IRONÍA Y TURBANTES

Uno de los numerosos aspectos donde los europeos están en inferioridad de condiciones con los islamistas –escenificado una vez más en el asunto de las caricaturas– es una consecuencia de nuestro agnosticismo funcional que consiste en no terminar de comprender que la fe de los musulmanes, sea o no mucho menos verdadera de lo que ellos creen, es, sin duda, mucho más de verdad de lo que somos capaces de aceptar. Pese a los ataques suicidas, las fatwas, las teocracias y las recurrentes amenazas contra las deportistas, el occidental se obstina en esperar ese momento revelador en el que observará, por fin, en el creyente musulmán un reflejo de su propia manera de ser. Ya no algo de su ironía o de su cinismo, pero sí por lo menos una sonrisa debajo del turbante que reblandezca la máscara de la solemnidad ortodoxa y el fastidioso deber de llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias.

Creer y sentir con tanta intensidad en algo (incluso si se trata de ser ‘ateo’ o ‘demócrata’) nos incomoda, y la observación coherente y constante de los propios principios como la que nos viene del Islam se convierte, entre nosotros, en un escollo considerable. El fanático religioso (¿el creyente?) viene a ser para un europeo que se declara civilizado como esas coquetas disquisiciones sobre las dimensiones del universo que podemos combinar verbalmente y calcular pero ante las que la imaginación se retrae. Algo que exige por comodidad, higiene y gusto ser encapsulado y escondido. Limitado. Y como es bien sabido, delante de la necesidad de imponer un límite moral hay siempre un tabú, aunque éste crezca en el terreno más inesperado.

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