BINOMIOS

Los binomios son la fórmula protocolaria del pensamiento fácil. Los hay elegantes y sugestivos, como la oposición entre la literatura ingenua y la literatura sentimental que hace Schiller; altisonantes, como lo apolíneo y lo dionisiaco de Nietzsche; sofisticados como lo lisible y lo scriptible de Roland Barthes o la broad (thin) description de Clifford Geertz; y hay binomios oportunos u oportunistas –todo depende de cómo se mire– que se aplican a casi a cualquier cosa, como lo frío y lo caliente, de Lévi-Strauss. Y por supuesto no faltan los binomios bobos: como la oposición entre sociedades sólidas y líquidas propuesta por Zygmunt Bauman y que, como era previsible, tiene un éxito inmenso hoy en día, como todo lo que se parezca a un slogan publicitario.

La tensión entre contrarios da a quien la detecta la ilusión de que ha entendido algo, como ya se deja ver en el contraste entre el yin y el yan, pero esa sensación engañosa oculta una trampa trascendental, que está impresa en el binomio cuando se lo emplea con fines hermenéuticos: su figuración, su profunda e insoslayable naturaleza retórica, que hace a los términos opuestos, en última instancia, perfectamente intercambiables entre sí, aunque sólo fuera porque uno siempre es la versión especular del otro. Cualidad –dicho sea de paso– que suscita otro cliché que es habitual encontrar allí donde se usan binomios: lo del “juego de espejos”, que es todo un estilema de la sanata.

Mantengámonos atentos, pues, y nunca olvidemos que los binomios dan mucho que hablar, pero de conocimiento, nada.

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