LA LOCURA

Un buen día descubres que alguien muy próximo a ti está loco –que ya estaba loco– y el descubrimiento te sobrecoge. Te abruma una callada impotencia, una inconsolable decepción.

Por la primera, comprendes que no haberte apercibido de su estado significa que la exclusión del loco empieza por la negación de sus síntomas y que esa negación de la locura es algo que todos hacemos la mayor parte del tiempo.

(¿Cómo no me dí cuenta antes?)

La excusa es banal: que el otro esté en su sano juicio nunca se pone en cuestión puesto que la racionalidad es casi un imperativo trascendental, una conditio sine qua non de la vida en común.

(Pero cómo se puede ser tan simple…)

La segunda, en cambio, es aún más dolorosa ya que es decepcionante reconocer que has vivido totalmente separado del loco, ajeno a su condición real, justamente cuando más próximo a él te sentías.

Pero ¿cómo? Ocurre que la locura es una calamidad que amordaza a quien la sufre: ningún loco es capaz de comunicar a los demás la enfermedad que padece. Con suerte, antes del colapso definitivo que habrá de arrancarlo del mundo, el loco solo conseguirá actuar su psicosis con la esperanza de que alguien allegado a él la detecte y le proporcione alguna ayuda para paliar su penuria. Pero como lo habitual es que todo el mundo niegue los síntomas de la locura, el loco está condenado a un espantoso desamparo. No hay horror mayor y no hay impotencia más atenazante que reconocerlo.

(Por haber querido hacer de la locura un motivo estético, el romanticismo resulta abominable.)

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