ASCETISMO

De una pretenciosa película sobre los monjes cartujos que, si no recuerdo mal, se titulaba El silencio y dejó fascinados a los que nunca han conocido las infinitas formas cotidianas del ascetismo y la soledad, recuerdo una escena en la que un monje prepara su desayuno en la celda.

Abre las cortinas, pone los platos sobre la mesa, un pequeño cuchillo, una cuchara y un pedazo de pan. Desgarra la hogaza de pan, la moja en el café caliente y luego se pone a masticarla en silencio. La escena no es muy larga, dura unos pocos minutos. La filmación consigue un marcado efecto de realidad. Todo es plausible pese a que yo enseguida inferí que detrás del ojo de la cámara debía de haber muchos otros hombres, iluminadores, asistentes, script girls y maquilladoras; y el director, que muy probablemente hizo repetir la toma varias veces.
Terminada su merienda, el monje recogió los utensilios, los enjuagó y los secó. Se puso de pie y se arrodilló sobre el reclinatorio de la celda delante del crucifijo, para empezar la oración de la mañana.

Me detuve por un instante a reflexionar sobre la escena, igual que lo hago ahora; y comprendí que de todas las cosas que se veían en ella una sola verdaderamente había llamado mi atención: el acto de recoger los utensilios de merendar para limpiarlos y guardarlos en orden. Ni la solitaria colación ni los rezos eran acciones relevantes: la servidumbre a la naturaleza, la servidumbre a Dios. El único acto humano –el ejercicio de la libertad en medio de insoslayables servidumbres– se dejaba ver en el aseo.

La vida monacal es muy dura, pero su rigor no redunda de la soledad ni del dolor de no tener cerca el cuerpo amado, ni escuchar la voz del otro, ni de estar condenado a recorrer un espacio tan pequeño como una celda (bueno, no exageremos, también es dura por eso), uno descubre en verdad que es un monje, un ascético monachós, el día en que contempla cómo cumple meticulosamente con las reglas de su propio aseo.

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