EL CARÁCTER

Yo me propongo hacer de ti otra persona: verás cómo cambiarán tus gustos, tus aficiones y hasta la forma de tu esperanza. Cambiará tu acento y tu sentido del humor. Descubrirás qué placentero es que te acaricie el pelo e ir de compras, conocerás el sabor áspero del aguardiente y el aire diáfano de la mañana, muy temprano. No quiero destruirte, no quiero que seas otra –porque yo no quiero ser otro– sino que quiero que seas el otro que yo soy y que tú representas porque estoy unido a ti como la ostra a la piedra. A veces parece que aplico una imposible pedagogía llamada a fracasar, pero no es verdad, yo no soy tan obcecado y torpe, ¿no lo entiendes?, insisto en cambiar tu carácter simplemente porque busco encontrar la parte de mí mismo que está extraviada en ti y no puedo dejar de confiar que me reencontraré con ella.

(Qué extravagante y qué pretencioso. Uno que quiere emular la proeza de Alicia cuando atravesó el espejo.)

Ay de mí, he olvidado el consejo de Schopenhauer:

Sólo la experiencia nos enseña cuán inquebrantable es el carácter ajeno y antes de aprenderlo creemos puerilmente que nuestros argumentos razonables, nuestros ruegos y súplicas, nuestro ejemplo y nuestra generosidad pueden llevar a alguien a abandonar su manera de ser, cambiar su forma de actuar, distanciarse de su modo de pensar o incluso ampliar sus capacidades; y lo mismo nos ocurre con nosotros mismos (Schopenhauer, Arte de ser feliz, 55.)

No cambiarás. Yo tampoco. Cada uno de nosotros es él mismo y siempre él mismo durante toda su vida, como el mundo, que siempre ha estado y estará allí, o como la Esfera de Parménides o la totalidad de lo que puede ser dicho, que es siempre la misma y se dice de la misma manera. No hay cambio posible. Si el cambio es una ilusión ¿por qué, tú y yo, habríamos de ser diferentes?

Dejémoslo pues.

–¿Me pasas el azúcar, por favor?

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