ENAJENACIÓN

Mientras divago acerca del crimen perfecto doy por casualidad con un libro de Jean Baudrillard que se titula precisamente así. En la página 33 descubro un pasaje desconcertante, lo que no es nuevo puesto que Baudrillard era un autor imprevisible que tanto podía resultar de incomparable lucidez como, en otro momento, parecer un cretino. El pasaje reza:

Se ha insistido mucho sobre la alteración del objeto por el sujeto en la observación. Pero nadie se ha planteado el problema de la alteración inversa y su efecto de espejo diabólico. Ahora bien, las situaciones interesantes son aquellas en que el objeto se oculta, se hace inaprensible, paradójico, ambiguo, e infecta con esta ambigüedad al propio sujeto y su protocolo de análisis.

Hasta aquí, la fórmula escogida por Baudrillard se apoya en un argumento de simple inversión: si todo el mundo se fija en el sujeto, pues mira, yo me fijo en el objeto. Pero la observación resulta interesante pues:

a) llama la atención acerca de una situación harto habitual en la que el sujeto se enajena en el objeto y sufre lo que bien podríamos llamar posesión; posesión debida a que el objeto es radicalmente ambiguo e indeterminable, llama todo el tiempo al sujeto y no le permite satisfacer su curiosidad;

b) el vínculo entre sujeto y objeto es efectivamente una «posesión» porque Baudrillard interpreta la condición del sujeto alterada por el objeto como “diabólica”

Y enseguida, tras especular con la posibilidad de que sea el objeto el que “descubra” al sujeto –lo que es un disparate– Baudrillard sugiere que en lugar de un descubrimiento puede que haya una auténtica invención del sujeto por el objeto. La invención sólo sería posible si la enajenación fuera completa, como es característica del pensamiento animista y de cierto misticismo benjaminiano, donde se imagina que las cosas entablan relaciones entre sí con independencia de quién sea que las determine como tales.

Un objeto ambiguo, inasible, inapresable, resulta un objeto fatal porque su indeterminación lleva al sujeto a completarlo: lo que mi conciencia no logra determinar en ti lo pongo yo; y así, me hago la ilusión de que resuelvo ese enigma escandaloso que me plantea tu existencia. Hacemos esto todo el tiempo con lo que no alcanzamos a entender. El sujeto pone en el objeto lo que detecta que falta en este y su procedimiento le permite un juicio. Así pues, puede pensar de manera consistente un objeto indeterminado sin enloquecer, esto es, Kant básico. La diferencia con la kantiana facultad de juzgar es que el juicio reflexionante kantiano favorece la comunicación mientras que Baudrillard describe un crimen y una enajenación completa y el riesgo de perder la razón puesto que, tal como lo piensa Baudrillard, el sujeto no ve otra cosa que él mismo en el objeto, dicho de otra manera, se convierte él mismo en objeto.

En la medida en que el objeto precede, por su característica ambigüedad, al sujeto que intenta hacerse con él, está causalmente antes que el sujeto y, por esto mismo, es constituyente de él. Sólo se me ocurre un contexto en que el objeto constituye, por así decirlo, al sujeto que lo determina. Este sería el caso del enamoramiento, supuesto que dicho estado tenga lugar y no sea más bien una simple enajenación en la que el sujeto renuncia a su propia condición para «hacerse» literalmente objeto. Semejante «posesión» del enamorado es, ciertamente, diabólica puesto que su experiencia consiste en una descomposición de la propia instancia subjetiva en dos pautas incompatibles: de un lado un yo que se enajena o sale de sí en la pulsión erótica; y del otro, ese mismo yo devenido imposible objeto de su pulsión en una suerte de encantamiento que, en última instancia, tiene todos los visos de ser un narcisismo desenfrenado.

¿Cuál sería la pauta del proceso contrario a esta enajenación? No se trataría tanto de desprenderse del objeto –cosa imposible porque el sujeto está enajenado en el objeto, ha devenido uno con él, se confunde con él y no puede eliminarse a sí mismo como no sea suicidándose (y, de hecho, está lleno de enamorados suicidas)– sino por medio de un retorno a la condición subjetiva, es decir, a la propia subjetividad, lo que las terapias de autoayuda denominan de forma trivial “recuperar la autoestima”.

Pero recuperar la autoestima es un consejo estúpido puesto que fue precisamente un exceso de confianza (o de autoestima) del sujeto lo que llevó a su enajenación en el objeto. No, la clave de salida está sin duda en las manos del objeto

(Claro, si no, ¿por qué creemos en el Diablo?)

y lo único que el sujeto puede hacer para salvarse es practicar una especie de exorcismo psicomágico, a la manera de los consejos que suele dar Alejandro Jodorowsky.

Con toda franqueza, la solución de Werther es luctuosa, pero parece mucho más elegante que la psicomagia.

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