CORAZÓN

La cultura (o la sólida instrucción en lo que sea) no suministra a quién consigue llegar a sus cotas más altas ninguna clave eficaz para enfrentar los conflictos humanos que asolan a un hombre de espíritu. Cuando mucho, esa sabiduría le permite ver lo que los pobres de espíritu no perciben, lo que se perdonan a sí mismos o los errores que una y otra vez cometen cuando obran cegados por su propia trivialidad o por su ignorancia. Pero esta habilidad para comprender a los demás que se adquiere tras largos años de observar y cotejar experiencias reales o literarias o clínicas no sirve de nada cuando el hombre espiritual se propone construir una vida virtuosa para sí. Véase si no el ejemplo de tantos narradores, que son muy hábiles para recrear en la ficción las desgracias y las alegrías ajenas y para plantearse –e incluso resolver– complejos problemas morales y sin embargo viven vidas sórdidas y desdichadas.

Esta paradoja marca el contraste irreductible entre la realidad y la ficción (o la ciencia). Soy uno, un miserable, un infeliz cualquiera, cuando soy yo mismo; y otro muy distinto mientras observo o comento los dramas de los demás. Estudiar las lecciones morales de los grandes filósofos no me hace moralmente superior, tampoco me inhibe de cometer los mismos crímenes, ni me salva de mentir o de traicionar. No, a menudo es lo contrario: me permite incurrir en esos mismos vicios pero con astucia o alevosía. La “sabiduría” adquirida por la ilustración, lo mismo que la exquisitez en el gusto, es una clave de paso para alcanzar un tipo de experiencia que las personas vulgares no conocen, pero nada más.

La mayor virtud a que puede aspirar un hombre de espíritu es, pues, llegar a sustraerse de la propia indigencia moral y de la soberbia del ilustrado y usar un pequeño pedazo de la sabiduría propia adquirida para aplicarla a sí mismo, renunciando a postular –o a cumplimentar– una regla de vida, una máxima moral o un principio. Dejar de pensarse como un ejemplo o un modelo a imitar, que eso también es muy soberbio.

¿Quiénes consiguieron realizar semejante propósito y lo hicieron con admirable modestia ? El emperador Marco Aurelio, Agustín de Hipona, Montaigne, Pessoa –por ejemplo– y el asombroso Ludwig Wittgenstein, un hombre espiritual que no se merece estar entre quienes lo reivindican. Considérese esta conmovedora anotación de Wittgenstein:

Los pliegues de mi corazón quieren estar siempre juntos y, para abrirlos, tendría que desgarrarlos siempre de nuevo (Wittgenstein, Observaciones, 104).

(Sigue el contorno preciso de esta paradoja para entender el inconsolable desamparo en que te encuentras, mira como ha sufrido otro, quizá lo mismo que tú. Intenta compartir esta experiencia que no te deja plantear preguntas. Es una manera extraña pero muy válida de no sentirte solo.)

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