HUELLAS (IV)

George Steiner relata una anécdota estremecedora al final de La muerte de la tragedia.

Cuenta que en un viaje por el sur de Polonia observó por la ventanilla del tren unas ruinas calcinadas. Uno de los polacos que compartían su cabina en el vagón le contó que esas ruinas habían sido antaño un monasterio y que durante la guerra los alemanes se habían servido de él como prisión para los oficiales rusos. Cuando las cosas empezaron a ponerse difíciles en el frente oriental y los alimentos comenzaron a escasear, la guarnición intentó sobrevivir saqueando todo lo que encontró a mano en la comarca. Al agotarse los víveres, los perros guardianes de la cárcel, enloquecidos de hambre, se pusieron peligrosos. Temiendo lo peor, los carceleros los largaron sobre los presos y los perros devoraron vivos a unos cuantos prisioneros. Más tarde, los alemanes abandonaron el monasterio dejando encerrados a los sobrevivientes. Dos de estos, para no morir de hambre, mataron a sus compañeros y se los comieron. Cuando finalmente el ejército soviético los liberó, les dieron de comer bien durante un par de días y después los fusilaron para que los soldados no supieran hasta qué punto de degradación habían llegado sus oficiales; y para completar la faena prendieron fuego al monasterio. Con ello intentaron borrar toda huella de la tragedia.

Lo que es propio de la tragedia no es lo funesto, ni lo doloroso ni lo terrible, aunque sin duda estas condiciones son inherentes a lo trágico, o al menos así hemos aprendido a identificarlas, sino el principio que pone en marcha esos oscuros mecanismos de la causalidad humana. Ese principio está en el error, pero no en un error que pueda ser tipificado o calificado por una norma.

(¿Cuál es el error que da lugar a la tragedia del monasterio polaco?)

No es la falta a la regla, al rigor, a un código o un valor compartido, sino un tipo de error que reconocemos pero que no podemos referir, un error que sabemos inevitable, necesario y que por ello también sabemos irredimible porque no hay regla de la razón bajo la cual pueda subsumirse. Nuestra voluntad de hallar consuelo racional nos lleva a cometer otro error a cambio. La cadena de faltas se forma entonces como una serie constituida por la propia voluntad de salvación pero que no encuentra resolución ni compensación porque no satisface la coacción de la memoria. Cada error conduce a un error más profundo, o más desviado, o más absurdo. Al final, comprendemos que toda salvación –cualquier tentativa de expiación de la falta– siempre es ilusoria y que sólo cabe olvidar.

La fórmula del olvido es muy sencilla aunque no siempre es efectiva: borrar las huellas.

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