FRED ASTAIRE

El cine del Hollywood clásico funcionaba con papeles e identidades fijas, lo mismo que la Commedia dell’Arte. Su plantel lo formaban figuras emblemáticas asignadas a actores y actrices de inmenso renombre e incalculable poder mediático. Cada una de esas identidades representaba un patrón en el “imaginario” de la época y cada patrón ocupaba el vértice de una preferencia y fijaba una elección posible en el espectador. Todavía hoy se conservan esas identidades traslaticias, aunque la profusión de nuevos rostros y el crecimiento exponencial de películas de la industria cinematográfica norteamericana no permite establecer con exactitud los patrones como ocurría antaño. Sin embargo, cualquier cinéfilo es capaz de reconocer en Scarlet Johansson señales de Lana Turner o en George Clooney la cita necesaria de su modelo original, Cary Grant.

Entre las viejas glorias del Hollywood clásico sobresale Fred Astaire, que puede verse aquí en esta performance, impecable (Bojangles of Harlem, de 1936), como todas las suyas.

Fred Astaire era uno más entre las estrellas de Hollywood pero tenía algo de divino en un sentido no específicamente mediático. Era inconsútil como Jesucristo, ligero y menudo como una marioneta, extraordinariamente flexible y delgado y no parecía tener edad: nunca fue joven y no envejeció. Tampoco tenía sexo –o género, como se dice ahora– y en cada escena lucía la misma sonrisa enigmática y algo triste, el gesto de quien es sorprendido en el sitio equivocado. No tuvo imitadores porque era literalmente inimitable.

No hay una sola intervención de Fred Astaire que defraude al espectador y todas ellas cuentan igual como expresión de la belleza asombrosa que es capaz de producir el ser humano.

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