PSICÓPATA (II)

Cuando alguien consigue reducir la gama de los sentimientos que lo unen (o lo separan) de los demás a la hobbesiana antinomia apetito/aversión y actúa en consecuencia, se comporta como un psicópata. La alternativa amor/odio es el grado cero de la moralidad. Una vez que el psicópata ha optado por ella, ya no necesita tomar ninguna decisión en relación con una situación determinada. Y si la toma, se siente totalmente libre de responsabilidad por sus actos y puede permitirse cualquier cosa. Se disipa en él todo dilema de conciencia y en cambio el núcleo decisivo de su conducta, que siempre es un misterio, permanece intacto e inaccesible a la comprensión de los demás, que quedamos perplejos como cuando intentamos entender –en Othello– cuáles son las malignas motivaciones de Yago.

(Pero… ¿por qué me haces esto?)

Tanto da. Es una pregunta retórica que no tiene respuesta. El psicópata gana siempre. Lo que parece desafección en él –la supuesta “falta de empatía” que le atribuyen los manuales de psicopatología– es en realidad un cúmulo de sentimientos torpes, vulgares, reducidos a una pauta elemental y totalmente aleatoria: “te adoro”; y, de golpe y porrazo, “ya no te quiero más”. O viceversa. Sin embargo, lo que suscita desconcierto no es el cambio inopinado e imprevisible de su conducta sino comprobar que es él mismo cuando quiere y cuando odia, que es la misma persona: único practicante de una ley que sólo atañe y se aplica a sus propios actos. El psicópata no es como tú o como yo sino uno que ha sustituido el deseo por la voluntad; o sea: una versión deformada –la más abominable– del Übermensch de Nietzsche.

En cualquier caso, de poco sirve Nietzsche o la psicopatología en estos casos porque al psicópata le trae sin cuidado que le recuerdes que está enfermo. Una parte de su enfermedad es no saber qué le pasa; otra, no preocuparse por ello; y la otra es mera pulsión de muerte, que o bien dirige contra los demás, o bien se aplica a sí mismo, destruyéndolo todo a su alrededor.

La cultura de la no represión y de la llamada autonomía individual antiedípica, que se instaló en todos los ámbitos de la vida social desde los años sesenta del pasado siglo, ha producido varias generaciones de psicópatas y causado una ruina moral de consecuencias todavía imprevisibles. La envergadura de este descalabro y la anomia que resulta en las relaciones entre semejantes, en medio de la estupidez general, pasa a menudo desapercibida. Sólo se revela cuando, de vez en cuando, tenemos la desgracia de topar con alguno de estos monstruos.

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