IMAGINAR

Hay, cuando menos, un libro brillante sobre la imaginación (Maurizio Ferraris. La Imaginación. Traducción de Francisco Campillo García. Madrid: Visor-La Balsa de la Medusa, 1999.) al que remito si se quiere aprender algo acerca de lo que los filósofos han imaginado sobre lo que es imaginar. Mejor dicho, no tanto acerca de lo que es imaginar sino de la idea de la imaginación que, por cierto, es bastante extraña.

Darse a uno mismo la imagen de algo: eso es en definitiva de lo que se trata al imaginar. Pensar en algo como si se tratase de un recuerdo y evocarlo en imagen, lo que es también una ocurrencia. Aunque imaginar no es solamente darse a uno mismo algo como imagen sino también caer seducido por la imagen que uno mismo se da. Imaginar, por lo tanto, es una inclinación natural de los narcisistas, por poco imaginativos que sean.

Kierkegaard lo señaló en esa tendencia –tan moderna– del Seductor a vivir algo, cuando menos, dos veces:

El espíritu poético era ese “plus” que él mismo agregaba a la realidad. Ese “plus” era lo poético que él gozaba en una situación poética de la realidad; y volviendo a invocarla en forma de imaginación poética, gozaba de ella por segunda vez; de modo que así, en toda su existencia, él sabía sacar partido del placer. En el primer caso gozaba del objeto estético; en el segundo, gozaba estéticamente su propio ser. (Kierkegaard, Diario del seductor: 9)

Así pues, imaginar es como gozar de uno mismo en la experiencia del gozo. Mejor dicho, gozar poéticamente del acto de producir una imagen y, naturalmente, quedarse atrapado en ella y en la propia facultad de imaginar. Uno imagina algo o imagina al otro y, al final, uno acaba por inventárselo todo. Cree estar gozando en una experiencia inefable cuando en verdad lo que experimenta sólo es un espejismo de su propia fantasía, un producto de su imaginación. Hay aquí una terrible paradoja, porque para ser estéticamente sensible en la experiencia del mundo es preciso ser al mismo tiempo un individuo muy imaginativo, un ser poético, lo que inevitablemente conlleva caer víctima –desdichada víctima– de la propia fantasía y reemplazar el mundo verdadero por una imagen.

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