CHESTERTON

No me cuento entre los incondicionales de Chesterton aunque sería muy injusto si no le reconociera su extraordinaria perspicacia y sus brillantes cualidades como ensayista, no siempre respetadas por sus traductores. El único defecto que se le puede señalar a Chesterton es que por momentos resulta quizá demasiado inglés. Y, como todo lo inglés, sobrecualificado por la devoción que por él sentía Borges. Creo que nunca me he contado entre los miembros del “Club Chesterton” porque Borges agotó toda posible admiración por él, de tal modo que cualquier elogio que se le pueda dedicar, me suena como una redundancia borgeana.

(Y ya está bien. El mundo literario está lleno de redundancias borgeanas.)

Hoy he leído dos pasajes memorables de Chesterton. El primero es una inesperada defensa del amor romántico en nombre de cierta ecuanimidad espiritual. Cito:

[…] quienes no saben hacer otra cosa que apartarse del romanticismo están siendo visiblemente castigados por apartarse de la razón. Cualquier novela realista sirve para demostrar que el realismo cuando se vacía por completo de romanticismo, se vuelve totalmente irreal. Pues el romanticismo no es más que el nombre dado a un amor por la vida que era mucho más grande que una vida de amor, en el sentido byroniano o sentimental. Y todo aquello que lo deja de lado se corrompe al instante y lo recubren los gusanos de la muerte (Chesterton, Correr tras el propio sombrero, 574).

Acierta Chesterton. Racionalidad y romanticismo no son incompatibles –como sabe cualquiera que haya leído los textos de los románticos de Jena; y absurdo es establecer una disyunción excluyente entre la razón y las pasiones. Al fin y al cabo, lo que llamamos razón es una pasión determinada (o un delirio organizado) y, por otro lado, la pasión es una incomparable vía de experiencia y conocimiento de las cosas del mundo.

La segunda observación de Chesterton atañe a la idea de la vulgaridad. Tras comprobar que resulta muy difícil definir en qué consiste, sugiere dos cualidades que la identifican: por una parte, la facilidad que tiene el individuo vulgar para expresarse, de tal modo que las palabras “manan de él como un sudor”; y, por otra parte, la familiaridad, que se traduce “en afrontar las cosas con confianza y desprecio, sin tener la sensación de que todo lo que nos encontramos a nuestro paso son cosas sagradas” (Ibid., 582) que lleva inevitablemente a no reconocer lo maravillloso y lo singular.

(No te asustes, no tengas miedo de caer en los abismos del amor romántico; que no perderás la razón. Y recuerda siempre que, aunque no creas en Dios, hay cosas que son sagradas: guarda entonces más respeto por lo que hay y por los demás.)

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