IDEÓLOGOS

En un párrafo de Nosotros, los modernos (Madrid: Ediciones Encuentro, 2006) anota Finkielkraut un sugestivo comentario de Foucault. Virtud significativa de este ensayo es la perspicacia que muestra Finkielkraut a la hora de escoger las citas. El comentario dice así:

La prueba decisiva para los filósofos de la Antigüedad era su capacidad para producir hombres sabios y discretos; en la Edad Media, hombres aptos para racionalizar el dogma; en la edad clásica, para fundamentar la ciencia; en la época moderna fue su aptitud para dar razón de las matanzas. Los primeros ayudaban al hombre a soportar su propia muerte, los últimos a aceptar la de los otros.

Este pasaje es un ejemplo memorable de cómo se construye un discurso de la historia,cómo se da sentido a los hechos y cómo la historia –y buena parte del trabajo de Foucault, cuando no es archivístico– no es más que una operación literaria. Aquí se traza una parábola sobre el supuesto de que haya una «prueba decisiva» que la describe y, en función de esa trayectoria que sólo se sostiene con palabras, se diseña la evolución de la prueba que, paradójicamente, expresa nada menos que nuestra decadencia. Nominalismo extremo. Podría reprochársele a Foucault que, para dramatizar y dar realce a lo que no es más que una trouvaille, se valga de una artimaña retórica, típicamente francesa, consistente en «descubrir» un signo o una serie significativa donde no hay más que juego de palabra. Podría advertírsele que incurre en historicismo con relación a la idea de la muerte y que en cierto modo infringe las reglas de su propio método historiográfico; pero sería bastante estúpido hacerlo, la verdad sea dicha. La impronta personal es justamente lo que hace apasionante –y siempre discutible– el trabajo de los historiadores. No hacemos historia para conocer la verdad sino para aprender cómo alguien encuentra otra razón en episodios pasados, una razón que no está, o no parece mostrarse, en los hechos desnudos; y a menudo, cuando se trata de acontecimientos muy antiguos, encontrar esa razón sólo es posible por medio de la pericia o la astucia literarias.

Sin embargo, obsérvese que la parábola descrita en el pasaje podría escribirse así:

La prueba decisiva para los filósofos de la Antigüedad era su capacidad para armonizar la condición humana con la naturaleza; en la Edad Media, para sobreponerse a la madre naturaleza satanizada; en la edad clásica, para hacer que esa matriz natural sea consistente con la ciencia; en la época moderna, para verla doblegada y a disposición de los designios humanos. Los primeros ayudaban al hombre a ser huéspedes respetuosos de la naturaleza, los últimos a devastarla.

O sea que se puede cambiar el protagonista sin tocar la serie y el sentido de una historia, que fluye de manera necesaria –y hasta trágica– y permanece tal cual. Se puede regular el grado de dramatismo de la fórmula para hacerla más o menos épatante. Lo habitual es que la mayoría de los epígonos de Foucault procedan así: con mayor o menor habilidad literaria (y he de reconocer que la mía no parece muy brillante en este ejemplo) se limitan a parafrasear los textos del maestro con absoluta indiferencia de la verdad; y, eso sí, no pisan jamás un archivo o una biblioteca. De ahí que muy a menudo su discurso no revele más que la forma en que están organizadas sus propias palabras o su destreza en cuanto a pillar a Foucault, pero sólo por la eficacia retórica de su estilo; curiosamente, lo mismo hacen sus críticos.

Total que, todos, sin excepción: el maestro, sus discípulos e innumerables epígonos foucaultianos; y los réprobos de todos ellos, en el fondo, hacen ideología.

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