer prestaba atención y que tenías que soportar aquella voz sin líquido en tu vaso.

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