SOBRE EL DESEO

Por absurdo que parezca, a menudo se confunde el deseo propio con una propiedad o con un rasgo de identidad, como tener los ojos de un color y no de otro; o con la índole del objeto del deseo: que si me gustan las mujeres asiáticas o los adolescentes de Marrakech o comer animales exóticos, que si me da por vivir solo o por coleccionar antigüedades, que si no soporto el olor de los mariscos o la vida social agitada, etc., etc.

Pero no hace falta ser freudiano para saber que no se reconoce en verdad lo que uno desea o cómo desea por aquello que se desea sino por el desear en sí. Y que el desear en sí, no es una calentura. El deseo es una experiencia, algo que, por cierto, no todo el mundo sabe reconocer. 

¿Cómo pues? ¿Cómo reconocer una experiencia mientras se la está experimentando? La mayoría de las fórmulas iniciáticas enseñan a realizarlo a través de una engañifa: haz esto o aquello, practica yoga trántico o únete al orgón comunal del olvidado Wilhelm Reich, bla bla…; cuando en realidad es algo mucho más simple. Como ya se ocupó de enseñarlo Platón en Banquete, para saber del deseo propio basta con reconocerlo en el deseo del otro, lo que sólo se consigue en el amor. El vínculo amoroso… una ligazón para la que, en verdad, no se necesita desear nada ni ponerse caliente (eso era, en última instancia, lo que se quería decir por “amor platónico”).  Veo (o, mejor dicho, experimento) mi propio deseo en el deseo del otro por mí, esa plenitud que René Girard llamó deseo mimético y que, si la encaras mal, te convierte sin querer en un narcisista.

He aquí otra razón más para ser cristiano: si es cierto que el cristianismo es la religión del amor, también es la religión del deseo.

(En cualquier caso, lo seguro es que: All you need is love, love is all you need)

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