SOBRE LA LECTURA

Como si fuera a gastarme una fortuna cada vez que pasaba una página, leía el Orlando. Por eso vino la avaricia, para hacer del libro algo infinito. Unos pocos pasajes servían para meditar durante las horas antes del sueño. Así pues, cada día leía dos veces lo mismo: uno con los ojos de fuera y otro con los de dentro.

No obstante, a menudo no conseguía recordar cómo un pasaje había llegado a una situación determinada y por qué el cambio resultaba tan brusco, o no lograba averiguar cuál era la palabra sobre la que se había posado la autora, para definirla a la luz ¿de qué imagen? Ya fuera por temor a avanzar o por pereza de moverme de la cama, nunca me permitía volver al libro.
Los huecos de la memoria acababan por ser de mi invención, pero en comparación resultaba tan tosca, que crecía en mí la veleidad de narrármelo con el mismo estilo de Virginia Woolf, como cuando se reconstruye un castillo derruido como si el tiempo nunca hubiese pasado por él.

Contra la regla que rige la restauración de los castillos -que manda diferenciar visiblemente ambas partes- no estaba siendo justa con la historia porque deseaba mantenerme fiel a su belleza.

Al volver al libro no había duda: era mejor que el inventado. Nueva conciencia: en unas cuantas horas conseguía malbaratarlo todo con una lectura voraz. Ahora me interesaba la trama, perdía de vista los detalles y ojeaba unas líneas del final. Para colmo de males, me consolaba diciendo: recuerda que el libro es sólido y duradero, que puedes releerlo cuantas veces lo desees. Yo fingía no saber que nunca se puede volver a lo mismo, que la lectura, no el libro, es un arte efímero. Al fin y al cabo, ¿no era el Orlando una representación? Con sus movimientos rápidos y lentos, con diálogos que me llevaban de Orlando a mis actos y de sus errores a los míos y después al reino de la imaginación, que ensombrecía la realidad o la hacía más brillante. O si no, me hacía olvidar el pago de una multa. Es difícil vivir en dos castillos y más aún cuando no cumples las reglas de la restauración.

A esto lo llamo el placer de la lectura: no poder diferenciar entre quién es el que lee y quién es el leído.

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