NABOKOV Y EL JINETERO

Vladimir Nabokov es autor de algunas novelas eróticas paradigmáticas: la célebre Lolita, que narra la pasión y la desventura del inefable Humbert Humbert y de su loca fascinación por una nínfula de doce años, y Ada o el ardor, libro asombroso que convierte en mágica una relación incestuosa entre hermanos. Una torpe moralina ha visto en estas incursiones de Nabokov por los misterios del erotismo motivo de escándalo o de repudio, como si el célebre escritor ruso emigrado hubiese buscado con estas novelas reivindicar el libertinaje o la pedofilia o contribuir a la literatura onanística, a la manera de Mi vida secreta del victoriano libertino Frank Harris o aquel mítico anónimo de mi adolescencia: Las memorias de una princesa rusa. La verdad es que Lolita y Ada o el ardor, a diferencia de muchas –la mayoría– de las novelas actuales de género erótico que siguen el patrón de Henry Miller –especie de judío rijoso hoy ejemplificado por Philip Roth– comparten un profundo sentido del recato, un pudor inconfundible que está muy lejos de las literalidades contemporáneas.

(Alguna responsabilidad tiene el freudismo en la legitimación del discurso soez. Freud: “un mal educado, un hombre de pésimo gusto”, decía Borges.)

Pero no es eso. Cuando me refiero a la literalidad en asuntos de erotismo hablo de la falta de sublimación. Lo sobresaliente del erotismo de Nabokov es justamente lo contrario: su habilidad para una sublimación (el arte) que no obstante incurre en gasto

Me explico: hace ya unos cuantos años, sentado a la mesa de una cafetería de mala muerte, tuve ocasión de escuchar el contraste entre sublimación y gasto de boca de un tipo que hablaba en una jerga caribeña cargada de vulgaridades. Mi instructor en la materia fue una especie de jinetero que parecía sacado de un comic de Nazario, con quien el azar –o mi propia imprudencia– me puso en contacto. Para este individuo patibulario que presumía de poseer un repertorio incalculable de experiencias eróticas, la relación amorosa sólo podía establecerse según dos modelos claramente diferenciados: el del amor –llamémoslo así– romántico, que pone en riesgo de muerte o de hundimiento espiritual a los amantes y el suyo propio que consistía simplemente en “follar sin gasto”. [El subrayado es mío]

Sin saberlo, aquel jinetero presuntuoso trazaba la típica tensión que asola a la literatura erótica contemporánea (y, por supuesto, también al cine) atrapada entre el romanticismo mistificado y melodramático que procesa la mermelada literaria que tanto gusta a los gays y la marranada, que parece sacada del mundo de las putas y los macarras.

Justamente aquí está la grandeza de Nabokov: habernos mostrado que se puede romper con esta alternativa y, por cierto, que ésta (y su posible superación) no sólo afecta a la literatura sino también a la vida erótica. Que el verdadero erotismo no está ni en los melodramas ni en los prostíbulos.

(Parece obvio, pero hay quienes –como el jinetero– no lo tienen claro.)

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