En las fiestas del Carnaval de mi adolescencia circulaban unas botellitas que lanzaban perfume y se usaban en los bailes. Si alguno te disparaba con ellas recibías un chorro helado que te daba en la cara, en el cuello o en la espalda, como una estocada. Cada disparo era un dardo perfumado pero también un signo de que habías sido señalado por alguien, que eras algo -una presa quizás- para otro.
El perfume no es lo mismo que el olor. Huele, sí, pero el perfume es un olor artificial y, por decirlo así, ilegítimo, porque no está asociado a ninguna esencia de uno mismo, ninguna identidad. En un perfume conviven innumerables esencias; y sin embargo es como una huella o la impronta muy personal, una especie de sombra que nos acompaña y que no está generada por luz alguna. Cada uno de nosotros es un perfume, es decir, un tufo inconfundible que nace de la fusión de los olores del cuerpo y la química de una sustancia compleja, un tufo que embriaga al otro cuando se hace presente; o que tú mismo añoras del otro cuando no está.
No podemos escapar a nuestro perfume. Es preciso oler a algo para no ser cadáver, así pues, lo empleamos como indumentaria para el cuerpo.
(O como una mortaja.)