EL SILENCIO

Pese a que paso la mayor parte del día solo y en silencio, todavía doy una enorme trascendencia a los silencios y a la falta de respuesta, cualquiera que sea, quizá porque yo soy muy lenguaraz y bocazas. Un tipo incapaz de quedarse callado.

Tratándose de silencios deliberados, los hay de muchas clases. Está el silencio administrativo, que suelen usar los poderosos y los canallas para negar un favor o una atención merecida; el silencio huraño, que se suele encontrar en individuos tímidos (y en muchos que se consideran a sí mismos tímidos pero que en realidad son unos maleducados); el silencio de los místicos, que nunca he entendido del todo porque es solemne (también se puede tener una experiencia mística cantando a voz en cuello); el silencio melancólico, que evita las ganas de llorar; el de la atención, que sirve al recogimiento y la concentración; el silencio circunspecto, que permite simular una inteligencia que no se posee; el del desprecio, que no necesita explicación; el del recato y el decoro, que son misercordes con el otro; el silencio del ofendido, que es una manera infantil de reprochar y está a un paso del resentimiento; y, naturalmente, el silencio desamorado.

Este último es inequívoco, inconfundible. De todos los silencios posibles, es el más elocuente y el más inexcusable porque no dice nada per se y, sin embargo, comunica algo a quien está dedicado. Parece responder a un código pero es la falta absoluta del código puesto que usa todos los demás modelos de silencio indistintamente. En realidad es como una fractura, una elisión mortal en el vínculo amoroso que, como sabemos, es un flujo permanente de palabras asociado a una atracción sexual. Amor –dice Lacan– es sólo “hablar de amor”.

(¿No dices nada? Entonces es que no me quieres…)

El silencio desamorado hace saber al otro que ya no es amado. Es un signo funesto, un signo de muerte.

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