SUBVERSIÓN

Busco una página sobre la industria farmacéutica y el llamado “biopoder”, última trouvaille de la ideología contestataria; y doy con una entrevista a un tal Michael Hardt, al parecer publicada en 2002 en una revista llamada Archipiélago.

Ya en la primera pregunta, esos papanatas de Archipiélago declaran que quieren “llevar adelante un nuevo programa de subversión” y en seguida se entregan, entrevistadores y entrevistado, a una larga disquisición vagamente redentorista. Vaya, por Dios, ¿pero cómo pueden ser tan cretinos? Es la cosa más frívola y pendeja que he leído en mucho tiempo; como si dijerámos: “¿Sabes qué? Hoy me apetece transformar el mundo”.

Cuando yo era joven, las intenciones subversivas o los “programas de subversión” –esto es, la decisión de alterar radical y profundamente el orden– se cumplían siguiendo un protocolo estricto y muy sencillo, en tres pasos. Lo primero era armarse, porque si el orden establecido que se pretende subvertir es (o tiene) un poder, lo es (o lo tiene) porque está armado y no hay más remedio que combatir con las armas contra él, para lo cual, quien se meta a “subversivo” necesita armarse. ¿O acaso se piensa que un “poder armado” va a dejarse subvertir como si tal cosa?

(A ver si nos creemos que fue Gandhi liberó la India solo con sus ayunos…)

O sea, que para subvertir lo que haya que subvertir –porque, menuda mariconada lo de proponerse, por ejemplo, la subversión del arte contemporáneo–, y más aún si se trata del llamado Orden Constituido, el Establishment o lo que sea, había que procurarse armas. Las armas estaban (siguen estando) en poder del Estado; o sea, las tenía el ejército y la policía, de forma que lo primero que un subversivo había de hacer era arrebatarle el arma a un miembro de “Las Fuerzas del Orden”. Lo segundo era usar las armas para conseguir dinero, porque la subversión –como cualquier otra empresa, la revista Archipiélago, por ejemplo– se tiene que financiar de alguna manera. No hay empresa que viva de la fotosíntesis o de la oxidación del oxígeno o de la caridad pública, ni siquiera las llamadas ONG. O sea que para conseguir dinero había que robarlo de las instituciones que lo guardan –los bancos– o sacárselo por la fuerza a los ricos mediante amenazas, secuestros y extorsiones. Y lo tercero era usar el dinero obtenido por procedimientos subversivos para financiar un montón de actividades legales donde se puede hacer pública cualquier estupidez, menos reconocer que lo que uno en verdad se propone es “subvertir el orden” o, para usar el floripondioso estilo de Archipiélago: “llevar adelante un programa de subversión”.

La prueba de que la revista Archipiélago, por mucho que se lo proponga, no será nunca subversiva es que no se pone Fuera de la Ley, nunca saca los pies del plato y todo queda en baladronadas: lo que les gustaría es conseguir una suscripción de la red de bibliotecas del Estado. Así que yo recomendaría a estos “subversivos” que, en vez de seguir engañando adolescentes, se compren una Playstation y algunos videojuegos de acción y dejen la subversión para la gente seria.

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