LA OBRA

Entre los hallazgos fundamentales de los primeros románticos alemanes en materia de estética está el haber dado con la noción de obra. No se trata de un «descubrimiento» en sentido estricto. En realidad, los componentes de la pandilla de Jena (los Schlegel, Tieck, Novalis, Schelling, Schleiermacher) no descubrieron nada, más bien se limitaron a reflexionar sobre sus propias sensibilidades y las de sus coetáneos y se dieron cuenta de que en la apreciación de –pongamos por caso– un poema o una música, una cosa es el valor que se atribuye a la realización que llama nuestra atención –su factura, su técnica, su composición, incluso su precio– y otra muy distinta es comprender que eso que nos maravilla haya sido realizado, que esté allí, en el mundo. En efecto, una cosa es que nos maravillemos de la belleza del Partenón o de los frescos de la Capilla Sixtina o que nos asombre la perenne inteligencia del Dante en La divina comedia y otra muy distinta que celebremos cada uno de estos hitos como obras. Podría pensarse que esta diferencia –la distinción gratuita entre la cosa y la obra de arte que la habita– implica una forma de mistificación. Y de hecho, parecería que es así, puesto que de ella se nutren los llamados críticos de arte y los mercaderes y se ganan la vida los profesores de estética que llevan casi tres siglos con sus pomposas peroratas sobre «la esencia de la obra de arte». Sin embargo, es una contribución original del romanticismo alemán haber comprendido que en el arte hay sobre todo una celebración del ser, que el arte está allí no sólo para proporcionarnos una sensación, ya sea de placer extático o de complacencia desinteresada, sino para dar cuenta de la pura existencia de algo.

Resulta significativo que este –¿cómo llamarlo?– desapego, esta modestia, que no obstante revela la dimensión ontológica de las acciones humanas, todavía no haya alcanzado a la ciencia. Está visto que entre los científicos hay innumerables románticos, unos más escrupulosos o mistificadores que otros, pero a la ciencia –la verdad sea dicha– aún no le ha llegado su romanticismo.

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