EMPLEADOS Y ESCOLARES

El trabajo, como la escuela, es un lugar horrible, porque nos obliga a contemplarnos a nosotros mismos constantemente. Aparecemos ante nuestros ojos bajo una luz distinta, desprovistos de la familiaridad que poseemos cuando estamos entre amigos. Observamos comportamientos nuevos que, con independencia de su mayor o menor bondad, no obedecen a nuestro propio modo de obrar porque responden a exigencias distintas, la mayoría de las veces a situaciones no deseadas. Lo peor de todo es que, ante esas situaciones nos vemos obligados a interpretar alguno de los pocos papeles disponibles que existen en el reparto laboral, de una manera parecida a lo que ya antes debió sucedernos en la escuela.

Podemos ser el buen compañero, solidario, que se pone en el lugar de los otros y disfraza la obligación de pasatiempo para poder desempeñar el trabajo forzado de manera más liviana; el individualista eficaz que tan sólo se ocupa de sus problemas, de asegurar que su parcela de trabajo sea irreprochable, sin preocuparse por lo que sucede a su alrededor; el insatisfecho que exhibe su desagrado haciendo lo mínimo de la peor manera, convencido de que no hay modo más vindicativo que éste para indicar a quien le da trabajo que lo desprecia, sin importarle que su relajo ponga en apuros a otro compañero obligándole a hacer su trabajo; el ambicioso cuyo único objetivo es hacer las cosas de la manera que más rédito pueda darle y cuyo criterio acerca de en qué consiste trabajar bien es idiosincrásico pues depende únicamente del viento que sople; el intrigante, que a veces coincide con el ambicioso, quien extrae un placer especial en juzgar el trabajo de los demás ante personas con capacidad de decisión y en pensar que el destino de sus compañeros, o la consideración de que gozan ante esas personas, depende en buena medida de las cosas que él un día dijo; el iluso que transporta su cándida visión del mundo al trabajo y anda por los pasillos de la empresa con algún que otro cuchillo clavado en la espalda, un poco encorvado, con cara de mártir, pero feliz al fin de no tener que corregir su idea según la cual, en el fondo, todos somos bondadosos; o, por fin, el invisible, aquel que va cada día a trabajar sin que nadie se dé cuenta. No hay manera de ser alguien, de hacerse en cada acto y de resultar imprevisible.

En el trabajo cada cosa que uno hace lo sitúa en un papel determinado y lo refuerza. Sólo se puede huir del personaje huyendo del trabajo. Si el abandono de la escuela es tan memorable es porque entonces descubrimos que podemos vivir sin unos contornos fijos, que existen lugares donde no estamos obligados a ser perfectamente reconocibles para los otros y tan extraños para nosotros.

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