EL PODER DE LAS PALABRAS

El poeta Paul Valéry escribe:

Tan fácil es excitar el horror por la vida, la imagen de su fragilidad, sus miserias, su necedad, como excitar las ideas eróticas o los apetitos sensuales. Basta con cambiar de palabras. (Pero se da por supuesto que el primer ejercicio es más noble.)
Paul Valéry, Escritos sobre Leonardo da Vinci, traducción de Encarna Castejón y Rafael Conte, Madrid: Visor- Ediciones Antonio Machado, 1987, p. 117.

Las dos primeras ideas de esta cita me hacen pensar, por un lado, en el poder de las palabras que escuchamos, sobre todo en los tiempos de estructuración subjetiva. Las palabras que oímos y que nos fueron dirigidas, tienen la potencia de hacernos vivir de una determinada manera: las palabras nos pueden hacer enfermar, pero también nos pueden curar. ¿Qué efectos nos puede producir ese encuentro con las palabras dichas o visibles a través de imágenes? Esos efectos son subjetivos, no pueden saberse de antemano.

Una cosa es el decir y otra lo dicho, o dicho de otra manera, hay una diferencia entre enunciación y enunciado. Cuando empezamos a hablar, aparecen los dichos, pero hay un momento en que nos confrontamos con los límites del decir, con esa experiencia en que ya nos faltan las palabras. Del decir sólo sabemos a partir de lo que ya hemos dicho. En lo dicho no aparece el decir porque éste es inconsciente y sólo por lo dicho puede emerger como interpretación.

Escuchar palabras o leerlas no es lo mismo. En el escuchar está presente la voz del semejante, en la actividad de leer, la voz del que escribe está ausente, somos nosotros los que ponemos nuestra voz al pensamiento de un pensador o de un escritor.

Otro aspecto a considerar es la dirección de la voz: ¿A quién se dirige la voz?, ¿quién es su destinatario?, ¿cuál es el desdoblamiento que aparece en el acto de hablar entre el semejante al que nos dirigimos, y el Otro fantasmático que está en juego? Valéry señala una intención de provocar esos efectos por la palabra misma, se puede “excitar” al otro y “excitar” significa estimular, provocar o activar algún sentimiento, pasión o movimiento.

Cuestión de gustos y de goce particular: se trata de distinguir si nos dirigimos a un quién o a un qué, como diría Derrida. Si elegimos dirigirnos a un quién, le damos un lugar de sujeto, de sujeto deseante; si nos dirigimos a un qué, le damos un lugar de objeto; utilizamos al otro como un medio para esa “excitación” en estado bruto, dueña y soberana de la denigración.

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