EN EL SUELO

Veo de nuevo el final de La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), un filme que como todos los que tratan sobre la guerra civil española, no puede dejar de provocarme una posición de retaguardia. Aún así reconozco la precaución con la que se suceden las secuencias en el plano ideológico y no dejo de apreciar un detalle del final de la cinta –que, cabe reconocerlo, también busca la empatía acabada en lágrima fácil-, cuando el pequeño Montxo (Manuel Lozano) sale corriendo tras el convoy nacional que lleva cautivo a su apreciado profesor Don Gregorio (Fernando Fernán Gómez), resistente republicano y uno de los prisioneros que presuntamente serán ejecutados, lanzándole insultos y piedras a partes iguales.

Cuando cesa de hacerlo llega el momento álgido, para gritarle despectivamente vocablos como “sapo”, “tilonorrinco” o “iris”, que el propio maestro le enseñó en lecciones muy personales. Es claro el efecto que se pretende: el chico le escupe aquello que ha aprendido de él como una muestra de rechazo mucho mayor que un insulto o una pedrada. Cuando se lanza una piedra, el objetivo que recibe el golpe o la esquiva no se la queda, no la recupera, no puede quererla, del mismo modo que tampoco quien la ha lanzado. Esos vocablos actúan del mismo modo, pues el maestro no los va a recoger y el alumno los rechaza tirándolos de forma que rebotan, como las piedras sobre el cuerpo o la camioneta, hasta caer al suelo. Sin ninguna función, las palabras quedan como piedras en el suelo, abandonadas, descontextualizadas y como simple pronunciación de sílabas.

Ahí se juntan de forma elidida dos de las muertes más temidas. Ser ejecutado, dirigirse al cadalso sin nada que poder hacer. Saber que la muerte será violenta, se sufra o no, sume en una incierta angustia. Detrás quizá se hallará el recuerdo, la exaltación posterior de la desgracia y la derrota como algo que sazone el punto y final a la vida. La otra, igual de temida, es en cambio diametralmente opuesta: caer abandonado, sin sentido ni contexto, fruto de un rebote inútil, en el suelo.

Entre las dos, prefiero esta última. No tiene trampa ni cartón, no tienta, como la primera, con transmitir ninguna gran imagen que suscite una compasión pseudo- heroica, finalizando con grandes frases y haciendo de la derrota y la tragedia una proeza. Ninguna cesión a un gesto meramente ornamental (aunque sea mínimo, como un silencio). Nada de grandes palabras, nada de un último consuelo estético, ni para ti ni para quien te sobrevive. Pero, ¿A qué vienen tantas razones? La segunda tiene algo que ya de por sí le otorga más valor: es más real.

Las palabras, como tú, nunca escogen su propia suerte.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.